Por
Rodrigo Fresán
A John Ronald Reaul Tolkien (1892-1973) se lo ama o se lo odia. Digamos
que es un escritor extremo merecedor de lectores extremistas: si se lo
adora, se lo adora de aquí a la eternidad y, si se lo condena,
se lo condena a muerte. Tolkien por si hace falta aclararlo
es autor de una larga novela en tres partes escrita a lo largo de doce
años y titulada El señor de los anillos, publicada entre
1955 y 1957 y elegida hace poco, en esas encuestas finiseculares y milenaristas
y por cientos de miles de lectores, como el libro más importante
de la historia. Importante, se sabe, puede significar demasiadas cosas
muy diferentes. Lo que sí está claro es que Tolkien y la
novela de Tolkien precedida en 1937 por el más infantil El
Hobbit y seguida por decenas de libros funcionando como ríos que
salen de ese mar en lugar de ir a dar a él es uno de los
escritores dueño de una de las obras más exitosas a la hora
de generar todo un mundo: la Tierra Media. Hobby un tanto exigente de
Tolkien y sus amigos también escritores como Lewis, Williams y
Barfield empeñados como cristianos obsesivos que eran
en la reescritura de viejos mitos y la escritura de nuevos evangelios.
En resumen: se la pasaban bien y no molestaban a nadie y contaron como
pocos la clásica historia de un largo y aventurero viaje con gran
confrontación final entre el Bien y el Mal, así, con mayúsculas.
El señor de los anillos best-seller eterno redescubierto
por los hippies y aparentemente indestructible en todos los idiomas
probó ser la obra con más ganas de inmortalidad y aunque
se encuentra más plantada en el territorio del fantasy que en el
de la ciencia-ficción una de las que más influyó
en el género: el Dune de Frank Herbert, el Hyperion de Dan Simmons,
el Urth de Gene Wolfe o el Hogwarts de Rowling se nutren más o
menos de sus aguas; la novela de Tolkien implanta para siempre el concepto
de Trilogía a la hora del opus magnum; y lo que no es más
importante pero sí atendible demostró al mundo que
de un libro se puede extraer jugo de calendarios, posters, muñequitos,
tazas, lapiceras, absurdos juegos de rol y demasiados imitadores y plagiarios
entre los que se cuenta George Lucas. Pero la verdad sea dicha
El señor de los anillos es un libro que leído a la edad
justa o leído a un hijo puede producir placeres como pocas ficciones
han producido alguna vez. Leerlo ahora antes de que a fines del 2001 y
hasta el 2003 nos azote un nuevo Huracán Tolkien a partir de las
tres películas filmadas por el talentoso Peter Jackson y, una vez
más, todo sea hobbit, como lo es ahora, pero muchísimo más
todavía.
La
cabaña del juego perdido
Wizards,
de Ralph Bashki, quien luego animaría a Tolkien.
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Por J.
R. R. Tolkien
Ahora bien,
sucedió en cierto tiempo que un viajero de países lejanos,
un hombre de gran curiosidad, fue llevado, por el deseo de tierras extrañas,
y de caminos y moradas de pueblos inusitados, en un barco hacia el oeste,
tan hacia el oeste, que llegó hasta la Isla Solitaria, Tol Eressëa
en la lengua de las hadas, pero que los Gnomos llamaban Dor Faidwen, la
Tierra de la Liberación, y de ahí nació una gran
historia.
Ahora bien, un día, después, de mucho viajar, llegó
cuando las luces de la tarde se encendían en no pocas ventanas,
al pie de una colina en una vasta llanura boscosa. Se encontraba ahora
en el centro de esta gran isla, y durante muchos días había
recorrido los caminos de la isla, parando cada noche en la casa de la
gente que el azar decidiera, fuera en un villorrio o un pueblo de pro,
a la hora de la tarde en que las velas se encienden. Ahora bien, a esa
hora el deseo de ver cosas nuevas disminuye, aun para quien tiene corazón
de explorador; y entonces, aun un hijo de Eärendel como este viajero
piensa sobre todo en la cena y el descanso y contar cuentos antes de que
llegue la hora de irse a la cama y dormir.
Ahora bien, mientras estaba al pie de la pequeña colina se levantó
una brisa leve, y luego una bandada de grajos voló por encima de
él a la clara luz uniforme. Hacía algún tiempo que
el sol se había hundido más allá de las ramas de
los olmos que se extendían por la llanura hasta donde la vista
podía alcanzar, y hacía algún tiempo que el oro tardío
se había desvanecido entre las hojas, deslizándose por los
claros umbrosos para dormir bajo las raíces y soñar hasta
el alba.
Ahora bien, estos grajos dieron la voz de bienvenida a casa y con un rápido
giro volvieron a posarse en la copa de algún olmo alto en la cima
de la colina. Entonces pensó Eriol (porque así lo llamó
después la gente de la isla, y el nombre significa El que
sueña solo, pero cuáles fueron sus anteriores nombres
no se cuenta en ningún sitio): La hora del descanso está
cerca, y aunque no sé ni siquiera el nombre de este pueblo aparentemente
honesto en la cumbre de la pequeña colina, buscaré reposo
y alojamiento y no seguiré adelante hasta la mañana, ni
siquiera entonces seguiré adelante quizá, porque el lugar
parece apacible y el sabor de la brisa es bueno. Para mí tiene
el aspecto de guardar muchos secretos de antaño y cosas maravillosas
y hermosas entre sus tesoros y lugares nobles y también en los
corazones de los que viven dentro de los muros.
Ahora bien, Eriol venía desde el sur y por delante de él
se extendía un camino recto bordeado por un alto muro de piedra
gris sobre el que había muchas flores, y grandes tejos oscuros
en algunos sitios. A través de ellos, mientras subía por
el camino, vio brillar las primeras estrellas, como lo cantó después
en un canto que le dedicó a esa bella ciudad.
Ahora bien, se encontraba en la cima de la colina entre las casas y dando
un paso quizá casual inició el descenso por un sendero serpenteante,
hasta que habiendo bajado un poco por la ladera occidental de la colina,
una minúscula vivienda atrajo su mirada; las cortinas de la ventana
dejaban filtrar una luz cálida y deliciosa, como de corazones contentos.
Entonces tuvo nostalgia de amable compañía, y el deseo del
viaje murió en él... e impulsado por un gran anhelo se acercó
a la puerta de la cabaña, y llamó y le preguntó a
alguien que acudió y abrió, cuál podría ser
el nombre de esta casa y quién vivía en ella. Y le dijeron
que era Mar Vanwa y Tyaliéva, o la Cabaña del Juego Perdido,
y el nombre le causó gran asombro. Vivían allí, le
dijeron, Lindo y Vairë que la habían construido hacía
muchos años, y con ellos estaban no pocos de su gente y sus amigos
y sus hijos. Y eso le causó más asombro todavía al
ver el tamaño de la casa, pero el que le había abierto,
leyendo lo que Eriol pensaba, le dijo: Pequeña es la vivienda,
pero más pequeños aún son los que moran aquí...
porque el que entre en ella ha de ser en verdad pequeño, o por
propia buena voluntad volverse pequeño al pisar el umbral.
Dijo entonces Eriol que su más caro deseo era entrar en la casa
y solicitar de Vairë y Lindo una noche de cálido hospedaje,
si les parecía bien, pues él tenía voluntad de volverse
lo bastante pequeño allí en la puerta. Dijo entonces el
otro: Entra y Eriol avanzó y, ¡vaya!, tuvo la
impresión de que era una casa amplia y de muy abundante deleite,
y el señor de ella, Lindo, y su esposa, Vairë, se adelantaron
a saludarlo; y él sintió en el corazón una complacencia
que nunca había conocido, aunque al desembarcar en la Isla Solitaria
mucha había sido su alegría.
Y cuando Vairë hubo pronunciado las palabras de bienvenida y Lindo
le hubo preguntado cómo se llamaba y de dónde venía
y adónde iba y él dijo que se llamaba el Forastero y que
venía de las Grandes Tierras, y que iba a donde el deseo de viajar
lo llevase, la comida de la noche fue servida en la vasta sala y a ella
fue invitado Eriol. Ahora bien, en esta sala, a pesar de que era el tiempo
del estío, habían sido encendidas tres grandes fogatas:
una en el extremo lejano del recinto y una a cada lado de la mesa, y a
excepción de la luz de estas fogatas, todo estaba en cálida
penumbra cuando Eriol entró. Pero en ese momento acudió
mucha gente portando velas de distintos tamaños y formas, en candelabros
de variado diseño; muchos eran de madera tallada y otros de metal
batido, y fueron puestos al azar sobre la mesa central y sobre las de
los lados.
En ese momento sonó un gong a la distancia con dulce clamor, y
siguió un ruido como de muchas risas mezcladas con un gran estrépito
de pisadas. Entonces le dijo Vairë a Eriol al verle la cara llena
de feliz asombro: -Esa es la voz de Tombo, el Gong de los Niños,
que se encuentra junto a la Sala del Juego Recuperado, y suena una vez
para convocarlos a esta sala a la hora de comer y de beber, y tres veces
para convocarlos a la Habitación del Leño Encendido a la
hora de contar cuentos. Y añadió Lindo. Si al
sonar una vez hay risas en los corredores y estrépito de pisadas,
las paredes se sacuden de alegría cuando suena tres veces a la
tarde. Y el sonido de los tres golpes es el momento más feliz del
día para Corazoncito el Custodio del Gong, como lo declara él
mismo, que tanta felicidad ha conocido en tiempos de antaño; y
es tan anciano que sus años son incalculables, a pesar de la alegría
que lleva en el alma. Navegó en Wingilot con Eärendel durante
este último viaje en el que buscaron a Kôr. Fue el sonido
de este Gong en los Mares Sombríos el que despertó al Durmiente
en la Torre de Perlas que se alza allá lejos al oeste en las Islas
del Crepúsculo.
Tanto subyugaron a Eriol estas palabras, pues le pareció que le
abrían un nuevo mundo muy bello, que nada más oyó
hasta que Vairë lo invitó a sentarse. Levantó entonces
la cabeza y ¡he aquí que la sala y todos sus bancos y sillas
se habían llenado de niños de toda especie y tamaño,
y salpicados entre ellos había gentes de todo aspecto y edad! En
una cosa se parecían todos: en la cara de cada cual había
una expresión de gran felicidad iluminada por la alegre expectativa
de nuevas alegrías y deleites por venir. La suave luz de las velas
también daba sobre todos ellos; resplandecía sobre trenzas
brillantes y relumbraba sobre cabellos oscuros, o aquí y allí
ponía un pálido fuego sobre mechones que habían encanecido.
Mientras Eriol estaba mirándolos, todos se pusieron de pie y entonaron
en coro el canto del Servicio de las Carnes. Luego fue traída la
comida y puesta delante de ellos, y entonces los que traían las
fuentes y los que servían y los que tendían la mesa, y el
anfitrión y la anfitriona, los niños y el convidado se sentaron;
pero antes Lindo bendijo la comida y a los comensales. Mientras comían,
Eriol entró en conversación con Lindo y con su esposa, contándoles
historias de sus aventuras de otro tiempo, especialmente aquellas con
que se había topado en el viaje que lo había traído
a la Isla Solitaria, y preguntándoles a su vez muchas cosas referentes
a la bella tierra y (sobre todo) a la bella ciudad en la que se encontraba
ahora.
Lindo le dijo: Entérate que hoy, o más probablemente
ayer, has cruzado las fronteras de la región que se llamó
Alalminórë o la Tierra de los Olmos, que los Gnomos
llaman Gar Lossion o el Lugar de las Flores. Ahora bien, esta
región se considera el centro de la isla y es su más bella
región; pero por encima de todas las ciudades y pueblos de Alalminórë
está Koromas o, como algunos la llaman, Kortirion, y ésta
es la ciudad en la que ahora te encuentras. Tanto porque está en
el corazón de la isla como por la altura de su poderosa torre,
los que hablan de ella con amor la llaman la Ciudadela de la Isla o aun
del Mundo. No sólo por este gran amor; toda la isla acude aquí
en busca de sabiduría y dirección, de cantos y de la ciencia
de la tierra; y aquí en un gran korin de olmos vive Meril-i-Turinqi.
(Ahora bien, un korin es un muro circular, ya sea de piedra, de espinos
o aun de árboles, que rodea un prado verde.) Meril lleva la sangre
de Inwë, al que los Gnomos llaman Inwithiel, el que fue Rey de todos
los Eldar cuando habitaban Kôr. En días anteriores a que
se escuchara el lamento del mundo, Inwë los condujo a las tierras
de los Hombres; pero esas magnas y tristes cosas y cómo los Elfos
llegaron a esta isla bella y solitaria, quizá te las cuente en
otra ocasión.
Pero al cabo de muchos días, Ingil, hijo de Inwë, viendo
que este lugar era muy hermoso, descansó aquí y reunió
alrededor a la mayoría de los más sabios y los más
hermosos, de los más alegres y los más bondadosos de todos
los Eldar. Aquí entre esos muchos llegaron mi padre Valwë,
que fue con Noldorin al encuentro de los Gnomos, y el padre de Vairë,
mi esposa, Tulkastor. Era del linaje de Aulë, pero había vivido
largo tiempo con los Flautistas de la Costa, los Solosimpi, de modo que
fue de los primeros en llegar a la isla.
Luego Ingil construyó la gran torre y llamó a la ciudad
Koromas o el Reposo de los Exiliados de Kôr, pero por
causa de esa torre se la conoce ahora sobre todo como Kortirion.
Ahora bien, por ese tiempo la comida llegaba a su fin; entonces Lindo
llenó su copa, y después de él Vairë y todos
los que estaban en la sala, pero a Eriol le dijo: Esto que ponemos
en nuestras copas es limpë, la bebida de los Eldar, de los jóvenes
y los viejos por igual, y bebiéndola nuestros corazones se mantienen
jóvenes y las bocas se nos llenan de cantos, pero esta bebida yo
no puedo darla: sólo Turinqi puede darla a aquellos que no siendo
de la raza de los Eldar, después de haberla bebido se quedan a
vivir para siempre con los Eldar de la Isla hasta que llegue la hora de
partir en busca de las familias perdidas. Luego llenó la
copa de Eriol, pero la llenó con el vino dorado de los antiguos
toneles de los Gnomos; y luego se puso de pie y brindó por
la Partida y el Reencendido del Sol Mágico. Luego sonó
el Gong de los Niños tres veces, y un alegre estrépito se
elevó en la sala, y algunos abrieron grandes puertas de roble de
par en par en un extremo, aquel en que no había hogar. Entonces
muchos cogieron las velas que estaban colocadas en pies de madera y las
sostuvieron en alto mientras otros reían y charlaban, pero todos
abrieron un sendero en medio del gentío por el que avanzaron Lindo
y Vairë y Eriol, y cuando éstos cruzaron las puertas, la multitud
los siguió.
Eriol vio entonces que se encontraban en un corto y amplio corredor, y
la parte superior de los muros estaba cubierta de tapices; y esos tapices
ilustraban historias que él no conocía en ese tiempo. Sobre
los tapices parecía haber pinturas, pero no podía verlas
a causa de las sombras, pues los portadores de velas venían detrás,
y delante de él la única luz procedía de una puerta
abierta por la que se filtraba un resplandor rojo, como de una gran hoguera.
Ese dijo Vairë es el Hogar de los Cuentos que arde
en la Sala de los Leños; arde allí durante todo el año,
porque es un fuego mágico que ayuda al hombre a contar cuentos...
pero allí vamos ahora y Eriol dijo que eso le parecía
mejor que ninguna otra cosa.
Entonces todos entraron riendo y conversando en el cuarto de donde venía
el resplandor rojo. Era un precioso cuarto como podía apreciarse
aun a la luz de las llamas que bailaban sobre las paredes y el techo bajo,
mientras que en los escondrijos y rincones había sombras profundas.
Alrededor del gran hogar había muchas alfombras y cojines blandos;
y un poco a un lado había un sillón profundo con brazos
y patas tallados. Y era de una tal naturaleza, que Eriol sintió
entonces y en todas las otras ocasiones que entró en el cuarto
a la hora de contar cuentos, que cualquiera que fuera el número
de gentes que allí hubiera, el cuarto daba la impresión
de ser bastante espacioso, no demasiado grande, pero nunca atestado.
Entonces todos se sentaron donde quisieron, viejos y jóvenes, pero
Lindo se sentó en el sillón y Vairë sobre un cojín
a sus pies, y Eriol, regocijado junto al rojo resplandor aunque era verano,
se tendió cerca del hogar.
Dijo entonces Lindo: ¿De qué tratarán los cuentos
esta noche? ¿De las Grandes Tierras y de las moradas de los Hombres;
de los Valar y Valinor; del Oeste y sus misterios, del Este y su gloria,
del Sur y sus descampados nunca recorridos, del Norte y su poder y su
fuerza, o de esta isla y su gente; o de los antiguos días de Kôr
donde vivió otrora nuestro pueblo? Porque esta noche tenemos con
nosotros a un huésped, un hombre de vastos y excelentes viajes,
un hijo de Eärendel, según creo. ¿Tratarán de
viajes, de exploraciones navieras, de los vientos y el mar?
Pero a esta pregunta algunos respondieron una cosa y otros otra, hasta
que Eriol dijo: Os lo ruego, si los demás están de
acuerdo, por esta vez contadme acerca de esta isla, y de toda esta isla,
y sobre todo acerca de esta buena casa y sus bellos moradores, doncellas
y muchachos, porque de todas las casas ésta me parece la más
encantadora y de todos los habitantes, éstos los más dulces
que haya contemplado.
Dijo Vairë entonces: Sabe, pues, que antiguamente, en los días
de Inwë (y es difícil remontarse más atrás en
la historia de los Elfos), había un lugar de bellos jardines en
Valinor junto a un mar de plata. Ahora bien, este lugar estaba cerca de
los confines del reino, pero no lejos de Kôr, aunque por causa de
la distancia a que se encontraba de Lindelos, el árbol del sol,
había allí una luz como la del atardecer del verano, salvo
sólo cuando se encendían en la colina al crepúsculo
las lámparas de plata, y entonces unas lucecillas blancas bailaban
y se estremecían en los senderos persiguiendo motas oscuras bajo
los árboles. Este era un momento de alegría para los niños,
porque sobre todo a esta hora un nuevo camarada descendía por la
senda llamada Olórë Mallë o la Senda de los Sueños.
Se me dijo, aunque la verdad no la conozco, que la senda llegaba por rutas
desviadas hasta las moradas de los Hombres, pero nunca nos aventurábamos
por esas rutas cuando nosotros íbamos allí. Era una senda
de márgenes profundos y setos colgantes, más allá
de los cuales se erguían muchos árboles altos, donde parecía
habitar un susurro perpetuo; pero no rara vez enormes luciérnagas
revoloteaban por los bordes herbosos.
Ahora bien, en este lugar de jardines un alto portón enrejado
que brillaba dorado en el crepúsculo daba a la senda de los sueños,
y desde allí partían muchos caminos serpenteantes formados
por altos setos de boj hasta el más bello de todos los jardines,
y en medio de ese jardín se levantaba una cabaña blanca.
De qué estaba hecha o cuándo se habría construido
nadie lo sabía ni lo sabe ahora, pero se me dijo que brillaba con
una luz pálida, como de perlas, y que el techo era de paja, pero
que esas pajas eran de oro.
Ahora bien, a un costado de la cabaña había un matorral
de lilas blancas, y en el otro extremo un poderoso tejo con cuyos vástagos
los niños construían arcos o por cuyas ramas trepaban al
techo. Pero todo pájaro que alguna vez cantó, acudía
a las lilas y cantaba dulcemente. Ahora bien, las paredes de la cabaña
se inclinaban por la edad, y los múltiples ventanucos eran de un
enrejado retorcido en las formas más extrañas. Nadie, se
decía, vivía en la cabaña, que estaba sin embargo
guardada en secreto y con celo por los Elfos, para que ningún daño
le ocurriera, y los niños que jugaban allí libremente no
sabían que hubiera alguna guardia. Esta era la Cabaña de
los Niños o del Juego del Sueño, y no del Juego Perdido,
como se cantó erróneamente entre los Hombres... porque ningún
juego se había perdido entonces, y aquí y ahora ¡ay!
está la Cabaña del Juego Perdido.
Estos también eran los primeros niños: los niños
de los padres de los padres de los Hombres que aquí vinieron; y
por lástima los Elfos intentaron guiar a todos los que venían
por esa senda hasta la cabaña y el jardín, temiendo que
los extraviados llegaran a Kôr y se enamoraran de la gloria de Valinor;
porque entonces se quedarían allí para siempre y los padres
se hundirían en un profundo dolor o errarían siempre en
vano convirtiéndose en desarraigados y salvajes entre los hijos
de los Hombres. Más aún, a algunos que llegaban al borde
de los acantilados de Eldamar y allí se demoraban deslumbrados
por las bellas caracolas y los peces de múltiples colores, los
estanques azules y la espuma de plata, los conducían a la cabaña
seduciéndolos gentilmente con el perfume de las flores. Sin embargo,
aun así había algunos que oían en aquella playa las
dulces flautas de los Solosimpi a lo lejos, y que no jugaban con los otros
niños, sino que asomados a las ventanas más altas miraban
esforzándose por tener atisbos del mar y las costas mágicas
más allá de las sombras de los árboles.
Ahora bien, en su mayoría, los niños no entraban con
frecuencia en la casa, sino que bailaban y jugaban en el jardín,
recogiendo flores y persiguiendo a las abejas doradas y a las mariposas
de alas de encaje puestas allí por los Elfos para su alegría.
Y muchos niños se hicieron allí camaradas, que después
se encontraron y se amaron en las tierras de los Hombres, pero de tales
cosas quizá los Hombres sepan más de lo que yo pueda decirte.
Había allí sin embargo, como te he dicho, quienes oían
las flautas de los Solosimpi a lo lejos, otros que, alejándose
del jardín una vez más, llegaban a escuchar el canto de
los Telelli en la colina, y aun algunos que, después de llegar
a Kôr, regresaban a su casa, con la mente y el corazón maravillados.
De los neblinosos recuerdos de estos niños, de sus narraciones
inconclusas y de sus fragmentos de canción nacieron muchas leyendas
extrañas que deleitaron a los Hombres por largo tiempo y quizá
los deleitan todavía, porque de ellos surgieron los poetas de las
Grandes Tierras.
Ahora bien, cuando las hadas abandonaron Kôr, esa senda fue
bloqueada para siempre con grandes rocas infranqueables, de modo que la
cabaña permanece vacía y el jardín desnudo hasta
el día de hoy, y así permanecerá hasta mucho después
de la Partida, cuando, si todo va bien, los caminos desde Arvalin hasta
Valinor estarán atestados por los hijos y las hijas de los Hombres.
Pero al ver que ningún niño iba ya allí en busca
de gozo y deleite, el dolor y la opacidad se difundieron entre ellos,
y los Hombres casi dejaron de creer en la belleza de los Elfos y la gloria
de los Valar o de pensar en ellas, hasta que uno llegó de las Grandes
Tierras y nos rogó dar alivio a la oscuridad.
Ahora bien, no hay camino seguro para los niños desde las
Grandes Tierras hasta aquí, pero Meril-i-Turinqi haciéndose
eco de su propia benignidad designó a Lindo, mi esposo, para trazar
algún buen plan. Pues bien, Lindo y yo, Vairë, hemos tomado
a nuestro cargo a los niños: el resto de los que encontraron a
Kôr y se quedaron con los Eldar para siempre; de modo que levantamos
con buena magia esta Cabaña del Juego Perdido; y aquí se
atesoran y se ejecutan los viejos cantos, los viejos cuentos y la música
élfica. De vez en cuando nuestros niños parten otra vez
en busca de las Grandes Tierras, y acuden junto a los niños solitarios
y les susurran al atardecer cuando van a acostarse temprano a la luz de
la noche y de las velas, o consuelan a los que lloran. Algunos, me han
dicho, escuchan las quejas de los que han sido castigados o reprendidos,
y escuchan sus cuentos y fingen ponerse de parte de ellos, y éste
me parece a mí un raro y feliz servicio.
No obstante, no todos los que enviamos fuera regresan, y esto es
una gran pesadumbre para nosotros, pues no es por menudo amor que los
Elfos se hacen cargo de los hijos venidos de Kôr, sino más
bien por consideración a los hogares de los Hombres; sin embargo,
en las Grandes Tierras, como bien lo sabes, hay hermosos lugares y adorables
regiones de gran seducción, por lo que sólo obedeciendo
a una gran necesidad arriesgamos a alguno de los niños que están
con nosotros. Sin embargo, la gran mayoría regresa y nos cuentan
muchas historias y muchas cosas tristes de sus viajes... y ahora te he
dicho casi todo cuanto hay por decir de la Cabaña del Juego Perdido.
Dijo Eriol entonces: Pues son éstas tristes noticias, aunque
no obstante, es bueno escucharlas, y me recuerda ciertas palabras que
mi padre me dijo en mi temprana infancia. Había una vieja tradición
entre los de nuestro linaje, dijo, según la cual uno de los padres
de nuestro padre habría hablado de una hermosa casa y unos jardines
mágicos, de una ciudad maravillosa, y de una música bella
y nostálgica... y estas cosas dijo que las había visto y
escuchado de niño, aunque no cómo y dónde. Ahora
bien, toda su vida fue un hombre inquieto, como si tuviera dentro de sí
un anhelo expresado a medias de cosas desconocidas; y se dice que murió
entre las rocas de una costa solitaria una noche de tormenta... y además
que la mayoría de sus hijos y los hijos de éstos también
han sido gente inquieta... y según creo, ahora sé la verdad
del asunto.
Y Vairë dijo que era probable que unos de los del linaje de Eriol
hubiera encontrado las rocas de Eldamar en aquellos días.
De
El libro de los cuentos perdidos. Se reproduce aquí por gentileza
de Ediciones Minotauro.
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