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OPINION
Por Mario Wainfeld

Del desparpajo a la hipocresía

Supongamos –es un ejemplo sencillo de imaginar– que los gobernantes, democráticos, de un país débil y subalterno, se crean en el penoso pero ineludible deber de resignar parte de su soberanía, su autodeterminación e incluso de su dignidad. Que los signos de los tiempos, las relaciones de fuerzas u otras variables –según su interpretación– les impongan las relaciones carnales, vividas desde el ángulo de quienes se bajan los pantalones. Supongamos que la tradición de los partidos mayoritarios de esas comarcas contuviera dosis no desdeñables de autodeterminación y aun antiimperialismo. ¿Cómo deben transmitir esa –dolorosa– situación a sus compañeros, a sus correligionarios, a los ciudadanos en general? ¿Con desparpajo, exagerando la sumisión, sobreactuando? ¿O con dobleces, negando lo ostensible, disfrazando la dependencia? ¿Qué es peor, entre dos males, la sinceridad impúdica o la hipocresía?
La sinceridad impúdica tiene –si se quiere– una virtud democrática: pone bien de resalto lo que ocurre, facilita el debate, polariza. Al mismo tiempo, afrenta, da vergüenza.
La hipocresía escamotea, confunde, pero a la vez contiene entre pliegues el reconocimiento del mal que se está haciendo. La hipocresía, escribió alguien, es un homenaje del vicio a la virtud. Revela culpa, exterioriza una moral, a la par que dual, compleja.
Hablando acerca de los sucesivos cancilleres Guido Di Tella y Adalberto Rodríguez Giavarini, estamos hablando del actual modo de hacer política del peronismo y de la UCR. Podríamos estar hablando de la obediencia debida y el punto final vs. el indulto. Pero, hoy y aquí, nos estamos refiriendo a las relaciones con Cuba.

Se acabó la diversión

El año pasado el Presidente y el canciller decidieron proseguir, sin hacer olas, la ruidosa política menemista respecto de Cuba. En silencio, en la clandestinidad, sin informarlo al gabinete, al presidente de la UCR, al Frepaso, votaron contra el país gobernado por Fidel Castro en la ONU.
Un gesto que los separó de los países grandes de la región: Brasil, México, Venezuela. Entonces Federico Storani, Raúl Alfonsín, Aníbal Ibarra cuestionaron la decisión urdida a escondidas, sin debate público, de modo vergonzante. Y se suponía que este año el voto se discutiría con suficiente antelación y difusión. Pero, como rezaba la vieja canción, llegó el Comandante y mandó parar.
Queda claro que Castro fue brutal, que transgredió los códigos clásicos de la diplomacia e incurrió en una fuerte provocación. Y es imposible pensar que lo hizo por error, distracción o por irse de boca. Quienes conocen el paño destacan que la diplomacia cubana, con su líder a la cabeza, es –hija de la necesidad– profesional y avezada. El propio Alfonsín presenció en vivo y en directo un anuncio de lo que vendría después. Fue hace un par de semanas, en Chile, en un autohomenaje del Partido Socialista del presidente Ricardo Lagos. En ese marco y tras discursos laudatorios de Lagos y de Alfonsín, habló el embajador cubano en Chile. Leyó un discurso en el que cuestionaba como “serviles y arrastrados” a los latinoamericanos que dieran la espalda a su país. Era un mensaje fortísimo, por el modo y la ocasión, dirigido al gobierno socialista chileno, pero también una advertencia a otros votantes.
No es simple saber si es acertada la táctica cubana de endurecer el discurso respecto de eventuales aliados. Pero es dable destacar que ello ocurre en un trance de endurecimiento de la política mundial, en un milenio que comienza con dos señales densas: las elecciones que ungieron a George Bush y a Ariel Sharon.
Y un dato más, que no se gestó en el hemisferio norte. La diatriba de Castro contra el gobierno argentino tronó después de que llegara a sus manos un cable de la Agencia Noticias Argentinas en que se informaba que nuestro país reiteraría el voto del año anterior. Ese cable jamás fue desmentido por el gobierno argentino y –según el ex canciller Raúl Alconada Sempé– fue originado por uno de sus voceros. En suma, que un sector oficialista puso su granito de arena para la reacción de Castro, posiblemente para abortar una discusión interna, democrática, que el canciller gambeteó con soltura el año pasado.
Sin embargo, no todo será felicidad para Rodríguez Giavarini. La irrupción del tema propició que muchas voces dentro del oficialismo propugnaran recuperar cierta dignidad nacional. Con un añadido que tal vez no importe mucho al canciller pero sí llame la atención a muchos de sus colegas de gestión obsesionados por las encuestas. La reacción callejera frente al entredicho– que pulsaron bien los programas matutinos de radio– incluyó muchos más elogios a Castro –y más que a él a su diagnóstico sobre la Argentina– que al gobierno de la Alianza.
La calle no está sola. Han proliferado las voces aliancistas planteando la necesidad de una abstención en el voto sobre Cuba. Un modo de reconciliar a la Alianza con la tradición de los partidos populares en la Argentina, de la que se ne fregó el menemismo. No les será fácil. Deberán pulsear con los criterios del canciller, ex alumno del Colegio Militar, ligado a los sectores más conservadores de la Iglesia, hombre del establishment económico. Ese funcionario propugna hoy la continuidad del ditellismo sin otros cambios que el reemplazo del desparpajo por el doble discurso y el de la sonrisa por el rictus ascético.

Vientos de fronda en Comodoro Py

El Gobierno no necesita ir al Caribe para toparse con vientos de tormenta. También tiene menudos conflictos más cerca: sin ir más lejos en Retiro, en Comodoro Py. La descomedida reacción oficialista frente a la apelación de los fiscales Freiler y Delgado en la causa de las coimas senatoriales determinó el alineamiento de todos los fiscales federales con sus colegas. El atisbo de un conflicto de poderes que debería tener como componedor al hermano del Presidente, a la sazón ministro de Justicia.
Los gobernantes acusan a los magistrados de “politizar la justicia”. Estos a los gobernantes de “judicializar la política”. Como sucede en las rencillas familiares, todos son más atinados para reprochar que para autocriticarse. La tensión mutua provocó esta semana otro episodio. El jefe de la SIDE, Carlos Becerra, se negó a contestar una pregunta del juez Jorge Urso, alegando la existencia de un secreto de Estado del que sólo podía dispensarlo Fernando de la Rúa. El magistrado en un par de oportunidades amenazó al señor Cinco con detenerlo si persistía en su reticencia. Tras algunos dimes y diretes, Becerra lo instó a hacerlo y desatar un conflicto de poderes. A la hora de la verdad, prevaleció la sensatez, lo que derivará en una citación al propio Presidente.
No es el único vecino de Villa Rosa con compromisos con la administración de justicia. Fernando de Santibañes deberá ir a declarar el 20 ante el juez Carlos Liporaci, pocas horas después de que se conozca el dictamen acusatorio por enriquecimiento ilícito contra el susodicho magistrado.
A su destreza para cambiar de banquillo y a su envidiable capacidad de ahorro, Liporaci aduna ciertas dotes de inventor. Sus decisiones en el expediente del Senado aluden a una alquimia: el cohecho donde sólo hay sobornadores y no sobornados.
Creación exótica, similar a la acuñada por Adolfo Bagnasco –colega de Liporaci y, según muchos, su referente en la interna de Tribunales– en la causa IBM Banco Nación. Bagnasco describe una asociación ilícita de la que la empresa que supuestamente pagó el soborno queda –milagrosamente– afuera. Los únicos miembros de la presunta banda son, acá, los presuntos sobornados.

Mesas de arena

Si la inventiva de los jueces constela alto, la de los operadores políticos no le va en zaga. Las mesas de arena pululan acá y allá imaginando escenarios, pidiendo encuestas, poniendo y sacando candidatos.
La Alianza tiene un curioso dilema: no se sabe si cuenta con sus dos candidatos mejor ranqueados según los sondeos. Carlos Alvarez asegura que no se presentará, mientras Elisa Carrió duda si irá tras el logo de la Alianza. Radicales de buena cepa, como Raúl Alfonsín, Enrique Nosiglia y Federico Storani, creen que Lilita no saltará el charco e irá por una banca de senadora, tal vez en el Chaco natal, tal vez en la Capital, encabezando lista si Chacho no se postula. Algún operador alambicado imagina un plan B: “Si Chacho al final acepta, Lilita puede ir por afuera, remedando la jugada de Jorge Yoma en La Rioja. Si sale segunda, tenemos tres senadores por Capital. Y quién le dice, por ahí le gana a Chacho. O por lo menos, le diluye la victoria”, se relame la fuente.
Soñar no cuesta nada e imaginar internas por doquier tampoco. Pero hay un dato que ningún armador deja de lado. Tanto Carrió como Alvarez tienen un discurso crítico respecto de buena parte de la gestión de Gobierno. Y es difícil imaginar cómo se puede nacionalizar una campaña con candidatos que parecen opositores.
Por ahora Carrió y Alvarez salieron a exigir de su coalición mayor firmeza a la hora de investigar el lavado de dinero. Las dos muertes violentas de Cariló pusieron en la palestra una de las llagas del sistema económico. El Gobierno llevaba meses sin reglamentar la ley respectiva, lo que no deriva de algún laberinto burocrático sino de la gigantesca capacidad de lobby de los poderes financieros. Ahora saldrá a hacerlo, tarde y tras el siniestro, como hacen los bomberos y no los estadistas. De cualquier modo, más vale tarde que nunca y más vale algo que nada. Sería útil que se corriera siquiera parte del velo acerca de la relación entre el delito organizado, la patria coimera, el lavado de dinero y el poder político.
Relaciones que –aunque a veces se olvide, se ignore o se omita– tienen dos partes. La corrupción es un vicio de los gobernantes, pero es también una característica saliente, acaso estructural, del capitalismo realmente existente en estas pampas.


 

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