Por
Hilda Cabrera
En
una temporada en la que abundan los musicales a lo Broadway, no podía
faltar el neoyorquino Neil Simon, quien ya era veterano de televisión
cuando se volcó al teatro, demostrando una capacidad inusual para
elaborar comedias basadas en situaciones fácilmente reconocibles
por el público y en consonancia con los cánones convencionales.
Esta vez, los encargados de llevar a escena una de las innumerables piezas
del pope de Broadway (algo más de 30) son Norma Aleandro, aquí
en función de directora, y Soledad Silveyra y Carlos Calvo en calidad
de protagonistas. La obra elegida, El prisionero de la Segunda Avenida,
se verá hoy a modo de preestreno en el Teatro Lola Membrives. No
es la primera vez que estos intérpretes escenifican piezas del
célebre autor de El último de los amantes ardientes, Descalzos
en el parque y Extraña pareja (también llevadas al cine).
Silveyra se destacó en Perdidos en Yonkers, junto a Lydia Lamaison,
y a Calvo se lo vio en Risas en el piso 23, donde compuso a Charly, integrante
de un grupo de guionistas de televisión que se esfuerza por mantener
un nivel de agudeza que la generalidad de los programas rechazan. El prisionero...
fue escrita en 1972 y, tal como lo explicita el título, alude a
una trampa. En este caso, una trampa urbana: la a veces costosa (por diferentes
motivos) celda de un departamento tipo colmena. En realidad, ése
es el marco de una problemática interior dolorosa, de un conflicto
anímico, aparentemente sin salida. A Simon le gustaba escribir
sobre gente atrapada (así lo expresó en artículos
y memorias), circunstancia que le permitió desplegar su habilidad
para describir casos a veces autobiográficos con rara comicidad.
En general, sus piezas apuntan a problemas endémicos, sean éstos
de parejas mal avenidas o enfrentamientos generacionales, de amigos infieles
o hermanos rivales, o aluden a cuestiones de mala vecindad, como en El
prisionero..., acaso su obra más sombría.
El comportamiento del protagonista es semejante al de un animal enjaulado;
sin embargo, su amargura no es allí sinónimo de tragedia.
Al contrario, puede llegar a divertir. Bajo la lente de Simon, el teatro
estadounidense de los años setenta (y en parte el de los convulsionados
60) está hecho de comedias con situaciones que apuntan a
la gente común, la mayoría personajes débiles o toscos.
En sus mejores trabajos (por eficaces) supo delinear un mundo de ansiedades
cotidianas, digeribles a través de un arsenal de bromas.
Los protagonistas de esta teatralización de la angustia,
como la han calificado algunos estudiosos de su producción, son
una pareja de edad madura. La acción se desarrolla poco antes del
alba, espacio de tiempo que permitió a Simon hacer un recuento
de los ruidos molestos, característicos de esas horas en una gran
ciudad. Esto, unido al sufrimiento por la pérdida del trabajo,
al desvalijamiento de la casa por unos ladrones y a las peleas con los
vecinos, conforma una paranoia de tintes grotescos. En parte porque, aunque
atrapados, los personajes de Simon intentan rebelarse. Sin embargo, esa
paranoia nunca es demasiado profunda ni de larga duración. Las
piezas de este neoyorquino están destinadas a conformar prácticamente
a todos. Y en ese punto ayudan, y mucho, los retruécanos, los chistes
y las frases a un mismo tiempo triviales e ingeniosas que el autor de
Broadway Bound, Hollywood... quiero estar en tu historia y Las mujeres
de Juan supo utilizar para despertar en el público la risa cómplice
y afectuosa.
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