Por Diego Fischerman
Hace diez años un crítico
y un compositor polemizaron durante varios meses en las páginas
de una revista especializada. Martín Müller y Gerardo Gandini
discutieron en las páginas de Clásica; el segundo desafió
a un extraño duelo al primero (en el que las armas serían
un dictado rítmico y melódico y una prueba de lectura musical)
y el motivo era la valoración de Aaron Copland. Müller lo
había considerado un gran músico y Gandini no sólo
se oponía a tal consideración sino que además argumentaba
que el crítico no contaba con ningún conocimiento técnico
que le permitiera aseverar tal cosa con fundamento.
En noviembre se cumplieron diez años de la muerte y cien del nacimiento
de Copland. Y Michael Tilson Thomas, uno de los mejores directores del
momento, le dedicó un cd a varias de sus obras más populares
(y despreciadas por los entendidos). Un primer volumen, publicado en 1996,
llevaba por subtítulo The Modernist e incluía el Concierto
para piano y orquesta de 1926, las Variaciones Orquestales, la Short Symphony
y la Symphonic Ode. Esta segunda entrega cuyo subtítulo, The Populist,
no permite malentendidos recorre en versiones ejemplares Billy The Kid,
Appalachian Spring y The Rodeo, tres ballets escritos a finales de los
30 y principios de los 40, el segundo de ellos para la compañía
de Martha Graham.
Más allá de cierto estilo norteamericano inventado por Copland
(que tanto Hollywood como los avisos de Marlboro hicieron suyo), de una
cualidad rítmica y un manejo de fórmulas modales sumamente
interesantes y de su talento para manejarse con ejes visuales (no en vano
fue el autor de la música de La Heredera de William Wyler), lo
interesante es de qué manera la obra de Aaron Copland está
atravesada por varias de las discusiones estéticas ejemplares del
siglo pasado. Un comienzo inquieto, un desarrollo leído en su momento
como reaccionario y un final en el que intentó asimilar (con poco
éxito) procedimientos probados por las vanguardias muestran que
para Copland el tema de la relación entre artista y público
(y entre modernidad y tradición y entre internacionalismo y nación)
resultaban centrales. En este álbum la Sinfónica de San
Francisco suena como los dioses, Michael Tilson Thomas se las arregla
para revelar sutilezas de orquestación que generalmente pasan desapercibidas
y las obras, particularmente Appalachian, demuestran que merecen ser escuchadas
(por lo menos en esta versión).
PIETER
WISPELWEY TOCA TRANSCRIPCIONES DE CHOPIN
El arte de estilizar la danza
Por D.F.
En su primera visita a Buenos
Aires, el cellista Pieter Wispelwey tocó la integral de las Suites
para su instrumento de Johann Sebastian Bach. En esa ocasión, en
una charla con Página/12 se preguntaba acerca de: ¿A
qué llamamos profundidad? ¿A los tiempos lentísimos?
¿A las libertades rítmicas?. Y se contestaba a sí
mismo: La profundidad es ser respetuosos con lo que el compositor
escribió y frasear con musicalidad. Estas Suites, además,
están compuestas por danzas. Y las danzas deben ser tocadas como
tales. Pasó el tiempo. Wispelwey es hoy uno de los solistas
más importantes y reconocidos del mundo. Sus versiones de las Suites
de Bach son consideradas canónicas. Y ahora amplía la apuesta
con transcripciones para cello y piano de danzas (valses y mazurkas) de
Chopin. Una sola de las piezas es original para esta conformación
instrumental (el scherzo de la Sonata). Wispelwey y el pianista Dejan
Lazic, sin embargo, hacen que para el oyente no exista diferencia. La
naturalidad, el excepcional virtuosismo y, claro, el espíritu de
danza, atraviesan todo el CD.
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