Por
Hilda Cabrera
La
vieja madama gringa de un prostíbulo jujeño, que por cuarta
temporada protagoniza la actriz Adriana Aizenberg, no llega a Venecia
viajando sobre el papel. Es ciega y pobre, y sus guías no son los
escritores que, tentados por rescatar rostros y mapas exóticos
(y no tanto), acercan a sus lectores mundos fascinantes, convirtiéndolos
en náufragos o pájaros. La madama que compone la actriz
en Venecia, la celebrada pieza de Jorge Accame que se repuso en el teatro
Payró (San Martín 766) después de una fructífera
gira por España, realiza su periplo a través de las voces
de las pupilas que, a su manera, le describen aquello que ven en un libro
de geografía que olvidó un cliente. Alguien tan enamorado
de mí según dice una de las chicas que se olvidó
los útiles. El propósito es ayudar a la madama a cumplir
un sueño: reencontrarse con aquel adorador italiano al que amó
y esquilmó en su juventud.
Actriz de teatro (La señorita de Tacna, Las pequeñas patriotas
y Nenucha, la envenenadora de Montserrat, entre otras piezas), cine (Plata
dulce, Mundo grúa) y televisión, donde trabajó junto
a Antonio Gasalla, Norman Brisky y en Poliladron), Aizenberg
dejó siendo muy joven su Santa Fe natal para estudiar en Buenos
Aires arquitectura y teatro. Cuando tuvo que elegir se quedó con
la escena, y siguió su entrenamiento en la escuela del Teatro Fray
Mocho, fundado en junio de 1951 por el grupo independiente que entonces
conducía Oscar Ferrigno. Allí adquirió la ductilidad
que la caracteriza: Hacíamos de todo, cuenta ahora
en diálogo con Página/12. Limpiábamos los baños
y el escenario, nos cosíamos la ropa y aprendíamos a poner
las luces. Se aventuró a componer en todos los estilos: Gauchesco,
clásico, de vanguardia. A los 20 años se metió
en el papel de la madre de una chica mayor que yo en Los pequeños
burgueses, de Máximo Gorki. Esto significa que sabe cómo
transmutarse apelando a un gesto o un sencillo cambio de vestuario. Transformación
que en su caso no implica mentir, como opina de su trabajo
en la Venecia de Accame (el mismo de Chingoil Compani), con la que emprenderá
una nueva gira europea.
Estrenada en junio del 98 en el Teatro del Pueblo, con María
Rosa Fugazot en el papel de madama (Aizenberg la reemplazó en noviembre
de ese año), la obra se sostuvo, aunque con algún intervalo,
desde entonces hasta hoy. Actualmente puede verse tanto en el Payró
(los fines de semana) como en el teatro Alberdi de Mar del Plata (los
miércoles y jueves). Junto a Aizenberg actúan Anahí
Martella, Elvira Massa, Gonzalo Morales, Marina Vázquez y Alejandro
Viola, dirigidos por Helena Tritek.
¿Mantienen la atmósfera original?
Sí, porque las modificaciones que introduce Tritek se relacionan
con las peculiaridades de cada intérprete, pero no con la ambientación
ni con la idiosincrasia de la gente del norte del país, tan guardada
y de poca gestualidad. Las chicas que arman este viaje junto a un cliente
son prostitutas de cinco pesos. Este es un juego que nosotros necesitamos
hacer creíble. Tritek pone el acento en la ingenuidad, que no significa
tontería sino frescura.
El desafío es que también lo entienda así el
público. ¿Cómo fue la experiencia en las giras?
Nos invitaron a varios festivales y siempre funcionó. En
el de Cádiz y el de Otoño de Madrid tuvimos nuestra barrita.
Nos vinieron a ver Federico Luppi, que estaba filmando allí, y
el Beto Brandoni. La gira por España fue buena, como las presentaciones
en Chile, Bolivia y Brasil, donde recibimos varios besucones. Al comienzo
el público parecía un poco desconcertado. No entendía
esto de Venecia, pero enseguida entraba en la obra, la comprendía
y se emocionaba.
¿Improvisan?
No, solamente en los ensayos, y muy a fondo. No hacemos rebarba
en el texto. Tritek es muy rigurosa en ese sentido. En los ensayos mi
personajeobliga a que las chicas le hagan creíble el viaje, que
no jueguen a una broma. A esta madama no se la puede engrupir: es ciega,
no tonta. Este esfuerzo, creo, ayuda a que el público entre en
la ficción. Tampoco nosotros como actores queremos engrupir al
público. La intención no es contar una anécdota sino
transmitir sentimientos, entrever la posibilidad de concretar sueños.
Creo que si la obra no se hace de esta manera pierde sentido. Mi madama
se enamora realmente de ese italiano que en la obra aparece trajeado de
blanco impecable, luciendo su camisa y su chalina de seda natural.
¿Cómo influye el humor en sus composiciones?
Todo intérprete debe tener humor. Ayuda a ver la realidad
a través de una lente de aumento. Una ve cositas que
a los que no lo poseen se les escapan. No soy humorista al estilo de Gasalla
o Pinti, pero algo escribí. Con Norma Aleandro armé el texto
de Las pequeñas patriotas (otro espectáculo que dirigió
Tritek). Ahí hacíamos de nenas de ocho años. Las
dos somos medio caraduras. Esos eran recuerdos de colegio, sin ningún
valor literario, pero divertidos, creo. Tengo buena memoria, y me acordaba
hasta del escondido que bailábamos en la escuela, del pala
pala pulpero...
¿Y la experiencia con Antonio Gasalla?
Antonio me llamó en el 81 para hacer teatro. Le daba
el pie, nada más. Hicimos muchos personajes, y un año me
llevó al Festival Latino de Nueva York. Estuve también con
él en el primer ciclo que se hizo en Canal 7. Fue muy importante:
trabajaban Juana Molina, Carlitos Parrilla, Atilio Veronelli, Norma Pons...
Las situaciones de humor se juegan en serio. Me gusta recordar
una escena de Carlitos Chaplin, ésa en la que el personaje pisa
una cáscara de banana, cae y lo pasa muy mal, pero la gente se
ríe. A veces también el actor lo pasa mal y sin embargo
puede hacer reír. A mí la vida me llevó por este
camino, siempre hice piruetas, me gustaba tocar las castañuelas,
bailar, me metí en coros...
¿Qué pasa hoy con el cine?
Ahí
sucedió algo que me produjo una gran sorpresa y mucha alegría.
Fue con la película Mundo grúa, de Pablo Trapero, por la
que recibí el premio a la mejor actriz. Pablo, que es compañero
de mi hijo, Rodrigo Moreno, también director de cine, convocó
a gente de barrio, de San Justo. Como se sabe, el personaje de El Rulo
está hecho por Luis Margani, un hombre que tiene un taller mecánico
a dos cuadras de la casa de Pablo, a quien conoce desde chiquito. Cuando
Pablo me llamó le dije que no, que era mejor que el papel de la
quiosquera lo hiciera su mamá. Porque así trabajan ellos:
mi hijo, en su última película, El descanso, puso a la mucama
de mi casa, que también lo conoce desde chico, a bailar un mambo.
Ellos buscan personas. Yo me resistí a Pablo porque
pensaba que me iba a resultar difícil hacer una escena con alguien
que no era actor. Había que poner demasiada energía, y yo
no estaba bien de salud. Además, ¿cómo iba a componer
a una quiosquera justamente yo, que soy una actriz de formación
universitaria, que leí a Ezra Pound, a James Joyce...? Pero al
final me convenció. Yo deseaba que ese hombre que hacía
de Rulo no me conociera. Y Pablo me tranquilizó: No te conoce.
No va al teatro, y por televisión ve fútbol. Eso me
animó. Me vestí entonces como una quiosquera de barrio y
fui a filmar. Pablo planteó la situación y empezamos el
diálogo. Cuando terminamos la escena y me alejé del lugar,
este señor Luis le comentó: ¡Bien la piba, eh!
¡Ojo! ¡No se quedó callada nunca!.
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