Sharon,
el sitiador sitiado
Por Manuel Vázquez
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Israel es uno de los pozos
sin fondo de la razón contemporánea y es que los sueños
de la razón pueden engendrar monstruos. La victoria de Ariel Sharon
confirma otra vez la hegemonía del Likud y la de un peligroso político
militar que casi se adapta a la silueta del ángel exterminador.
Hasta ahora, Sharon no ha hecho otra cosa que predicar el expansionismo
israelí, practicarlo y mantenerlo costase lo que costase, incluso
machacando campamentos de refugiados palestinos en el Líbano, acción
que lo hizo famoso como uno de los carniceros más singulares de
la segunda mitad del siglo. El último estallido de violencia que
rompió la pauta pacificadora de Clinton lo provocó Sharon
con su presencia desafiante en la plaza de las mezquitas y ahí
está a la disposición del consumo mediático un político
mesiánico, de los convencidos de que los pueblos escogidos por
los dioses más ciertos tienen todo el derecho a crear y defender
su espacio vital. Curioso: el expansionismo primero prusiano y luego hitleriano,
se basaba en el mismo principio.
Las grandes potencias imperiales encabezadas por Inglaterra fueron diseñando
el Estado de Israel a partir de la descomposición del Imperio Turco
en la Primera Guerra Mundial, mediante la fundacional Declaración
Balfour y luego, tras la segunda contienda, Israel se convirtió
en Estado pasando por encima de los cadáveres y los derechos históricos
y vivenciales de los pueblos árabes habitantes de la zona. También
pasaron por encima del cadáver del alto comisario de la ONU, el
conde Bernardotte, víctima del terrorismo israelí, impune
e imparable y servido por activistas que con el tiempo serían estadistas
e incluso uno de ellos recibió el Premio Nobel de la Paz. Tierras
y propiedades de los palestinos fueron expropiadas y el primitivismo de
las estructuras políticas, sociales, institucionales y militares
de los pueblos árabes propició el expansionismo judío,
respaldado por una importante tolerancia universal cargada de mala conciencia
por los padecimientos causados a los israelíes en su larga diáspora
y por la barbarie final del Holocausto nazi. Sartre, en un memorable trabajo
sobre la cuestión judía, marcaba la pauta de la inteligencia
progresista europea que aun reconociendo la brutalidad de la irrupción
del Estado de Israel, y la miseria a la que quedaban condenados los palestinos,
no podía evitar cierta sensación ética de justicia
histórica ante la reconstrucción del imaginario de lo que
pudo ser el Israel del subconsciente cristiano.
Más de cincuenta años de existencia del Estado de Israel
lo confirman como un hecho consumado y sus razzias expansionistas han
creado problemas obviados durante la Guerra Fría. La crueldad ejercida
por los israelíes contra la población árabe, hasta
el punto de haber legitimado el derecho a la tortura como una razón
de supervivencia, ha sido uno de los espectáculos más difíciles
de digerir por la buena conciencia occidental, capaz de combatir la crueldad
de Milosevic y no la del poder político militar israelí
aplicado a matanzas disuasorias de la capacidad de resistencia de los
palestinos. La histeria de un Estado a la vez sitiador y sitiado, dominado
por una relativa mayoría social opuesta a hacer concesiones o devoluciones
fundamentales a los palestinos, se confirma con la victoria de Sharon,
acogida con alivio por algunos dirigentes palestinos que prefieren la
claridad de ideas exterminadoras de Sharon que el quiero y no puedo pacifista
de los laboristas.
El sector maximalista de la resistencia palestina escoge el enfrentamiento
directo que pueda acentuar las contradicciones en el seno de los israelíes,
el sitiador sitiado. También creen los maximalistas que la recomposición
de la estrategia del nuevo orden internacional podría propiciar
un frente de países árabes contra el Estado de Israel, aunque
hasta ahora cada confrontación ha reportado a los israelíes
victorias y expansiones más o menos contundentes. El sector palestino
posibilista, representado ahora por Arafat, tiene los mismos problemas
que los laboristas israelíes: el quiero y no puedo pactista. Sharon
ha predicado durante su fulminante campaña electoral que él
es una garantía para la paz, como si guiñara el mismo ojo
que De Gaulle guiñó a los rebeldes argelinos. De momento
su nombre sólo evoca la paz de los cementerios.
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