Por
Rodrigo Fresán
A
la hora de la arquitectura la ciencia-ficción reconoce dos modalidades
principales: la huida de las ciudades o la entrega fervorosa a la metrópoli
como forma de vida y arte. La ciudad como fuente cristalina y utópica
o la ciudad como cloaca contaminante. Las ciudades luminosas y redentoras
en The Shape of Things to Come, de H. G. Wells, o las ciudades entrópicas
de J. G. Ballard en la novela de guerrilla condominio Rascacielos
o en relatos como Cronópolis y Bilenio
y así hasta llegar a las ciudades como especial nave espacial en
los ciclos novelísticos Cities in Flight de James Blish o en El
libro del sol largo, de Gene Wolfe. Tanto unas como otras comparten un
rasgo común y definitorio: los edificios son cada vez más
grandes, más altos, hasta confundir el punto exacto donde termina
la tierra y comienza el cielo. 450 metros promedio. Una reciente exposición
de maquetas arquitectónicas de lo que vendrá no hace más
que confirmar lo anticipado e, incluso, exagerar el síntoma: cada
uno de los futuros edificios serán ciudades autónomas e
independientes de las que no hará falta salir para tener una vida
normal. El síndrome del hogar, dulce hogar elevado a la millonésima
potencia y penthouse cósmico. Los optimistas del asunto como Neil
Pierce autor de Citistates hablan de edificios ecológicos
y automatizados que nos devolverán un sentido comunal que
perdimos y extrañamos. Los otros recuerdan una película
llamada Infierno en la torre, otra película llamada Vecinos.
En 1946, el inglés Mervyn Peake chino de padres ingleses,
primero pintor e ilustrador y después escritor, publicó
una curiosa novela arquitectónica titulada Titus Groan (que crecería
a trilogía con las posteriores Gormenghast y Titus Alone) y que
valiéndose de recursos del género gótico se las arregla
para edificar todo un mundo fuera de nuestro espacio y tiempo. Ese mundo
es un monstruoso castillo en ruinas llamado Gormenghast cuya arquitectura
parece el producto de una hipotética colaboración entre
Piranesi, Gaudí y Tim Burton y por cuyos pasillos, torres
y catacumbas se mueve una decadente familia de aristócratas alucinados
e intrigantes que bien podría haber imaginado Shakespeare bajo
la influencia del ácido lisérgico. La novela que también
puede ser leída como bestial alegoría de la Europa de la
Segunda Guerra Mundial y su última parte nos muestra a un
Titus que huye de su patria para llegar a un mundo igualmente monstruoso
y demencial: un mundo más parecido al nuestro pero aun así
marcado a fuego, cemento y acero por la arquitectura de Gormenghast.
La
galería de las tallas brillantes
Otra
de ambientes cerrados: Quintet, de Robert Altman (1979).
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Por
Mervyn Peake
Gormenghast, es decir, la mole principal de la piedra originaria, habría
ostentado una cierta cualidad de pesadez arquitectónica si hubiese
sido posible ignorar el enjambre de míseras viviendas que circunvalaban
los muros exteriores como una erupción epidémica. Las
casas de barro se desparramaban por la pendiente encabalgándose
unas sobre otras hasta alcanzar la muralla del castillo; allí
las más recónditas se apoyaban en los gruesos muros, agarrándose
como lapas a las piedras. Una ley ancestral les permitía esta
intimidad glacial con la fortaleza que se cernía encima. Sobre
los techos irregulares caían, a lo largo de las estaciones, las
sombras de los contrafuertes roídos por el tiempo, de los torreones
quebrantados y altivos, y sobre todo la enorme sombra de la Torre de
los Pedernales. Esta torre, irregularmente moteada de yedra negra, se
alzaba por entre los puños de la mampostería almenada
como un dedo mutilado y blasfemo que señalaba al cielo. De noche,
los búhos la convertían en una garganta resonante; de
día callaba y proyectaba una larga sombra.
Apenas había comunicación entre los habitantes de este
sector exterior y los que vivían dentro de la muralla, salvo
la primera mañana de junio de cada año, cuando la población
de las viviendas de barro era autorizada a entrar en el Recinto y exponer
las esculturas de madera en las que habían trabajado el año
entero. Estas tallas, policromadas con extraños colores, solían
representar animales o formas humanas extremadamente estilizadas y originales.
Entre estas gentes había una competencia encarnizada y feroz
por exponer el objeto más bello del año. En cuanto se
apagaba la llama del amor, la talla de estas esculturas se convertía
en la pasión dominante, y entre todas las chozas que se apiñaban
al pie de la muralla exterior, había una veintena de dotados
artesanos que por su reputación habían conseguido un puesto
de honor entre las sombras.
Dentro de la muralla había una zona en que las propias piedras
del muro sobresalían como una sólida repisa de unos pocos
palmos de altura y de doscientos o trescientos pies de longitud. Estos
salientes de piedra estaban pintados de blanco; y en la primera mañana
de junio las tallas que el conde Groan tenía que juzgar se colocaban
sobre esta repisa. Las obras más consumadas, que no podían
nunca pasar de tres, eran enseguida relegadas a la Galería de
las Tallas Brillantes.
Expuestos allí durante todo el día, estos vívidos
objetos, cuyas fantásticas sombras sobre las paredes de atrás
se desplazaban y alargaban hora a hora junto con la rotación
del sol, desprendían una especie de oscuridad a pesar de su gran
colorido. El aire entre estas piezas estaba preñado de desprecio
y envidia. Los artesanos esperaban como mendigos junto a las piezas,
mientras las familias se apiñaban en grupos silenciosos. Eran
gente tosca y prematuramente envejecida. Los rostros radiantes habían
quedado atrás.
Las tallas que no habían sido seleccionadas eran quemadas aquella
misma noche en el patio bajo el balcón oeste del conde Groan,
quien según la tradición asistía al holocausto
en silencio con la cabeza doblada, como dolorido, hasta que tres gongs
sonaban dentro, y las tres tallas que habían de salvarse de las
llamas eran expuestas a la luz de la luna. Se colocaban de pie sobre
la balaustrada del balcón, a la vista de todos, y el conde Groan
pedía a los autores que se adelantasen. Cuando los hombres estaban
exactamente bajo la balaustrada, el conde les arrojaba los rollos de
pergamino en que estaba escrito que se les permitía pasearse
por las almenas que se alzaban sobre el acantonamiento, en las noches
de luna llena y cada dos meses. Esas noches, y desde una ventana que
diera sobre la muralla sur de Gormenghast, un observador podía
vislumbrar, a la luz de la luna, las figuras diminutas de quienes habían
ganado el envidiable honor de deambular de aquí para allá
por las almenas.
A excepción del día de las tallas, y de la libertad concedida
a los artistas más sobresalientes, los que vivían en el
interior de las murallas nada sabían de la gente de extramuros,
de la que por otra parte se desentendían, engullidos como estaban
por las sombras de las grandesmurallas. Eran poco menos que un pueblo
olvidado, una casta que se recordaba con un sobresalto, o con la impresión
de irrealidad de un sueño recrudecente. Sólo el día
de las tallas los hacía salir a la luz del sol, reavivando la
memoria de años pasados. Pues la ceremonia venía repitiéndose
desde un tiempo remoto que sólo Nettle, el octogenario que vivía
en la torre encima de la herrumbrosa armería, era capaz de recordar.
Innumerables tallas habían sido reducidas a ceniza, de acuerdo
con la ley, pero las elegidas estaban aún depositadas en la Galería
de las Tallas Brillantes.
Esta galería, que ocupaba la planta superior del ala norte, estaba
presidida por el conservador, Rottcodd, quien, como nunca recibía
ninguna visita, se pasaba la mayor parte del tiempo dormitando en la
hamaca que había montado en el extremo más alejado de
la sala. A pesar de su perenne duermevela, no se sabía que hubiera
soltado nunca el plumero; con él llevaba regularmente a cabo
una de las dos únicas tareas aparentemente necesarias en esta
larga y silenciosa galería, es decir, sacudir el polvo de las
Tallas Brillantes.
Si bien esos objetos le interesaban poco en tanto que obras de arte,
se sentía inevitablemente apegado a algunas de las tallas por
razones de propincuidad. Se esmeraba al quitar el polvo al Caballo Esmeralda
y prestaba también particular atención tanto a la Cabeza
Azabache y Oliva, situada justo enfrente, como al Tiburón Policromo.
Pero Rottcodd no permitía que una sola mota de polvo se asentase
sobre las otras tallas.
Entrando a las siete en punto, en invierno y en verano, año tras
año, Rottcodd se quitaba la chaqueta y se enfundaba un amplio
guardapolvo gris que le caía desmañadamente hasta los
tobillos. Con el plumero bajo el brazo, solía entonces escrutar
sagazmente, por encima de las gafas, las profundidades de la galería.
Tenía el cráneo pequeño y oscuro como una bala
de mosquete corroída por la pólvora, y los ojos, detrás
de los cristales relucientes de las gafas, eran dos réplicas
en miniatura de la cabeza. Los ojos y la cabeza se movían sin
parar, como si quisieran resarcirse del tiempo perdido mientras dormían;
la cabeza se bamboleaba mecánicamente de un lado a otro cuando
Rottcodd andaba, y los ojos, como si intentaran seguir el ritmo de la
esfera paternal a la que estaban unidos, miraban aquí, allá
y a todas partes, sin ningún propósito. Después
de enfundarse el guardapolvo, de echar una rápida ojeada por
encima de las gafas, y de repetir la actuación por toda el ala
norte, Rottcodd solía sacar el plumero del sobaco izquierdo,
y con el arma enarbolada avanzaba sin más dilación hacia
la primera talla a la derecha. Encontrándose en la planta superior
del ala norte, esta sala no era exactamente una galería sino
más bien un desván. La única ventana se abría
al fondo, enfrente de la puerta por la que Rottcodd entraba desde la
zona alta del edificio. Daba poca luz. Las persianas estaban invariablemente
bajas. Siete enormes candelabros suspendidos del techo a intervalos
de nueve pies iluminaban la galería de día y de noche.
Las velas no llegaban nunca a apagarse, ni tan siquiera a gotear, puesto
que el mismo Rottcodd las repostaba antes de retirarse a las nueve de
la noche. La menuda y lóbrega antecámara en la que dejaba
el guardapolvo, contenía una provisión de velas blancas,
así como el voluminoso libro de visitantes, blancuzco de polvo,
y una escalera de mano. No había mesa ni sillas, ni ningún
otro mueble aparte de la hamaca en la que Rottcodd dormía junto
a la ventana del fondo. El piso de madera estaba blanco de polvo, sacudido
tan asiduamente de las tallas que no tenía otra alternativa que
la de depositarse en una capa espesa, sobre todo en los cuatro rincones
de la sala.
Tras pasar el plumero por la primera talla de la derecha, Rottcodd avanzaba
mecánicamente ante la larga falange multicolor, deteniéndose
un momento delante de cada talla, recorriéndola con la mirada
y bamboleando la cabeza apreciativamente, antes de aplicar el plumero.
Rottcodd era soltero. Al verlo por primera vez se advertía en
él una cierta reserva e incluso un cierto nerviosismo que provocaba
en las damas un horrorpeculiar. La suya era pues una existencia idílica,
sólo de día y de noche en un desván alargado. Pero
de vez en cuando, por una u otra razón, un criado o un miembro
de la casa del conde se presentaba inesperadamente y lo sorprendía
con alguna pregunta referente al ritual, tras lo cual el polvo volvía
a asentarse en la sala y en el alma del señor Rottcodd.
¿Cuáles eran sus ensueños mientras permanecía
tumbado en la hamaca con la negruzca cabeza de bala oculta bajo el pliegue
del codo? ¿En qué soñaba hora tras hora, año
tras año? Se hace difícil imaginar que los pensamientos
que le cruzaban la mente fueran excepcionales, o que a pesar de
las brillantes hileras de esculturas que surgiendo del polvo se alargaban
hasta el infinito en un arco de triunfo digno de un emperador
Rottcodd hiciera el más mínimo esfuerzo por salir de su
aislamiento; parecía más bien disfrutar de la soledad
por ella misma, temiendo en todo momento la aparición de un intruso.
Una tarde húmeda, cuando Rottcodd estaba cómodamente tumbado,
ese visitante llegó de pronto. En vez del acostumbrado golpe
de nudillos contra el panel, alguien sacudió ruidosamente el
pomo de la puerta, interrumpiendo la siesta de Rottcodd. Los ecos resonaron
a lo largo de la habitación antes de apagarse en la fina polvareda
del piso. Los rayos del sol se colaban por entre las delgadas rendijas
de la persiana. Incluso en tardes calurosas, sofocantes e insalubres
como ésta, las persianas estaban echadas y la luz de las velas
inundaba la sala con un incongruente resplandor. Al oír cómo
sacudían el pomo, Rottcodd se incorporó inmediatamente.
Las estrechas bandas de luz moteada que se filtraban por la persiana
le rayaban la oscura cabeza con el brillo del mundo exterior. Al saltar
de la hamaca, la cabeza se le bamboleó sobre los hombros, mientras
echaba unas rápidas y precipitadas miradas a la puerta, arriba
y abajo, después de clavarse un momento en las convulsiones de
la cerradura. Agarrando el plumero con la diestra, Rottcodd empezó
a avanzar por la brillante avenida, levantando a cada paso pequeñas
nubes de polvo. Cuando por fin alcanzó la puerta, el pomo había
dejado de vibrar. Arrodillándose precipitadamente, acercó
el ojo derecho al agujero de la cerradura, atendió a las oscilaciones
de su propia cabeza y a las veleidades errantes del ojo izquierdo (que
se empeñaba en recorrer la superficie vertical de la puerta),
y por fin, a fuerza de concentración, alcanzó a ver un
ojo a unas tres pulgadas de distancia encajado como el suyo en el agujero
de la cerradura, un ojo que no le pertenecía, pues no sólo
no era de color gris mármol como los suyos, sino que además,
lo que parecía aún más convincente, estaba al otro
lado de la puerta. Este tercer ojo, que actuaba exactamente igual que
el de Rottcodd, pertenecía al señor Excorio el taciturno
criado de Sepulcravo, conde de Gormenghast. Que el señor Excorio
estuviera verticalmente alejado del conde por una planta, y horizontalmente
por cuatro aposentos, era algo muy insólito en la vida del castillo.
El solo hecho de que no estuviera junto a su amo era ya anormal, y no
obstante no parecía haber duda de que en esta tarde sofocante
de verano el ojo del señor Excorio estaba pegado a la cerradura
externa de la puerta de la Galería de las Tallas Brillantes,
y presumiblemente el resto del señor Excorio se encontraba también
detrás del ojo. Tras el mutuo reconocimiento, los ojos se retiraron
simultáneamente y el puño del visitante sacudió
una vez más el pomo de latón. Rottcodd hizo girar la llave
y la puerta se abrió lentamente.
El hueco de la puerta quedó virtualmente obstruido por la figura
del señor Excorio, que cruzado de brazos inspeccionaba con mirada
ausente al hombre más bajo que tenía delante. No parecía
que un rostro tan huesudo como el suyo fuera capaz de emitir sonidos
normales, y que en vez de una voz, emergiría algo más
quebradizo, más añejo, más seco, quizás
algo parecido a una astilla o a un trozo de piedra. No obstante, los
ásperos labios se entreabrieron: Soy yo dijo, avanzando
un paso hacia la sala, mientras le crujían las articulaciones
de las rodillas. Cada paso que daba por una habitación (en realidad,
cada paso de su vida) iba invariablemente acompañado por esos
crujidos, uno por cada paso, como ramas secas que se quebraban.
Rottcodd, al comprobar la identidad del visitante, le indicó
que se aproximara con un movimiento irritado de la mano, y cerró
la puerta tras él.
La conversación no había sido nunca el fuerte del señor
Excorio, y durante un buen rato, que a Rottcodd le pareció una
eternidad, miró sombríamente delante de él, alzó
la mano huesuda y se rascó detrás de la oreja. Luego hizo
una segunda observación: Todavía aquí, ¿eh?
preguntó con una voz que a duras penas le salía
de la cara.
Rottcodd, considerando sin duda que no había mucha necesidad
de que contestara semejante pregunta, se encogió de hombros y
se dedicó a observar el techo.
El señor Excorio tomó aliento y prosiguió: Dije,
todavía aquí, ¿eh, Rottcodd? echó
una amarga ojeada a la talla del Caballo Esmeralda. ¿Conque
sigue aquí, eh?
Estoy invariablemente aquí dijo Rottcodd bajándose
los anteojos de cristales relucientes y recorriendo con la mirada el
semblante del señor Excorio. Un día y otro día,
invariablemente. Tiempo muy caluroso. Extremadamente sofocante. ¿Quiere
algo?
Nada respondió Excorio acercándose a Rottcodd
con aire que tenía algo de amenazador. No quiero nada.
Se restregó las palmas de las manos en las caderas, donde
la tela oscura brillaba como seda.
Rottcodd sacudió el plumero sacándose la ceniza de los
zapatos y ladeó la cabeza de bala. Ah dijo, evasivo.
Usted dice ah exclamó Excorio dando la
espalda a Rottcodd y echando a andar por la avenida multicolor,
pero se lo aseguro, es más que ah.
Por supuesto dijo Rottcodd. Sin duda es mucho más,
pero está fuera de mi alcance. Yo soy el conservador.
Al pronunciar estas palabras Rottcodd irguió el cuerpo tanto
como pudo y se mantuvo de puntillas sobre el polvo.
¿Es usted qué? preguntó Excorio que
había vuelto sobre sus pasos y se inclinaba ahora por encima
de Rottcodd. ¿El conservador?
Eso es dijo Rottcodd, sacudiendo la cabeza.
Un sonido ronco brotó de la garganta de Excorio. Rottcodd lo
tomó como una falta total de comprensión. Le disgustaba
que ese hombre hubiera invadido su terreno.
Conservador dijo Excorio después de un lúgubre
silencio, le contaré algo. Sé algo, ¿eh?
¿Y bien?
Se lo contaré. Pero antes ¿qué día
es hoy? ¿Qué mes y qué año? Responda.
Rottcodd se desconcertó ante la pregunta, pero empezaba a sentirse
intrigado. Era obvio que este hombre huesudo tenía algo en mente,
y respondió:
Es el octavo día del octavo mes, no estoy seguro del año.
¿Por qué?
El octavo día del octavo mes repitió el señor
Excorio con una voz que apenas se oía. Tenía los ojos
casi transparentes, como si entre los peñascos de un paisaje
de feas colinas aparecieran dos lagos que reflejaban el cielo.
Acérquese dijo, acérquese más, Rottcodd,
voy a contárselo. Usted no entiende Gormenghast, lo que sucede
en Gormenghast, las cosas que pasan, nada de nada. Ahí debajo,
ahí pasa todo, bajo el ala norte. ¿Qué son esas
cosas de aquí arriba? ¿Esos trozos de madera? De nada
sirven ahora. Consérvelos, pero de nada sirven ahora. Todo bulle,
el castillo bulle. Hoy es la primera vez en muchos años que se
queda solo, sin mí, el conde. Excorio se mordisqueó
un nudillo. Alcoba de la condesa, allí es donde está.
Ha perdido el buen juicio, prescinde de mí, no me deja entrar
a ver al Recién Llegado. El Recién Llegado. Ya hanacido.
Está abajo. Y yo no lo he visto. Esta vez Excorio se mordió
un nudillo de la otra mano, como para equilibrar la sensación
. Nadie ha entrado. Claro que no. Yo seré el siguiente.
Los pájaros están posados sobre los barrotes de la cama.
Cuervos, estorninos, todos los tunantes, y el grajo blanco. Hay un cernícalo;
las garras clavadas en el almohadón. Su señoría
la condesa los alimenta con cortezas de pan. Mijo y cortezas de pan.
Apenas ha visto al recién nacido. El heredero de Gormenghast.
Ni siquiera lo mira. Pero en cambio el conde no le quita los ojos. Lo
he observado a través de la mirilla. Me necesita, ¿sabe?,
pero no me deja entrar. ¿Me está usted escuchando?
Ciertamente el señor Rottcodd estaba escuchando. En primer lugar
porque jamás había oído a Excorio hablar tan prolijamente,
y en segundo lugar porque el nacimiento del hijo tan esperado en el
seno de la antigua e histórica casa de Groan no dejaba de ser
un interesante bocado para un conservador que se pasaba los días
encerrado en la planta superior de la desolada ala norte. Eso le mantendría
la mente ocupada en los días venideros. Excorio tenía
razón al señalar que él, Rottcodd, no podía
seguir el pulso del castillo desde las profundidades de una hamaca,
y lo cierto es que ni siquiera había sospechado que un heredero
estaba en camino. Las comidas brotaban de las sombras mediante un minúsculo
ascensor que atravesaba la oscuridad, desde la zona de la servidumbre,
varias plantas más abajo, y como por la noche dormía en
la antesala, vivía completamente aislado del mundo y de todos
sus avatares. Excorio le había traído auténticas
nuevas. No obstante le desagradaba que lo importunaran, incluso para
pasarle información de este calibre. Su cabeza de bala debatía
la cuestión de la inesperada visita. ¿Por qué Excorio,
que en el decurso normal de los acontecimientos no hubiera ni siquiera
levantado una ceja para reconocer la presencia del conservador, por
qué ahora se había molestado en escalar una zona del castillo
que le era tan ajena? ¿Por qué se había esforzado
en conversar con un carácter tan taciturno? Echó una de
sus rápidas ojeadas a Excorio y se sorprendió a sí
mismo diciendo de repente:
¿A qué he de atribuir esta visita, señor
Excorio?
¿Qué? dijo Excorio. ¿Qué
sucede?
Miró a Rottcodd y los ojos se le nublaron. A decir verdad, él
era el primer sorprendido por lo que había hecho. ¿Por
qué diantres, pensó, se había tomado la molestia
de anunciar a Rottcodd una noticia que tanto significaba para él?
¿Por qué precisamente a Rottcodd y no a otro? Siguió
observando al conservador, y cuanto más lo pensaba, más
claro le parecía que la pregunta de Rottcodd era, cuanto menos,
incómodamente pertinente.
El hombrecillo de enfrente le había hecho una pregunta simple
y directa. Pero para Excorio era un enigma. Se arrastró un par
de pasos hacia Rottcodd, se metió las manos en los bolsillos
y giró lentamente sobre un tacón.
¡Ah! dijo al fin, ya entiendo lo que quiere
decir, Rottcodd, ya lo veo.
Rottcodd estaba deseando volver a la hamaca y disfrutar el lujo de sentirse
otra vez completamente solo, pero al oír este comentario, se
volvió rápidamente a mirar la cara del visitante. Excorio
había dicho que entendía lo que él, Rottcodd, quería
decir. ¿Realmente? Muy interesante. Y a propósito, ¿qué
había querido decir? ¿Qué es lo que Excorio había
entendido? Quitó una imaginaria mota de polvo de la cabeza dorada
de un dríade.
¿Está interesado en el nacimiento de abajo? preguntó.
Excorio permaneció un rato inmóvil como si no hubiera
oído nada, pero al cabo de unos pocos minutos fue evidente que
estaba estupefacto.
¡Interesado! exclamó con voz ronca y profunda.
¡Interesado! El pequeño es un Groan. Un auténtico
varón Groan. ¡Un desafío al Cambio! ¡No habrá
Cambio, Rottcodd, no habrá Cambio! ¡Ah! Ya comprendo
por dónde va, señor Excorio. ¿No estará
muriéndose el conde?
No respondió Excorio. ¡Pero le salen
canas! y se acercó a las persianas de madera con largas
y lentas zancadas de garza, levantando nubes de polvo. Cuando la polvareda
se asentó, Rottcodd vio que había apoyado contra el dintel
la cabeza angulosa de color de pergamino.
El señor Excorio no alcanzaba a sentirse completamente satisfecho
de la explicación que había dado a Rottcodd sobre el motivo
que lo había traído a la Galería de las Tallas
Brillantes. Mientras permanecía de pie junto a la ventana, se
repetía una y otra vez la pregunta: ¿por qué Rottcodd?
¿Por qué demonios Rottcodd? Y no obstante sabía
que en cuanto se enteró del nacimiento del heredero, cuando su
naturaleza austera se había conmocionado de tal modo que había
sentido la irresistible necesidad de comunicar su entusiasmo a algún
otro, fue en Rottcodd en quien pensó inmediatamente. Ni comunicativo
ni entusiasta por naturaleza, le había sido difícil, incluso
bajo la presión emocional del acontecimiento, informar directamente
a Rottcodd. Como ya se ha dicho, él fue el primer sorprendido,
no sólo por haberse librado de aquella carga, sino también
por haber necesitado tan poco tiempo.
Se volvió y vio que el conservador estaba de pie con aire cansino
junto al Tiburón Policromo, meneando como un pájaro la
pequeña cabeza rapada y sosteniendo el plumero entre los dedos.
Se daba cuenta de que Rottcodd aguardaba cortésmente a que se
marchase. En resumidas cuentas, el señor Excorio se encontraba
en un peculiar estado de ánimo. Le había sorprendido que
Rottcodd apenas se inmutara al oír la noticia, y estaba sorprendido
consigo mismo por haber venido a anunciarla. Extrajo un enorme reloj
de plata del bolsillo y lo sostuvo horizontalmente en la palma de la
mano.
He de marchar dijo torpemente. ¿Me oye, Rottcodd?
He de marchar.
Agradecido por la visita dijo Rottcodd. ¿Firmará
a la salida el libro de visitantes?
¡No! ¿Visitante yo? preguntó Excorio
levantando los hombros hasta las orejas. Treinta y siete años
al servicio del conde. ¡Firmar un libro! añadió
con desprecio, y escupió en un rincón apartado de la sala.
Como guste dijo Rottcodd. Me refería a la sección
del libro reservada al personal.
¡No! dijo Excorio.
Fue hacia la puerta y al pasar junto al conservador lo miró atentamente.
La pregunta continuaba aún preocupándolo. ¿Por
qué? La natividad había conmocionado el castillo. Se hacían
mil conjeturas. No había ningún orden. Los rumores barrían
la fortaleza. Por todas partes, por pasadizos, arcadas, claustros, refectorio,
cocina, alcobas y salas era igual. ¿Por qué había
elegido al apático Rottcodd? De pronto lo comprendió.
Tenía que haber pensado inconscientemente que la noticia no habría
sido noticia para nadie más; que Rottcodd era terreno virgen
para este mensaje, Rottcodd, el conservador que vivía solo entre
las Tallas Brillantes, era la única persona a la que podía
llevar la primicia sin comprometer su hosca dignidad, y aunque la reacción
sería poco entusiasta, por lo menos sería una verdadera
novedad.
Había resuelto el problema, y dándose cuenta de un modo
un tanto obtuso de que la conclusión era particularmente mundana
y poco inspirada, y habiendo descartado que su alma hubiese recorrido
todos esos pasillos y escaleras en busca del alma de Rottcodd, Excorio
avanzó con las piernas ligeramente esparrancadas por los corredores
del ala norte y bajó por la curva escalinata de piedra que conducía
al patio de piedras acompañado todo el rato por una curiosa desilusión,
la idea de que había menoscabado su propia dignidad, y el alivio
de que su visita a Rottcodd hubiera pasado inadvertida y de que el propio
Rottcodd estuviera bien escondido del mundo en la Galería de
las Tallas Brillantes.
De
Titus Groan, de Mervyn Peake.
Se reproduce aquí por gentileza de Ediciones Minotauro.
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