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LOS QUE RASTREAN MONEDAS Y ANILLOS PERDIDOS EN LA PLAYA
En busca del oro perdido

Son los buscadores de oro del siglo XXI. Hombres nocturnos que barren con un detector de metales las arenas de Mar del Plata en busca de lo que pierde la gente en la playa. Hay otros que esperan que, tras una tormenta, el mar devuelva riquezas escondidas. Historias de los �garimpeiros� playeros.
�Las playas humildes son las que más dan �dice Mario Vargas�. La gente es más confiada.�

Por Alejandra Dandan
Desde Mar del Plata

Raúl surgió de la nada, al menos nadie había observado su aproximación. La playa estaba vacía, sólo un puñado de habitantes nocturnos seguían los vaivenes del mar desde la orilla. Allí, a contraluz, apareció su silueta. Pero no iba solo. En las manos llevaba un extrañísimo bastón suspendido, con el que parecía auscultar latidos encerrados en la arena. Su bastón es un detector de minas, contó. Pero no hay mecanismos explosivos que desarticular aquí: el bip agudo de su máquina captura la presencia del oro sepultado por la arena. Raúl Tenaglia es un buscador de oro, uno de esos diez o doce que en estas playas lo hacen también, con palas y cucharas. Ellos son los que esperan los días de tormenta, cuando el mar saca aquello que alguna vez ha arrancado. Todo quita el mar, dicen, y todo devuelve. Sólo hay que esperar y descifrar ese lenguaje del agua para conocer el lugar exacto donde cavar. Raúl contó parte de esta historia –más tarde completada por otros– esa noche, de paso frente al mar. “No tienen más que levantar la vista y mirar para encontrarme”, propuso en la despedida.
Tenaglia no apareció al día siguiente, pero su búsqueda empezó a revelar otros cuerpos, cada vez más espesos y presentes. Es una especie de fiebre del oro, aunque con algunas diferencias de la que comenzó en California a mediados del 1800. O de la de los garimpeiros, los buscadores de oro brasileños.

La veta

Mario Vargas apareció por allí. No llevaba consigo un detector de minas, ni ha reunido los 2800 pesos que le costó aquel aparato a Tenaglia. Es uno de los viejos buscadores de oro de Mar del Plata, al menos así lo demuestra cuando habla del 27 de octubre de 1980, el día que salió del trabajo y caminó hasta el mar. Era un día de tormenta y uno de sus amigos le hablaría de un secreto. Lo llevó hasta la orilla, le prestó una pala y sólo le dijo que debía excavar.
El tajo tendría unos doscientos metros de largo. Primero debía quitar la conchilla fina, después la gruesa, y continuar. “Usted va hasta abajo y busca la veta –le dijeron–: la tierra negra, ésa es la capa que sirve.” Allí estancado en el barro, encontró una alianza, y también la viborita que no soltó más:
–Era una cadena de oro –cuenta–, el oro sale tan intacto, es una cosa que si hay sol lo encandila.
Poco tiempo demoró en reemplazar la pala prestada por una propia, con la que comenzó a descifrar el sonido seco y terminante que va anunciando la presencia de oro bajo la arena. La cuchara, una vez detectado el ruido, se encarga del desentierro de piedras que, tal vez, pasaron años hundidas en el mar. En una de esas búsquedas, el mar soltó 34 gramos de oro, en una única pieza. Al Negro Quintana, dice el viejo, le dieron 1500 pesos en Buenos Aires por ese reloj tan gordo, con todos los mecanismos de oro, hasta los motores. El aparto funcionaba. “No sé los años que hacía que estaba en el mar –piensa el viejo–, pero al oro, el mar no le hace daño, ni lo pica, puede estar veinte años, cinco o diez, que lo devuelve intacto.”
–El mar es el que tiene todo –había dicho Tenaglia aquella noche–: él las saca, y cuando vienen los temporales más fuertes, en una de ésas te las da.

Un millón en la arena

Hace años se esperan aquí alguno de los tesoros milenarios. Las historias, repetidas como leyendas, alertan después de cada temporal a los buscadores, que corren hacia la playa. Una hora después de que comienza elviento, saben que deben estar clavados ante el mar. Y ahí no hay inviernos ni veranos, hay equipos de piloto de lluvia y botas para poder sacarle al agua las cosas que más le cuesta soltar. “Guantes, no, porque se pierde el tacto –aclara Vargas–, pero el equipo sí, porque hace mucho frío y ¿sabe cómo quedan los oídos y la vista?”.
Todo queda dando vueltas, sobre todo, cuando a la playa llega “la voladora”. No es parte de los buscadores, pero podría serlo. La voladora es un viento, algo así como una tormenta de arena: “Es cuando el viento lleva a la arena, la lleva, la lleva: vuelan relojes, anillos, cadenitas y monedas que usted las ve. Ahora sí –insiste Vargas–, los ojos le quedan destruidos. Pero mientras el viento vuela, ahí están las cosas”.
Entre los buscadores se dice que hay un millón de pesos que los turistas pierden cada verano en la playa.
Muchos no son devorados por el mar, sino simplemente olvidados. Por eso Tenaglia, aquel hombre del buscador de minas, pasa la mayor parte de su noche de trabajo sobre la arena. “Esto es una sábana –dice levantando la cara–: si la sacudís, llueven monedas.” Ese aparato que los franceses fabricaron para detectar explosivos en sus campos durante la Segunda Guerra Mundial –tal la genealogía del artefacto según Tenaglia– detecta oro con un sonido, cobre con otro y los torrentes de hojalatas de las latas de gaseosas, con ese tercero que, obvio, no para de sonar.
Eso está contando Tenaglia cuando le gritan.
–Ey, ¿qué está haciendo?
El hombre ni siquiera se detiene, pero los dos chicos insisten en averiguar por ese aparato. Es inútil. Tenaglia nunca les contará que busca monedas, piedras o los cintillos hallados tiempo atrás. “Ando detrás de caracoles y conchillas”, despista para hacer callar, al menos, a un buen grupo de quienes aquí funcionan de espectadores. No sea cuestión de que se conviertan en competidores.
La máquina barre la arena en zigzag en busca de los desechos. La pala de Vargas, en cambio, busca esos tesoros que un día fueron tragados por el mar. Por eso, los golpes de ola durante los baños son una trampa: cuando la ola se va, el cuerpo queda sin nada. Pero aun sin olas, el mar se las ingenia para quitar cualquier pieza superflua: primero arruga la piel y la afloja, después libera las piezas que finalmente se encargará de sepultar.
Alguna vez una dentadura con cuatro o cinco dientes de oro y platino fueron soltadas por el mar, tal vez medio disconforme con su estética. En general “las playas humildes son las que más dan –sigue Vargas–. La gente es más confiada. En cambio, donde va la gente bien, monedas sí, plata por ahí también, pero oro no dejan.” Entre todos destinos, Punta Mogotes es una de las más buscadas por sus joyas, anillos y por la gente que “se mete para un chapuzón y se engaña: pierde todo”.

 

El maná en el mar

La playa es casi como el territorio mítico del maná. El viejo Mario Vargas, con el rastreo de un mes, puede vivir varios. “¿Usted sabe qué es no tener para pagar la luz ni el gas, y venir al mar y sacar de un saque lo que necesita?” Lo puede explicar así, o también de otro modo.
Desde hace veintitrés años, Mario no se mete al mar. “No puedo”, responde cuando termina de hablar de su amigo que, confiado, un día entró y no salió más. También ese amigo, un día, fue devuelto por el agua. El mar lo devolvió, pero su cuerpo no estaba intacto. “A veces pienso eso, que cuando saco un anillo me lo da él, de en serio pienso eso, pero no lo digo a mis compañeros porque van a pensar que estoy loco. Es un derecho reservado.”
Todos los días, Mario se toma al menos media hora para acercarse solo a pispear el mar. A veces, lo hace sin motivo, en esos días donde no tiene programado trabajar. De puro observador, aprendió a descubrir, desde la orilla, ese lenguaje articulado de olas que van formando bloques sólidos hacia adentro del agua. Ahí supo que a 150 metros de la costa, los canales más profundos forman sepulturas secretas, que sólo los movimientos arremolinados más fuertes pueden aflojar. Desde esa orilla espera la llegada de aquel viento mientras camina, mira y vuelve a hablar: "Nosotros esperamos esas cosas que dicen que tienen que llegar".

 

La arena marplatense, convertida
en el paraíso para los rebusques

Algunos ofrecen cavar el pozo para la sombrilla por un peso. Otros se ofrecen para tomar la presión. Más allá del clásico pochoclero, la playa es una sucesión perpetua de buscavidas.

Los artesanos, clásicos entre
los buscavidas que recorren las playas de Mar del Plata.

Por A.D.
Desde Mar del Plata

Podría hablarse de sonido estéreo. El tránsito de los buscavidas por la arena deja casi en silencio, ahogado, al improductivo ruido del mar. Las voces de los clásicos vendedores de churros se golpean ahora en el aire con voceadores de exóticos servicios. Hay guardavidas polifuncionales capaces de cavar en la arena, por un peso, el pozo para la sombrilla; hay quienes por el mismo precio guardan bicicletas y bolsos, entregan agua caliente o, por qué no, hacen trenzas jamaiquinas y peruanas. Hay quienes caminan con tensiómetros entre los cuerpos arrojados en la arena o ex combatientes en muletas metiendo sus credenciales hasta en las carpas más coquetas. La crisis ha conseguido hacer caer una vez más los gastos per cápita de los turistas, pero no les quita entusiasmo a los que desde siempre han encontrado en el rebusque el modo de sobrevida.
Lo sabía. Nunca debió haber dejado sus vacaciones en Brasil. Aída Aymar llegó a la playa sin sombrillas. Camino hacia la orilla halló una de oferta y se tentó. El vendedor tenía un batallón de sombrillas importadas arrumbadas que ofrecía a diez pesos, sin devolución. Acostumbrada a las liquidaciones, Aída no dudó y se la llevó. La nueva sombrilla no resultaba muy pesada, eso le pareció mejor: podía hacer varios metros de más para quitarse de encima la turba arrojada en todo lugar. En eso estaba cuando se cruzó con Virginia Bataglia, que reprendía violentamente a su amiga, María de los Angeles Medina porque. “Te dije que estas sombrillas eran truchas”, se quejaba. Antes de entrar en pánico, la mujer se acercó. Ahí nomás descubrió que se trataba de otra pieza de aquellas sombras de liquidación. “Qué va a pasar –le explicaron impacientes las mujeres, maestras ellas–: acabamos de comprarla y el vendedor no probó ésta sino otra y ahora no la podemos cambiar.”
Pocos metros más adelante, halló un lugar inmejorable para instalarse. Inmejorable, en términos de la Bristol, se entiende. Allí mismo apoyó las mantas y la sombrilla antes de rozar descalza, tímidamente, las nuevas conchillas depositadas para extender los sectores de arena del centro. Por un minuto pensó en lo bien que les haría a sus pies el tránsito por estas arenas más duras, pero la calma duró muy poco: la arena resultaba demasiado firme para instalar finalmente su sombrilla nueva. Después de forzarla, pudo mantenerla en pie durante un rato. Lo que demoró en llegar el primer viento. Y hacerla caer.
En poco tiempo, la mujer fue sorprendida por algunos muchachitos que, bien dispuestos, corrieron a ofrecerle ayuda. El gesto la reconcilió con el lugar. Pero le duró poco. “Me di cuenta –dice– que ahora hasta los guardavidas te cobran un peso para ponerte la sombrilla y, encima después pasan vendiéndote una rifa. ¿Esta es una playa popular, o qué?”.
Es tan popular que Aída se topará en un rato con Pablo Godoy, egresado reciente de la Escuela de Enfermería dispuesto a trabajar durante toda la temporada en prácticas, cuyas rentas asumirán los turistas: cobra un peso cincuenta el control de presión y lo vocea como experto cocacolero. Eso hace cuando, de golpe, una mujer de bikini negra lo detiene para pedirle el carnet. Mary Cruces, enfermera de profesión, hasta hace un momento estaba perdida entre los montones de cuerpos arrojados en la arena. Aceptado como válido el carnet de Pablo –tal vez la enterneció su cara de sudor–, le cuenta que ella y todas las amigas son socorristas del hospital de Mar del Plata. Pablo ni lo piensa:
–¿Ustedes no pueden conseguirme un trabajito?
Justo por ahí pasa el choclero, promocionando a los gritos sus “calentitos y sabrosos los choclos, a un pesito el choclo, con sal y mayonesa los choclos”. Aída pone en duda ante el público que la oye la decisión de haber dejado Brasil, mientras pregunta cómo es posible, coneste sol, promocionar choclos calientes. No lo dice, pero a lo mejor prefiere las “sabrosas y fresquitas ensaladas de frutas” que pasan por ahí, mientras sobre el rugido del mar suena en estéreo un carrito del señor que grita, como loco, que ha llegado otro pochoclero, como si nadie supiera que ahí está. En algo así debe pensar el “pirulines, a un peso los dos pirulines” que grita casi tapado por el “palito, bombón helado, Frigor helado”, que lo persigue atrás.
Entre todos los buscavidas que trabajan la playa, las hermanas Almada han conseguido, al menos, un lugar especial. Desde adentro de un puesto, a unos metros del agua, reciben por un peso carteras, bolsos y bicicletas para cuidar. Luciana, una de las dos hermanas, señala a lo lejos otro local: el de su papá. Fue él, explica, el precursor de esa idea como también de otra que acaba de patentar: “Es una especie de aerosol -explica entusiasmadísima–: se usa para cuando te quieren robar el auto y el primer lugar donde lo van a lanzar va a hacer en Mar del Plata.”
Bueno es decirlo: de todos, Giorgina Garrido es la que aquí tiene mayor competencia. Jessica le está preguntando cuánto le cobra por una trenza hawaiana mientras alrededor, alguien pide demasiados detalles sobre las variantes peruanas y jamaiquinas ofrecidas en un cartel. Mientras responde, Giorgina oye a su potencial clienta preguntarle a una amiga por los lugares de música dance. “Acá, acá –responde la mujer– andate para la otra playa porque bailes hacen siempre ahí.” Jessica ni siquiera oyó la respuesta y Giorgina le pide veinticinco para trenzarle la cabeza entera.

 

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