Por Luciano Monteagudo
Desde Berlín
Es difícil hablar de
La ciénaga desde el vértigo de un festival donde una
película pareciera devorarse salvajemente a la siguiente
porque todo en la notable ópera prima de Lucrecia Martel pide a
un espectador paciente con los tiempos, atento a los infinitos detalles,
dispuesto a internarse sin certezas en un momento en la vida de sus personajes.
La ciénaga es una obra ciertamente exigente, pero que compensa
esa exigencia con la serena confianza de que ese mundo que construye el
film no sólo no se desvanecerá al terminar la proyección,
sino que, por el contrario, irá creciendo en la memoria, poco a
poco, como una enredadera. Quizás esa confianza haya sido la que
llevó a los organizadores de la Berlinale a programar La ciénaga
ayer, en la apertura de la competencia, cuando todavía quedan diez
días y veintidós films en concurso.
Parecerían pocos, en principio, los elementos constitutivos de
La ciénaga, un film que transcurre en unos días en la vida
de dos familias salteñas, unidas por cierto parentesco pero también
por un par de accidentes sin conexión causal, producto apenas de
un azar maligno. Hay dos mujeres al frente de esas familias: una es Mecha
(Graciela Borges, en su mejor trabajo desde El dependiente, de Favio),
siempre un poco ausente, machada, pasada de alcohol, recluida
cada vez más en su dormitorio de la finca La Mandrágora.
Yo sé cómo termina esto, vos no vas a salir más
del cuarto, como la abuela, le grita una de sus hijas adolescentes,
como para despertarla de ese sueño cada vez más profundo.
La otra madre es Tali (Mercedes Morán, también excelente),
prima de Mecha, pero con los pies más puestos sobre la tierra,
siempre preocupada por la casa, por los útiles de los chicos, por
Mecha incluso, a quien tenía un poco olvidada.
Y entre las dos está un ejército de chicos y adolescentes,
dispuestos a salir de caza por el cerro, a pescar bagres en el dique,
a zambullirse en la pileta de La Mandrágora a pesar de su agua
turbia, densa como una ciénaga. Y está la hora de la siesta,
la hora en que se cuentan historias de perros salvajes y ratas africanas,
la hora en que el tiempo parece eterno, mientras afuera el cielo se oscurece
de manera ominosa y la lluvia no alcanza a atenuar un calor agobiante.
No veo a la naturaleza como algo alegre, bucólico, sino más
bien hostil, atemorizante. No hay nada pintoresco en los paisajes de la
película, aclaró precisamente Lucrecia Martel en la
conferencia de prensa que siguió a la proyección. Y ante
la insistencia de alguna definición sintética de La ciénaga,
de ésas que sirven para redondear en una frase la crónica
de una película, la directora contestó con severidad, pero
con franqueza: Si pudiera condensar todo en unas pocas palabras,
sería un buen motivo para no haberla hecho.
Es que justamente La ciénaga es un film que a pesar de su
rigor, de su despojamiento formal, o quizás precisamente por ello
se resiste a la simplificación, a la síntesis, un film que
no pretende develar ninguna verdad oculta ni transmitir un mensaje. Lo
que hay, en cambio, en La ciénaga es una tensión permanente,
quizás por los cortes, las heridas, las cicatrices que sin querer,
sin darse cuenta, se van provocando los personajes. O por la extraña
polifonía que producen sus diálogos superpuestos, con toda
esa gente hablando al mismo tiempo, o callando de pronto, cuando solamente
se escucha el crujido de una puerta o el chocar de unos hielos en un vaso
vacío de vino. O por la inquietante circulación del deseo
que hay en La Mandrágora, donde todos se enciman unos sobre otros
arriba de las camas y se intercambian la ropa, los afectos, los olores.
No pretendo hacer ninguna abstracción sobre la realidad argentina,
trabajé simplemente sobre gente que conozco, señaló
con modestia Martel cuando la prensa alemana quiso sacarle alguna afirmación
de nacionalidad. Es cierto, su film se resiste también a los enunciados,
a las declamaciones, pero no por ello deja de hacer evidentes ciertos
rasgos deconducta social, que tienen que ver con el anquilosamiento de
la clase media de provincia, con su particular uso del lenguaje, con el
racismo larvado o manifiesto con que se dirige hacia esos indios,
hacia esas chinas carnavaleras como se refiere Mecha a quienes
se ocupan pacientemente de levantarla del piso cada vez que se cae, sin
que su marido, por más que esté a su lado, siquiera se entere.
Habrá que ver, dentro de diez días, que piensa de todo esto
el heterogéneo jurado de la Berlinale entre quienes se cuenta
el director argentino Héctor Babenco, pero mientras tanto
basta con celebrar la existencia de una película como La ciénaga.
Un menú sin
vacas locas
Para celebrar la participación de La ciénaga en
la competencia del Festival de Berlín de la cual Argentina
estaba ausente desde hace trece años la embajada en
Alemania, la División de Asuntos Culturales de la Cancillería
y el Instituto Nacional de Cine y Artes Visuales sumaron sus esfuerzos
para organizar ayer una cena en el Hotel Hyatt. La clave de su convocatoria,
sin embargo, fue más allá del film: allí se
sirvió Argentina beef, enviado por la Secretaría
de Agricultura y Ganadería, como una forma de promover la
bondad de las carnes argentinas en el preciso momento en que Europa
está viviendo la crisis más álgida por el mal
de la vaca loca.
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DULCES
& PELIGROSAS, DE FRANCINE MCDOWELL
El secreto de las porristas
Por Martín
Pérez
Una de las sensaciones cinematográficas
del año pasado fue, sin lugar a dudas, Mina Suvari con minifalda
y pompones. Y si no que les pregunten a los votantes de la Academia de
Hollywood que eligieron como mejor película a Belleza americana,
el film en el que la bella porrista Suvari volvía loco al hombre
común interpretado por Kevin Spacey, que no podía dejar
de verla desnuda y sumergida en una bañera llena de pétalos
de rosa. Viendo la foto que ilustra el afiche del film, algún desprevenido
podría imaginar que éste no es más que otra de aquellas
visiones del personaje de Sam Mendes, pero hecha realidad: sus protagonistas
son cinco proto Suvari una es ella en persona, sólo que morocha
para la ocasión, vestiditas con sus correspondientes minifaldas.
Sin embargo, lejos de ser fruto de un sueño húmedo masculino,
Dulces & peligrosas es una sutil y cínica tomada de pelo al
modo de vida estadounidense, efectuada desde el bando femenino. Lejos
de ser una comedieta picaresca y secundaria sobre porristas de faldas
cada vez más cortas, el film de la directora Francine McDowell
trata sobre embarazos prematuros y robos de banco. Y las protagonistas
de semejantes devaneos son, efectivamente, las cinco porristas dulces
y peligrosas del título.
Divertida y delirante, aunque a veces demasiado dependiente de sus abundantes
(y repetitivos) guiños, Dulces & peligrosas cuenta la historia
de Jack y Diane, la pareja perfecta de la secundaria Lincoln. El es la
estrella del equipo de fútbol americano y ella, la porrista perfecta.
Ella es rubia y feliz, a él nada le borra su sonrisa. Sin embargo,
de su primer beso ambos pasan casi sin escalas al embarazo y luego
de ser repudiados por sus padres deciden vivir su vida. Una vida
que consta de estudios secundarios y trabajos mal pagos, algo que comienza
a destruir el mundo rosa de ambos. La única que parece darse cuenta
de la realidad es Diane, que inspirada por las películas
decide que para tener una vida como Norteamérica manda, la solución
es robar un banco. Eso es lo que hacen todo el tiempo en las películas,
les intenta explicar a sus compañeras, que la acompañarán
en la empresa.
Además de ver películas como Fuego contra fuego, Tarde de
perros o Perros de la calle, las chicas deciden como los criminales
siempre terminan mal en el celuloide ir a las fuentes, y recurren
a la madre de una de ellas (interpretada por una desgreñada Sean
Young, candidata para el mejor cameo del año), encerrada de por
vida por asesinar a su marido, que la engañaba en la maternidad
con una enfermera. Así son los personajes masculinos en la fábula
de McDowell: egocéntricos y demasiado sencillos. Y así son
ellas: delirantes, obsesivas y emprendedoras. Tal vez demasiado. Y allí
radica la gracia de esta fábula adolescente, que es una película
mala, pero por decisión propia. Y en la que las barbies pueden
ser encantadoras y estar en la luna, y al mismo tiempo robar un banco.
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