Imaginemos
por un momento que resulta que Carlos Chacho Alvarez
y los fiscales Eduardo Freiler y Federico Delgado no sólo
tienen razón sino que también logran probarlo para
que no quedara la más mínima duda de que el Gobierno
compró la reforma laboral a los senadores pagándoles
vaya a saber cuántos millones de dólares. ¿Podría
continuar siendo presidente Fernando de la Rúa? De funcionar
tal como es debido los mecanismos politicojurídicos formales,
claro que no: sería necesario someterlo a un juicio político
de desenlace previsible. ¿Lo reemplazaría alguien
que, además de estar en condiciones de formar un gobierno
viable, estuviera resuelto a meter entre rejas a todos los corruptos?
Nadie lo cree. Es que una vez que se ha institucionalizado la corrupción,
combatirla exigiría una operación quirúrgica
tan traumática que la mayoría preferirá tolerarla,
conformándose con el linchamiento periódico de alguno
que otro emblemático, discursos conmovedores
sobre lo espléndida que es la ética y la esperanza,
forzosamente vana, de que un día de estos paren de robar.
En comparación con el problema planteado por lo que Chacho
llama prácticas humillantes para los ciudadanos,
el ocasionado por una dictadura que pisotee los derechos humanos
es relativamente sencillo en buena medida porque, siempre y cuando
la sociedad se haya democratizado, es escasa la posibilidad de que
los asesinos regresen al poder para continuar provocando estragos.
En cambio, marginar a los corruptos es casi imposible: les resulta
sumamente fácil adaptarse a circunstancias nuevas, disfrazándose
de honestos, con la seguridad de que es poco probable que sean obligados
a devolver el botín acumulado. ¿Quién podría
tirarles la primera piedra? Aquí, abundan los jueces y los
políticos que están comprometidos con el orden imperante
y que por lo tanto harán cuanto pueden para defenderlo.
Para que la corrupción quedara reducida a niveles escandinavos,
la sociedad en su conjunto tendría que comenzar la limpieza
dando la espalda a los partidos tradicionales al votar por otros
que todavía no hayan sido cooptados por el sistema. Sin embargo,
aún no hay señales de que el electorado esté
preparándose para echar a los representantes de una cultura
política que casi todos creen podrida pero inmodificable,
de suerte que es de prever que por un rato el país seguirá
prefiriendo la tesis de que la corrupción está por
replegarse, aunque entiende muy bien que se trata de una ficción,
porque la alternativa de tomar al pie de la letra lo que sabe es
la verdad podría tener consecuencias devastadoras.
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