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“LA CIENAGA”, DE LUCRECIA MARTEL, UNA
NOTABLE REPRESENTANTE DEL CINE ARGENTINO
La vida en un estado de siesta permanente

Despojado e inclasificable, el film de Martel se apoya en las descollantes actuaciones de Graciela Borges y Mercedes Morán, para internarse en un retrato coral del interior profundo. A pesar de ello, �La ciénaga� evita puntualmente cualquier tipo de �resumen� de la identidad nacional.

�La ciénaga� se centra en Tali (Morán) y Mecha (Borges), dos madres en el paisaje salteño.

Por Luciano Monteagudo
Desde Berlín

Es difícil hablar de La ciénaga desde el vértigo de un festival –donde una película pareciera devorarse salvajemente a la siguiente– porque todo en la notable ópera prima de Lucrecia Martel pide a un espectador paciente con los tiempos, atento a los infinitos detalles, dispuesto a internarse sin certezas en un momento en la vida de sus personajes. La ciénaga es una obra ciertamente exigente, pero que compensa esa exigencia con la serena confianza de que ese mundo que construye el film no sólo no se desvanecerá al terminar la proyección, sino que, por el contrario, irá creciendo en la memoria, poco a poco, como una enredadera. Quizás esa confianza haya sido la que llevó a los organizadores de la Berlinale a programar La ciénaga ayer, en la apertura de la competencia, cuando todavía quedan diez días y veintidós films en concurso.
Parecerían pocos, en principio, los elementos constitutivos de La ciénaga, un film que transcurre en unos días en la vida de dos familias salteñas, unidas por cierto parentesco pero también por un par de accidentes sin conexión causal, producto apenas de un azar maligno. Hay dos mujeres al frente de esas familias: una es Mecha (Graciela Borges, en su mejor trabajo desde El dependiente, de Favio), siempre un poco ausente, “machada”, pasada de alcohol, recluida cada vez más en su dormitorio de la finca La Mandrágora. “Yo sé cómo termina esto, vos no vas a salir más del cuarto, como la abuela”, le grita una de sus hijas adolescentes, como para despertarla de ese sueño cada vez más profundo. La otra madre es Tali (Mercedes Morán, también excelente), prima de Mecha, pero con los pies más puestos sobre la tierra, siempre preocupada por la casa, por los útiles de los chicos, por Mecha incluso, a quien tenía un poco olvidada.
Y entre las dos está un ejército de chicos y adolescentes, dispuestos a salir de caza por el cerro, a pescar bagres en el dique, a zambullirse en la pileta de La Mandrágora a pesar de su agua turbia, densa como una ciénaga. Y está la hora de la siesta, la hora en que se cuentan historias de perros salvajes y ratas africanas, la hora en que el tiempo parece eterno, mientras afuera el cielo se oscurece de manera ominosa y la lluvia no alcanza a atenuar un calor agobiante. “No veo a la naturaleza como algo alegre, bucólico, sino más bien hostil, atemorizante. No hay nada pintoresco en los paisajes de la película”, aclaró precisamente Lucrecia Martel en la conferencia de prensa que siguió a la proyección. Y ante la insistencia de alguna definición sintética de La ciénaga, de ésas que sirven para redondear en una frase la crónica de una película, la directora contestó con severidad, pero con franqueza: “Si pudiera condensar todo en unas pocas palabras, sería un buen motivo para no haberla hecho”.
Es que justamente La ciénaga es un film que –a pesar de su rigor, de su despojamiento formal, o quizás precisamente por ello– se resiste a la simplificación, a la síntesis, un film que no pretende develar ninguna verdad oculta ni transmitir un mensaje. Lo que hay, en cambio, en La ciénaga es una tensión permanente, quizás por los cortes, las heridas, las cicatrices que sin querer, sin darse cuenta, se van provocando los personajes. O por la extraña polifonía que producen sus diálogos superpuestos, con toda esa gente hablando al mismo tiempo, o callando de pronto, cuando solamente se escucha el crujido de una puerta o el chocar de unos hielos en un vaso vacío de vino. O por la inquietante circulación del deseo que hay en La Mandrágora, donde todos se enciman unos sobre otros arriba de las camas y se intercambian la ropa, los afectos, los olores.
“No pretendo hacer ninguna abstracción sobre la realidad argentina, trabajé simplemente sobre gente que conozco”, señaló con modestia Martel cuando la prensa alemana quiso sacarle alguna afirmación de nacionalidad. Es cierto, su film se resiste también a los enunciados, a las declamaciones, pero no por ello deja de hacer evidentes ciertos rasgos deconducta social, que tienen que ver con el anquilosamiento de la clase media de provincia, con su particular uso del lenguaje, con el racismo larvado o manifiesto con que se dirige hacia esos “indios”, hacia esas “chinas carnavaleras” como se refiere Mecha a quienes se ocupan pacientemente de levantarla del piso cada vez que se cae, sin que su marido, por más que esté a su lado, siquiera se entere. Habrá que ver, dentro de diez días, que piensa de todo esto el heterogéneo jurado de la Berlinale –entre quienes se cuenta el director argentino Héctor Babenco–, pero mientras tanto basta con celebrar la existencia de una película como La ciénaga.

 

Un menú sin vacas locas

Para celebrar la participación de La ciénaga en la competencia del Festival de Berlín –de la cual Argentina estaba ausente desde hace trece años– la embajada en Alemania, la División de Asuntos Culturales de la Cancillería y el Instituto Nacional de Cine y Artes Visuales sumaron sus esfuerzos para organizar ayer una cena en el Hotel Hyatt. La clave de su convocatoria, sin embargo, fue más allá del film: allí se sirvió “Argentina beef”, enviado por la Secretaría de Agricultura y Ganadería, como una forma de promover la bondad de las carnes argentinas en el preciso momento en que Europa está viviendo la crisis más álgida por el mal de la “vaca loca”.

 

“DULCES & PELIGROSAS”, DE FRANCINE MCDOWELL
El secreto de las porristas

Por Martín Pérez

Una de las sensaciones cinematográficas del año pasado fue, sin lugar a dudas, Mina Suvari con minifalda y pompones. Y si no que les pregunten a los votantes de la Academia de Hollywood que eligieron como mejor película a Belleza americana, el film en el que la bella porrista Suvari volvía loco al hombre común interpretado por Kevin Spacey, que no podía dejar de verla desnuda y sumergida en una bañera llena de pétalos de rosa. Viendo la foto que ilustra el afiche del film, algún desprevenido podría imaginar que éste no es más que otra de aquellas visiones del personaje de Sam Mendes, pero hecha realidad: sus protagonistas son cinco proto Suvari –una es ella en persona, sólo que morocha para la ocasión–, vestiditas con sus correspondientes minifaldas.
Sin embargo, lejos de ser fruto de un sueño húmedo masculino, Dulces & peligrosas es una sutil y cínica tomada de pelo al modo de vida estadounidense, efectuada desde el bando femenino. Lejos de ser una comedieta picaresca y secundaria sobre porristas de faldas cada vez más cortas, el film de la directora Francine McDowell trata sobre embarazos prematuros y robos de banco. Y las protagonistas de semejantes devaneos son, efectivamente, las cinco porristas dulces y peligrosas del título.
Divertida y delirante, aunque a veces demasiado dependiente de sus abundantes (y repetitivos) guiños, Dulces & peligrosas cuenta la historia de Jack y Diane, la pareja perfecta de la secundaria Lincoln. El es la estrella del equipo de fútbol americano y ella, la porrista perfecta. Ella es rubia y feliz, a él nada le borra su sonrisa. Sin embargo, de su primer beso ambos pasan casi sin escalas al embarazo y –luego de ser repudiados por sus padres– deciden vivir su vida. Una vida que consta de estudios secundarios y trabajos mal pagos, algo que comienza a destruir el mundo rosa de ambos. La única que parece darse cuenta de la realidad es Diane, que –inspirada por las películas– decide que para tener una vida como Norteamérica manda, la solución es robar un banco. “Eso es lo que hacen todo el tiempo en las películas”, les intenta explicar a sus compañeras, que la acompañarán en la empresa.
Además de ver películas como Fuego contra fuego, Tarde de perros o Perros de la calle, las chicas deciden –como los criminales siempre terminan mal en el celuloide– ir a las fuentes, y recurren a la madre de una de ellas (interpretada por una desgreñada Sean Young, candidata para el mejor cameo del año), encerrada de por vida por asesinar a su marido, que la engañaba en la maternidad con una enfermera. Así son los personajes masculinos en la fábula de McDowell: egocéntricos y demasiado sencillos. Y así son ellas: delirantes, obsesivas y emprendedoras. Tal vez demasiado. Y allí radica la gracia de esta fábula adolescente, que es una película mala, pero por decisión propia. Y en la que las barbies pueden ser encantadoras y estar en la luna, y al mismo tiempo robar un banco.

 

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