Remembranza
Hay aniversarios que son simbólicos, como los que conmemoran
las parejas (bodas de plata, de oro y de otros metales preciosos),
ciertas edades de las personas o, en la historia, los fines de siglo,
de milenio o de época. Dentro de dos semanas, el sábado
24, el país cumplirá veinticinco años desde
el golpe de Estado de 1976, el último del siglo XX y el más
cruel de los que se consumaron a partir de 1930 porque aplicó,
con premeditación y alevosía, el terrorismo de Estado.
Es una ocasión emblemática, pero a diferencia de otras
citas del calendario, anotadas en el mero protocolo de la historia,
esta conmemoración implica definiciones y consecuencias de
absoluta actualidad.
No es la posibilidad de un golpe de Estado militar lo que le otorga
vigencia, puesto que las fuerzas armadas y de seguridad jamás,
en diecisiete años de democracia, recuperaron la capacidad
de antaño para imponerse sobre la voluntad civil. Por el
contrario, perdura su descrédito público debido, entre
otras razones, al pacto de silencio que se impusieron sus miembros
sobre los crímenes cometidos por la última dictadura.
Más aún: algunos porque fueron coprotagonistas y otros,
los más jóvenes, porque no quieren reconocerse en
el pasado sombrío, impiden cualquier acto de reparación
efectiva a través de la verdad y la justicia. Mientras toleren
o respalden la connivencia con el mutismo cobarde de los represores,
que ahora imploran compasión humanitaria, sus propias instituciones
estarán en cuestión. ¿De qué pueden
servir a la Patria sin honor ni respeto, sin coraje para afrontar
las consecuencias de sus actos? Son esas actitudes, sumadas a las
inflexiones exculpatorias de los gobiernos de Raúl Alfonsín
(punto final y obediencia debida) y de Carlos Menem (indulto), las
que han conseguido mantener abiertas por un cuarto de siglo las
desgarrantes heridas ocasionadas en los años de plomo. No
sólo eso: la impunidad que cubrió crímenes
horrorosos en lugar del castigo que impone la igualdad ante la ley
vició los fundamentos mismos del Estado de derecho, corrompió
la cultura social, desmesuró la arrogancia de los poderosos
y la sospecha reemplazó al respeto mutuo en la convivencia
pluralista. También degradó a las fuerzas de seguridad
hasta el punto de borrar la línea que separa a policías
y delincuentes. No en vano, cada vez que un crimen sacude a un vecindario,
la suspicacia pública se dirige casi siempre y ante todo
hacia los que tienen la misión de proteger y servir. Lo que
es peor: casi siempre acierta. La lista probatoria es larga, pero
alcanza con repasar lo que ocurrió esta semana en algunas
playas bonaerenses.
Aunque víctimas y verdugos ocupan en el recuerdo los sitios
diferentes y referenciales que les reservó la historia, la
oportunidad del 25º aniversario excede los límites de
la dolida ternura en la remembranza de los ausentes o de la torpe
sensación de revancha. Es momento para la reflexión
y el compromiso, en el que la sociedad entera debería preguntarse
qué país quiere, cómo y con quién podrá
construirlo y en beneficio de cuántos. No es una mera formalidad
en estos días, porque la democracia y la justicia social
andan por caminos separados. Si la opción forzada para millones
de argentinos es entre la libertad o el hambre, si la ley y el orden
están sometidas al doble estándar a causa de la impunidad,
pierde calidad la democracia que amaneció en 1983 y será
presa fácil para cualquier aventura o vivirá subyugada
por grupos mafiosos.
Nadie debería permanecer indiferente cuando se trata del
destino colectivo, y menos que ninguno los que ocupan sitios dirigentes
en los gobiernos nacional, provinciales y municipales, en las legislaturas,
en los partidos políticos y en tantas otras instituciones,
muchas de las cuales se han ganado el reproche y la repulsa de la
población, por lo general a causa de actos de corrupción
impune o de indiferencia depravada ante las penurias de tantos compatriotas.
Por estas vías el silenciocómplice, la corrupción,
la impunidad se prolongan métodos y criterios que hicieron
posible la tragedia un cuarto de siglo atrás. El país
sería diferente si en aquellos aciagos días la sociedad
hubiera defendido su derecho a elegir con libertad, cuando faltaban
pocos meses para las elecciones. No es la moraleja de un cuento,
sino una advertencia para los que hoy creen que el desamparo y la
injusticia podrán resolverse con la mano dura
de algún enviado del destino.
El gobierno nacional debería dar el ejemplo de ese compromiso
con la libertad. Sobre la mesa de trabajo presidencial ya están
terminados el libro blanco de la represión y
el informe actualizado de la CONADEP, que ofrece pruebas sobre diez
mil casos, dos mil más que en el original. Puede ser que
algunos funcionarios crean que postergar la difusión contribuye
a distender la relación con las fuerzas armadas, tensas por
las restricciones presupuestarias, pero es una condescendencia indebida.
Pertenece, además, a un pensamiento que tiene más
de veinticinco años de antigüedad, de cuando la verdad
y la justicia eran materia negociable a cambio de una presunta estabilidad
institucional que nunca se logró en el siglo pasado. Tal
vez los bloques mayoritarios en el Congreso nacional, apenas reanuden
las sesiones ordinarias en la primera semana de marzo, quieran dar
un mensaje diferente y aprueben el proyecto de diputados del Frepaso
que declara a este 2001 el año de la memoria
y ordena la recordación en los establecimientos públicos,
incluidos cuarteles y bases militares.
Y así es, guardar memoria es un deber, como es una conducta
natural cuando se trata de seres queridos. Han sido el deber y el
amor combinados los que permitieron a las Abuelas de Plaza de Mayo
devolver la identidad a setenta nietos nacidos en cautiverio, el
más reciente, pero no el último con seguridad, fue
identificado en público hace un par de días, después
de una búsqueda de veintidós años. Con idéntico
impulso las Madres de la Plaza rescataron la dignidad nacional cuando
los cobardes de hoy eran árbitros implacables de la vida
y la muerte. Miles de personas, notorias o anónimas, hicieron
caso al deber moral y al compromiso cívico de defender los
derechos humanos, hasta que esa empecinada tarea voluntaria ganó
el corazón de millones, traspasó fronteras y desplegó
dimensiones nuevas en la cultura universal. Hasta los gobiernos
más poderosos comenzaron a reivindicarlos, más de
una vez por hipocresía y oportunismo, estimulados por la
adhesión popular a esas banderas. En el trayecto, la defensa
de las víctimas del despotismo y la reivindicación
libertaria fueron ocupando otras zonas esenciales de la condición
humana, al punto de convertirse en una prueba de calidad de gobiernos
y regímenes.
Por supuesto, las relaciones internacionales también fueron
penetradas por la causa de los derechos humanos. Los debates acerca
de la territorialidad judicial, como parte de una revisión
general de la definición contemporánea del alcance
de las soberanías nacionales, o la iniciativa de formar un
tribunal penal internacional, son apenas dos muestras de nuevos
criterios derivados de la misma causa. Aprovechando la volada, un
grupo de gobiernos liderados por Estados Unidos quieren lograr la
unanimidad internacional para condenar a Cuba, acusándola
de violar derechos humanos. Para Washington, es obvio, el argumento
forma parte de la batería de medidas destinadas a aislar
a la isla para que las privaciones y el temor provoquen la caída
del socialismo castrista. El propósito no es nuevo y ya fue
ensayado con el deleznable bloqueo económico, condenado incluso
por algunos aliados en la crítica por los derechos humanos,
como hizo el actual gobierno de la Alianza en el voto emitido en
abril del año pasado en la reunión anual del comité
especial de las Naciones Unidas.
De pronto, sin preliminares, el propio Fidel Castro primero y luego
su embajador en Buenos Aires se despacharon con una crítica
descomedida a loque suponen será el voto condenatorio del
delegado argentino en abril próximo. Ni siquiera cuando el
menemismo, en nombre de las relaciones carnales con
la Casa Blanca hacía campaña anticubana, hubo reacciones
en La Habana con términos similares a los que se emplearon
en esta ocasión. ¿Qué pasó para provocar
tanta furia? A primera vista, los analistas de la diplomacia subrayan
algunos datos relevantes. La posición del flamante presidente
George W. Bush, en este tópico como en otros, está
ubicada en la extrema derecha, por lo que es previsible que empeoren
las relaciones bilaterales con Cuba y dé marcha atrás
con algunos tramos de diálogo que habían comenzado
con la administración de Bill Clinton. Si este fuera el caso,
sería lógico suponer que Estados Unidos aplicará
todo el peso de su influencia en América latina para conseguir
el mayor número de adhesiones a la condena. Hasta aquí
el razonamiento sigue el sentido común, pero esa generalidad
es insuficiente para explicar el encono con la presunta decisión
argentina.
En la región, de los cuatro países grandes
Brasil sostiene la abstención, Venezuela respalda a Cuba,
México es una incógnita después de la derrota
del PRI a manos del candidato de un partido católico de extrema
derecha, si bien atenuado por la presencia del canciller Jorge Castañeda,
cuyo pensamiento se acerca más a la Alianza argentina y a
los demócratas estadounidenses. Esa misma cercanía
podría ser influida por la eventual decisión de Buenos
Aires, aunque México tiene una larga tradición de
respaldo a la autodeterminación de pueblos y países.
La diplomacia o la inteligencia de Cuba habrían detectado
cierto grado de compromiso del canciller Adalberto Rodríguez
Giavarini en su reciente visita a Washington, tal vez por convicción
personal y, a la vez, como un tributo a las relaciones con la Casa
Blanca, habida cuenta de su peso en decisiones como la que otorgó
el blindaje financiero.
Esta información habría frustrado a Castro tanto como
a muchos votantes de la Alianza, que creyeron en un quiebre del
rumbo menemista, en especial porque sabía que los jefes de
los partidos coaligados, Alfonsín y Alvarez, son proclives
a la abstención para no ser o parecer un simple instrumento
de la diplomacia o de los intereses de Estados Unidos. Esa tendencia
de ambos dirigentes, hay que decirlo, refleja mejor el sentimiento
popular predominante, tal cual lo confirman algunos sondeos rápidos
de la opinión general conocidos en las últimas horas.
Hasta hoy, el prudente silencio de Fernando de la Rúa ha
sido la actitud más adecuada para la coyuntura. Una definición
más precisa sobre el voto argentino también es otro
motivo para hacer del vigesimoquinto aniversario de aquel fatídico
día de 1976 una buena oportunidad para reafirmar que la defensa
de los derechos humanos es patrimonio de la voluntad popular, por
encima de dogmatismos ideológicos, de tácticas circunstanciales
o de operativos neocoloniales.
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