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VERANO | 12
Arquitectura moderna

La Folie du Docteur Tube, de Abel Gance (1915).

Por Rodrigo Fresán

A la hora de la arquitectura la ciencia-ficción reconoce dos modalidades principales: la huida de las ciudades o la entrega fervorosa a la metrópoli como forma de vida y arte. La ciudad como fuente cristalina y utópica o la ciudad como cloaca contaminante. Las ciudades luminosas y redentoras en The Shape of Things to Come, de H. G. Wells, o las ciudades entrópicas de J. G. Ballard en la novela de guerrilla –condominio Rascacielos– o en relatos como “Cronópolis” y “Bilenio” y así hasta llegar a las ciudades como especial nave espacial en los ciclos novelísticos Cities in Flight de James Blish o en El libro del sol largo, de Gene Wolfe. Tanto unas como otras comparten un rasgo común y definitorio: los edificios son cada vez más grandes, más altos, hasta confundir el punto exacto donde termina la tierra y comienza el cielo. 450 metros promedio. Una reciente exposición de maquetas arquitectónicas de lo que vendrá no hace más que confirmar lo anticipado e, incluso, exagerar el síntoma: cada uno de los futuros edificios serán ciudades autónomas e independientes de las que no hará falta salir para tener una vida normal. El síndrome del hogar, dulce hogar elevado a la millonésima potencia y penthouse cósmico. Los optimistas del asunto como Neil Pierce –autor de Citistates– hablan de edificios ecológicos y automatizados que “nos devolverán un sentido comunal que perdimos y extrañamos”. Los otros recuerdan una película llamada Infierno en la torre, otra película llamada Vecinos.
En 1946, el inglés Mervyn Peake –chino de padres ingleses, primero pintor e ilustrador y después escritor–, publicó una curiosa novela arquitectónica titulada Titus Groan (que crecería a trilogía con las posteriores Gormenghast y Titus Alone) y que valiéndose de recursos del género gótico se las arregla para edificar todo un mundo fuera de nuestro espacio y tiempo. Ese mundo es un monstruoso castillo en ruinas llamado Gormenghast –cuya arquitectura parece el producto de una hipotética colaboración entre Piranesi, Gaudí y Tim Burton– y por cuyos pasillos, torres y catacumbas se mueve una decadente familia de aristócratas alucinados e intrigantes que bien podría haber imaginado Shakespeare bajo la influencia del ácido lisérgico. La novela –que también puede ser leída como bestial alegoría de la Europa de la Segunda Guerra Mundial– y su última parte nos muestra a un Titus que huye de su patria para llegar a un mundo igualmente monstruoso y demencial: un mundo más parecido al nuestro pero aun así marcado a fuego, cemento y acero por la arquitectura de Gormenghast.

 


 

La galería de las tallas brillantes

Otra de ambientes cerrados: Quintet, de Robert Altman (1979).

Por Mervyn Peake

Gormenghast, es decir, la mole principal de la piedra originaria, habría ostentado una cierta cualidad de pesadez arquitectónica si hubiese sido posible ignorar el enjambre de míseras viviendas que circunvalaban los muros exteriores como una erupción epidémica. Las casas de barro se desparramaban por la pendiente encabalgándose unas sobre otras hasta alcanzar la muralla del castillo; allí las más recónditas se apoyaban en los gruesos muros, agarrándose como lapas a las piedras. Una ley ancestral les permitía esta intimidad glacial con la fortaleza que se cernía encima. Sobre los techos irregulares caían, a lo largo de las estaciones, las sombras de los contrafuertes roídos por el tiempo, de los torreones quebrantados y altivos, y sobre todo la enorme sombra de la Torre de los Pedernales. Esta torre, irregularmente moteada de yedra negra, se alzaba por entre los puños de la mampostería almenada como un dedo mutilado y blasfemo que señalaba al cielo. De noche, los búhos la convertían en una garganta resonante; de día callaba y proyectaba una larga sombra.
Apenas había comunicación entre los habitantes de este sector exterior y los que vivían dentro de la muralla, salvo la primera mañana de junio de cada año, cuando la población de las viviendas de barro era autorizada a entrar en el Recinto y exponer las esculturas de madera en las que habían trabajado el año entero. Estas tallas, policromadas con extraños colores, solían representar animales o formas humanas extremadamente estilizadas y originales. Entre estas gentes había una competencia encarnizada y feroz por exponer el objeto más bello del año. En cuanto se apagaba la llama del amor, la talla de estas esculturas se convertía en la pasión dominante, y entre todas las chozas que se apiñaban al pie de la muralla exterior, había una veintena de dotados artesanos que por su reputación habían conseguido un puesto de honor entre las sombras.
Dentro de la muralla había una zona en que las propias piedras del muro sobresalían como una sólida repisa de unos pocos palmos de altura y de doscientos o trescientos pies de longitud. Estos salientes de piedra estaban pintados de blanco; y en la primera mañana de junio las tallas que el conde Groan tenía que juzgar se colocaban sobre esta repisa. Las obras más consumadas, que no podían nunca pasar de tres, eran enseguida relegadas a la Galería de las Tallas Brillantes.
Expuestos allí durante todo el día, estos vívidos objetos, cuyas fantásticas sombras sobre las paredes de atrás se desplazaban y alargaban hora a hora junto con la rotación del sol, desprendían una especie de oscuridad a pesar de su gran colorido. El aire entre estas piezas estaba preñado de desprecio y envidia. Los artesanos esperaban como mendigos junto a las piezas, mientras las familias se apiñaban en grupos silenciosos. Eran gente tosca y prematuramente envejecida. Los rostros radiantes habían quedado atrás.
Las tallas que no habían sido seleccionadas eran quemadas aquella misma noche en el patio bajo el balcón oeste del conde Groan, quien según la tradición asistía al holocausto en silencio con la cabeza doblada, como dolorido, hasta que tres gongs sonaban dentro, y las tres tallas que habían de salvarse de las llamas eran expuestas a la luz de la luna. Se colocaban de pie sobre la balaustrada del balcón, a la vista de todos, y el conde Groan pedía a los autores que se adelantasen. Cuando los hombres estaban exactamente bajo la balaustrada, el conde les arrojaba los rollos de pergamino en que estaba escrito que se les permitía pasearse por las almenas que se alzaban sobre el acantonamiento, en las noches de luna llena y cada dos meses. Esas noches, y desde una ventana que diera sobre la muralla sur de Gormenghast, un observador podía vislumbrar, a la luz de la luna, las figuras diminutas de quienes habían ganado el envidiable honor de deambular de aquí para allá por las almenas.
A excepción del día de las tallas, y de la libertad concedida a los artistas más sobresalientes, los que vivían en el interior de las murallas nada sabían de la gente de extramuros, de la que por otra parte se desentendían, engullidos como estaban por las sombras de las grandesmurallas. Eran poco menos que un pueblo olvidado, una casta que se recordaba con un sobresalto, o con la impresión de irrealidad de un sueño recrudecente. Sólo el día de las tallas los hacía salir a la luz del sol, reavivando la memoria de años pasados. Pues la ceremonia venía repitiéndose desde un tiempo remoto que sólo Nettle, el octogenario que vivía en la torre encima de la herrumbrosa armería, era capaz de recordar. Innumerables tallas habían sido reducidas a ceniza, de acuerdo con la ley, pero las elegidas estaban aún depositadas en la Galería de las Tallas Brillantes.
Esta galería, que ocupaba la planta superior del ala norte, estaba presidida por el conservador, Rottcodd, quien, como nunca recibía ninguna visita, se pasaba la mayor parte del tiempo dormitando en la hamaca que había montado en el extremo más alejado de la sala. A pesar de su perenne duermevela, no se sabía que hubiera soltado nunca el plumero; con él llevaba regularmente a cabo una de las dos únicas tareas aparentemente necesarias en esta larga y silenciosa galería, es decir, sacudir el polvo de las Tallas Brillantes.
Si bien esos objetos le interesaban poco en tanto que obras de arte, se sentía inevitablemente apegado a algunas de las tallas por razones de propincuidad. Se esmeraba al quitar el polvo al Caballo Esmeralda y prestaba también particular atención tanto a la Cabeza Azabache y Oliva, situada justo enfrente, como al Tiburón Policromo. Pero Rottcodd no permitía que una sola mota de polvo se asentase sobre las otras tallas.
Entrando a las siete en punto, en invierno y en verano, año tras año, Rottcodd se quitaba la chaqueta y se enfundaba un amplio guardapolvo gris que le caía desmañadamente hasta los tobillos. Con el plumero bajo el brazo, solía entonces escrutar sagazmente, por encima de las gafas, las profundidades de la galería. Tenía el cráneo pequeño y oscuro como una bala de mosquete corroída por la pólvora, y los ojos, detrás de los cristales relucientes de las gafas, eran dos réplicas en miniatura de la cabeza. Los ojos y la cabeza se movían sin parar, como si quisieran resarcirse del tiempo perdido mientras dormían; la cabeza se bamboleaba mecánicamente de un lado a otro cuando Rottcodd andaba, y los ojos, como si intentaran seguir el ritmo de la esfera paternal a la que estaban unidos, miraban aquí, allá y a todas partes, sin ningún propósito. Después de enfundarse el guardapolvo, de echar una rápida ojeada por encima de las gafas, y de repetir la actuación por toda el ala norte, Rottcodd solía sacar el plumero del sobaco izquierdo, y con el arma enarbolada avanzaba sin más dilación hacia la primera talla a la derecha. Encontrándose en la planta superior del ala norte, esta sala no era exactamente una galería sino más bien un desván. La única ventana se abría al fondo, enfrente de la puerta por la que Rottcodd entraba desde la zona alta del edificio. Daba poca luz. Las persianas estaban invariablemente bajas. Siete enormes candelabros suspendidos del techo a intervalos de nueve pies iluminaban la galería de día y de noche. Las velas no llegaban nunca a apagarse, ni tan siquiera a gotear, puesto que el mismo Rottcodd las repostaba antes de retirarse a las nueve de la noche. La menuda y lóbrega antecámara en la que dejaba el guardapolvo, contenía una provisión de velas blancas, así como el voluminoso libro de visitantes, blancuzco de polvo, y una escalera de mano. No había mesa ni sillas, ni ningún otro mueble aparte de la hamaca en la que Rottcodd dormía junto a la ventana del fondo. El piso de madera estaba blanco de polvo, sacudido tan asiduamente de las tallas que no tenía otra alternativa que la de depositarse en una capa espesa, sobre todo en los cuatro rincones de la sala.
Tras pasar el plumero por la primera talla de la derecha, Rottcodd avanzaba mecánicamente ante la larga falange multicolor, deteniéndose un momento delante de cada talla, recorriéndola con la mirada y bamboleando la cabeza apreciativamente, antes de aplicar el plumero. Rottcodd era soltero. Al verlo por primera vez se advertía en él una cierta reserva e incluso un cierto nerviosismo que provocaba en las damas un horrorpeculiar. La suya era pues una existencia idílica, sólo de día y de noche en un desván alargado. Pero de vez en cuando, por una u otra razón, un criado o un miembro de la casa del conde se presentaba inesperadamente y lo sorprendía con alguna pregunta referente al ritual, tras lo cual el polvo volvía a asentarse en la sala y en el alma del señor Rottcodd.
¿Cuáles eran sus ensueños mientras permanecía tumbado en la hamaca con la negruzca cabeza de bala oculta bajo el pliegue del codo? ¿En qué soñaba hora tras hora, año tras año? Se hace difícil imaginar que los pensamientos que le cruzaban la mente fueran excepcionales, o que –a pesar de las brillantes hileras de esculturas que surgiendo del polvo se alargaban hasta el infinito en un arco de triunfo digno de un emperador– Rottcodd hiciera el más mínimo esfuerzo por salir de su aislamiento; parecía más bien disfrutar de la soledad por ella misma, temiendo en todo momento la aparición de un intruso.
Una tarde húmeda, cuando Rottcodd estaba cómodamente tumbado, ese visitante llegó de pronto. En vez del acostumbrado golpe de nudillos contra el panel, alguien sacudió ruidosamente el pomo de la puerta, interrumpiendo la siesta de Rottcodd. Los ecos resonaron a lo largo de la habitación antes de apagarse en la fina polvareda del piso. Los rayos del sol se colaban por entre las delgadas rendijas de la persiana. Incluso en tardes calurosas, sofocantes e insalubres como ésta, las persianas estaban echadas y la luz de las velas inundaba la sala con un incongruente resplandor. Al oír cómo sacudían el pomo, Rottcodd se incorporó inmediatamente. Las estrechas bandas de luz moteada que se filtraban por la persiana le rayaban la oscura cabeza con el brillo del mundo exterior. Al saltar de la hamaca, la cabeza se le bamboleó sobre los hombros, mientras echaba unas rápidas y precipitadas miradas a la puerta, arriba y abajo, después de clavarse un momento en las convulsiones de la cerradura. Agarrando el plumero con la diestra, Rottcodd empezó a avanzar por la brillante avenida, levantando a cada paso pequeñas nubes de polvo. Cuando por fin alcanzó la puerta, el pomo había dejado de vibrar. Arrodillándose precipitadamente, acercó el ojo derecho al agujero de la cerradura, atendió a las oscilaciones de su propia cabeza y a las veleidades errantes del ojo izquierdo (que se empeñaba en recorrer la superficie vertical de la puerta), y por fin, a fuerza de concentración, alcanzó a ver un ojo a unas tres pulgadas de distancia encajado como el suyo en el agujero de la cerradura, un ojo que no le pertenecía, pues no sólo no era de color gris mármol como los suyos, sino que además, lo que parecía aún más convincente, estaba al otro lado de la puerta. Este tercer ojo, que actuaba exactamente igual que el de Rottcodd, pertenecía al señor Excorio el taciturno criado de Sepulcravo, conde de Gormenghast. Que el señor Excorio estuviera verticalmente alejado del conde por una planta, y horizontalmente por cuatro aposentos, era algo muy insólito en la vida del castillo. El solo hecho de que no estuviera junto a su amo era ya anormal, y no obstante no parecía haber duda de que en esta tarde sofocante de verano el ojo del señor Excorio estaba pegado a la cerradura externa de la puerta de la Galería de las Tallas Brillantes, y presumiblemente el resto del señor Excorio se encontraba también detrás del ojo. Tras el mutuo reconocimiento, los ojos se retiraron simultáneamente y el puño del visitante sacudió una vez más el pomo de latón. Rottcodd hizo girar la llave y la puerta se abrió lentamente.
El hueco de la puerta quedó virtualmente obstruido por la figura del señor Excorio, que cruzado de brazos inspeccionaba con mirada ausente al hombre más bajo que tenía delante. No parecía que un rostro tan huesudo como el suyo fuera capaz de emitir sonidos normales, y que en vez de una voz, emergiría algo más quebradizo, más añejo, más seco, quizás algo parecido a una astilla o a un trozo de piedra. No obstante, los ásperos labios se entreabrieron: –Soy yo –dijo, avanzando un paso hacia la sala, mientras le crujían las articulaciones de las rodillas. Cada paso que daba por una habitación (en realidad, cada paso de su vida) iba invariablemente acompañado por esos crujidos, uno por cada paso, como ramas secas que se quebraban.
Rottcodd, al comprobar la identidad del visitante, le indicó que se aproximara con un movimiento irritado de la mano, y cerró la puerta tras él.
La conversación no había sido nunca el fuerte del señor Excorio, y durante un buen rato, que a Rottcodd le pareció una eternidad, miró sombríamente delante de él, alzó la mano huesuda y se rascó detrás de la oreja. Luego hizo una segunda observación: –Todavía aquí, ¿eh? –preguntó con una voz que a duras penas le salía de la cara.
Rottcodd, considerando sin duda que no había mucha necesidad de que contestara semejante pregunta, se encogió de hombros y se dedicó a observar el techo.
El señor Excorio tomó aliento y prosiguió: –Dije, todavía aquí, ¿eh, Rottcodd? –echó una amarga ojeada a la talla del Caballo Esmeralda–. ¿Conque sigue aquí, eh?
–Estoy invariablemente aquí –dijo Rottcodd bajándose los anteojos de cristales relucientes y recorriendo con la mirada el semblante del señor Excorio–. Un día y otro día, invariablemente. Tiempo muy caluroso. Extremadamente sofocante. ¿Quiere algo?
–Nada –respondió Excorio acercándose a Rottcodd con aire que tenía algo de amenazador–. No quiero nada. –Se restregó las palmas de las manos en las caderas, donde la tela oscura brillaba como seda.
Rottcodd sacudió el plumero sacándose la ceniza de los zapatos y ladeó la cabeza de bala. –Ah –dijo, evasivo.
–Usted dice “ah” –exclamó Excorio dando la espalda a Rottcodd y echando a andar por la avenida multicolor–, pero se lo aseguro, es más que “ah”.
–Por supuesto –dijo Rottcodd–. Sin duda es mucho más, pero está fuera de mi alcance. Yo soy el conservador.
Al pronunciar estas palabras Rottcodd irguió el cuerpo tanto como pudo y se mantuvo de puntillas sobre el polvo.
–¿Es usted qué? –preguntó Excorio que había vuelto sobre sus pasos y se inclinaba ahora por encima de Rottcodd–. ¿El conservador?
–Eso es –dijo Rottcodd, sacudiendo la cabeza.
Un sonido ronco brotó de la garganta de Excorio. Rottcodd lo tomó como una falta total de comprensión. Le disgustaba que ese hombre hubiera invadido su terreno.
–Conservador –dijo Excorio después de un lúgubre silencio–, le contaré algo. Sé algo, ¿eh?
–¿Y bien?
–Se lo contaré. Pero antes ¿qué día es hoy? ¿Qué mes y qué año? Responda.
Rottcodd se desconcertó ante la pregunta, pero empezaba a sentirse intrigado. Era obvio que este hombre huesudo tenía algo en mente, y respondió:
–Es el octavo día del octavo mes, no estoy seguro del año. ¿Por qué?
–El octavo día del octavo mes –repitió el señor Excorio con una voz que apenas se oía. Tenía los ojos casi transparentes, como si entre los peñascos de un paisaje de feas colinas aparecieran dos lagos que reflejaban el cielo–. Acérquese –dijo–, acérquese más, Rottcodd, voy a contárselo. Usted no entiende Gormenghast, lo que sucede en Gormenghast, las cosas que pasan, nada de nada. Ahí debajo, ahí pasa todo, bajo el ala norte. ¿Qué son esas cosas de aquí arriba? ¿Esos trozos de madera? De nada sirven ahora. Consérvelos, pero de nada sirven ahora. Todo bulle, el castillo bulle. Hoy es la primera vez en muchos años que se queda solo, sin mí, el conde. –Excorio se mordisqueó un nudillo–. Alcoba de la condesa, allí es donde está. Ha perdido el buen juicio, prescinde de mí, no me deja entrar a ver al Recién Llegado. El Recién Llegado. Ya hanacido. Está abajo. Y yo no lo he visto. –Esta vez Excorio se mordió un nudillo de la otra mano, como para equilibrar la sensación –. Nadie ha entrado. Claro que no. Yo seré el siguiente. Los pájaros están posados sobre los barrotes de la cama. Cuervos, estorninos, todos los tunantes, y el grajo blanco. Hay un cernícalo; las garras clavadas en el almohadón. Su señoría la condesa los alimenta con cortezas de pan. Mijo y cortezas de pan. Apenas ha visto al recién nacido. El heredero de Gormenghast. Ni siquiera lo mira. Pero en cambio el conde no le quita los ojos. Lo he observado a través de la mirilla. Me necesita, ¿sabe?, pero no me deja entrar. ¿Me está usted escuchando?
Ciertamente el señor Rottcodd estaba escuchando. En primer lugar porque jamás había oído a Excorio hablar tan prolijamente, y en segundo lugar porque el nacimiento del hijo tan esperado en el seno de la antigua e histórica casa de Groan no dejaba de ser un interesante bocado para un conservador que se pasaba los días encerrado en la planta superior de la desolada ala norte. Eso le mantendría la mente ocupada en los días venideros. Excorio tenía razón al señalar que él, Rottcodd, no podía seguir el pulso del castillo desde las profundidades de una hamaca, y lo cierto es que ni siquiera había sospechado que un heredero estaba en camino. Las comidas brotaban de las sombras mediante un minúsculo ascensor que atravesaba la oscuridad, desde la zona de la servidumbre, varias plantas más abajo, y como por la noche dormía en la antesala, vivía completamente aislado del mundo y de todos sus avatares. Excorio le había traído auténticas nuevas. No obstante le desagradaba que lo importunaran, incluso para pasarle información de este calibre. Su cabeza de bala debatía la cuestión de la inesperada visita. ¿Por qué Excorio, que en el decurso normal de los acontecimientos no hubiera ni siquiera levantado una ceja para reconocer la presencia del conservador, por qué ahora se había molestado en escalar una zona del castillo que le era tan ajena? ¿Por qué se había esforzado en conversar con un carácter tan taciturno? Echó una de sus rápidas ojeadas a Excorio y se sorprendió a sí mismo diciendo de repente:
–¿A qué he de atribuir esta visita, señor Excorio?
–¿Qué? –dijo Excorio–. ¿Qué sucede?
Miró a Rottcodd y los ojos se le nublaron. A decir verdad, él era el primer sorprendido por lo que había hecho. ¿Por qué diantres, pensó, se había tomado la molestia de anunciar a Rottcodd una noticia que tanto significaba para él? ¿Por qué precisamente a Rottcodd y no a otro? Siguió observando al conservador, y cuanto más lo pensaba, más claro le parecía que la pregunta de Rottcodd era, cuanto menos, incómodamente pertinente.
El hombrecillo de enfrente le había hecho una pregunta simple y directa. Pero para Excorio era un enigma. Se arrastró un par de pasos hacia Rottcodd, se metió las manos en los bolsillos y giró lentamente sobre un tacón.
–¡Ah! –dijo al fin–, ya entiendo lo que quiere decir, Rottcodd, ya lo veo.
Rottcodd estaba deseando volver a la hamaca y disfrutar el lujo de sentirse otra vez completamente solo, pero al oír este comentario, se volvió rápidamente a mirar la cara del visitante. Excorio había dicho que entendía lo que él, Rottcodd, quería decir. ¿Realmente? Muy interesante. Y a propósito, ¿qué había querido decir? ¿Qué es lo que Excorio había entendido? Quitó una imaginaria mota de polvo de la cabeza dorada de un dríade.
–¿Está interesado en el nacimiento de abajo? –preguntó.
Excorio permaneció un rato inmóvil como si no hubiera oído nada, pero al cabo de unos pocos minutos fue evidente que estaba estupefacto.
–¡Interesado! –exclamó con voz ronca y profunda–. ¡Interesado! El pequeño es un Groan. Un auténtico varón Groan. ¡Un desafío al Cambio! ¡No habrá Cambio, Rottcodd, no habrá Cambio! –¡Ah! Ya comprendo por dónde va, señor Excorio. ¿No estará muriéndose el conde?
–No –respondió Excorio–. ¡Pero le salen canas! –y se acercó a las persianas de madera con largas y lentas zancadas de garza, levantando nubes de polvo. Cuando la polvareda se asentó, Rottcodd vio que había apoyado contra el dintel la cabeza angulosa de color de pergamino.
El señor Excorio no alcanzaba a sentirse completamente satisfecho de la explicación que había dado a Rottcodd sobre el motivo que lo había traído a la Galería de las Tallas Brillantes. Mientras permanecía de pie junto a la ventana, se repetía una y otra vez la pregunta: ¿por qué Rottcodd? ¿Por qué demonios Rottcodd? Y no obstante sabía que en cuanto se enteró del nacimiento del heredero, cuando su naturaleza austera se había conmocionado de tal modo que había sentido la irresistible necesidad de comunicar su entusiasmo a algún otro, fue en Rottcodd en quien pensó inmediatamente. Ni comunicativo ni entusiasta por naturaleza, le había sido difícil, incluso bajo la presión emocional del acontecimiento, informar directamente a Rottcodd. Como ya se ha dicho, él fue el primer sorprendido, no sólo por haberse librado de aquella carga, sino también por haber necesitado tan poco tiempo.
Se volvió y vio que el conservador estaba de pie con aire cansino junto al Tiburón Policromo, meneando como un pájaro la pequeña cabeza rapada y sosteniendo el plumero entre los dedos. Se daba cuenta de que Rottcodd aguardaba cortésmente a que se marchase. En resumidas cuentas, el señor Excorio se encontraba en un peculiar estado de ánimo. Le había sorprendido que Rottcodd apenas se inmutara al oír la noticia, y estaba sorprendido consigo mismo por haber venido a anunciarla. Extrajo un enorme reloj de plata del bolsillo y lo sostuvo horizontalmente en la palma de la mano.
–He de marchar –dijo torpemente–. ¿Me oye, Rottcodd? He de marchar.
–Agradecido por la visita –dijo Rottcodd–. ¿Firmará a la salida el libro de visitantes?
–¡No! ¿Visitante yo? –preguntó Excorio levantando los hombros hasta las orejas–. Treinta y siete años al servicio del conde. ¡Firmar un libro! –añadió con desprecio, y escupió en un rincón apartado de la sala.
–Como guste –dijo Rottcodd–. Me refería a la sección del libro reservada al personal.
–¡No! –dijo Excorio.
Fue hacia la puerta y al pasar junto al conservador lo miró atentamente. La pregunta continuaba aún preocupándolo. ¿Por qué? La natividad había conmocionado el castillo. Se hacían mil conjeturas. No había ningún orden. Los rumores barrían la fortaleza. Por todas partes, por pasadizos, arcadas, claustros, refectorio, cocina, alcobas y salas era igual. ¿Por qué había elegido al apático Rottcodd? De pronto lo comprendió. Tenía que haber pensado inconscientemente que la noticia no habría sido noticia para nadie más; que Rottcodd era terreno virgen para este mensaje, Rottcodd, el conservador que vivía solo entre las Tallas Brillantes, era la única persona a la que podía llevar la primicia sin comprometer su hosca dignidad, y aunque la reacción sería poco entusiasta, por lo menos sería una verdadera novedad.
Había resuelto el problema, y dándose cuenta de un modo un tanto obtuso de que la conclusión era particularmente mundana y poco inspirada, y habiendo descartado que su alma hubiese recorrido todos esos pasillos y escaleras en busca del alma de Rottcodd, Excorio avanzó con las piernas ligeramente esparrancadas por los corredores del ala norte y bajó por la curva escalinata de piedra que conducía al patio de piedras acompañado todo el rato por una curiosa desilusión, la idea de que había menoscabado su propia dignidad, y el alivio de que su visita a Rottcodd hubiera pasado inadvertida y de que el propio Rottcodd estuviera bien escondido del mundo en la Galería de las Tallas Brillantes.

De Titus Groan, de Mervyn Peake.
Se reproduce aquí por gentileza de Ediciones Minotauro.

 

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