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el Kiosco de Página/12

Carta abierta a Farinello

Por David Viñas

“Sabido es que la vizcacha constituye uno de los rasgos característicos de la zoología de las Pampas.” Charles Darwin,
Viaje del Beagle, 1837.

All boys, club barrial, en su cancha de básquet, bajo un sol tucumano, el cura Farinello, León Rozitchner y Herman Schiller, el teatrista Serrano, entre otros y yo, nos empecinábamos en juzgarlo simbólicamente al general Bussi, abyecto dictador de esa provincia humillada. Un rectángulo pavimentado de baldosas rojas, auditorio de unos quinientos vecinos y allá, en el paredón del fondo, un Aconquija pintado. Se trataba de un encuentro fervoroso y fugaz, parecido al de las solicitadas en algunos diarios o a las mesas en redondo, únicas tribunas que melancólicamente les van quedando a los del palo de cuatro y del envido cariado.
A esa encrucijada, precaria pero desafiante, apelo con motivo de tu Polo bonaerense. Y valga un Bussi obsceno por un Rico cada vez más ñato de tan loteado. Sobre todo porque aquella tarde tucumana se hizo noche, Farinello, y me convidaste a un locro suculento y unas empanadas de ésas que gotean llamadas, por precaución, de piernas abiertas. Era un mercado en los arrabales. Junio era, también. Dibujada en círculo, funcionaba una tertulia de parroquianos, un fogón como en Ranqueles, y vos hablaste, fijando varias anécdotas de “tu padrino”, otro cura –Podestá– el de Avellaneda.
Nos reímos. Uno de Tafí Viejo amagó con una guitarra, otro brindó con un vino dulzón, espeso, convincente. Brindamos. Dos parejas, gambeteando unas reses colgadas, se largaron en un baile que intercalaba mueras enérgicos y relaciones alusivas a un rancho, a pañuelos como en despedida, a cierta carreta, lunas, y a otras utilerías. Yo –de notoria estirpe folklórica– aplaudía fingiéndome, sin demasiado éxito, provinciano de esa zona.
Para remediar semejante contratiempo, te propongo una genealogía. Mucho calor aquella noche de anécdotas y locro, Farinello. Pero este linaje sugerido con otros curas –borrosos, escamoteados o a contrapelo–, se me aparece como el antepasado más legítimo de tu Polo propuesto para este año de urnas que se nos vienen: Alberti, intercalado en medio de los antiguos jacobinos del puerto, párroco de San Nicolás, al que lo pusieron al borde de la firma en la ejecución de Liniers y otros virreinales. Imagínate, te digo, el cura Alberti, dispuesto a contar desde mayo, pero que no respondía precisamente a las andaduras de Hidalgo o de Morelos. Estos eran del zócalo y entre aztecas, y por aquí la cosa venía, apenas, de contrabandistas más o menos prolijos y de confusos cabildeos. Menos mal que Castelli, dándose un envión, se convirtió en creador en quechua y en aymara. La genealogía a la que te aludo para tu Polo, Farinello, llegó a quedarse sin lengua; pero sobre esta mutilación hay cartas con comentarios desde el filo de Titicaca hasta la parroquia porteña.
Y si otro cura cabrero, Funes, protestó por las provincias, con Justo, el fraile, se dijo no que siguiéramos siendo súbditos del “bienamado”. Tranquilo, sin aspavientos, pero afirmado en su negativa. Y no era fácil alzarse frente a la Santa Alianza de entonces. Sin puntas de pie, pero tampoco sin nalgas en relaciones. Pensá, Farinello, que todavía en la patria vieja se habla corrido de tú, y también se decía cid, venid y vosotros; el clergyman ni se conocía y ni hablar de la tricota agujereada.
Ya se comenta en las esquinas y en los bares correntinos: la genealogía del Polo puede ser tan pintoresca como el cura Brochero. Corresponde diferenciar: pintoresquismo pero no sainete; ese cura puteaba tupido, no hablaba cocoliche. Y cuando sentía urgencia por encararse a los que lo galleaban desde cualquier dominio, las plegarias se le convertían en injurias apuntadas hacia arriba: hijos de la chingada siempre abundaron en la Matriz, en los casinos de artillería y, ni te cuento, en los mingitorios de tribunales. Brochero, tu saludable antepasado, Farinello, reemplazó las tonadas clericales con proféticas insolencias. Y si a lo largo de esos años proliferaban los curas Papagna (como en Pago Chico y La Polvareda), también había otras: Aneiros, te recuerdo, que se indignó cuando a los caciques pampas los remitieron enjaulados a partir piedras “en la isla mayor del estuario”. Así se decía. Denunciando, de yapa, a los almirantes que regalaban chinitas entre las señoras aseñoradas después que los bomberos las habían regado con mangueras de acaroína. Es que ese cura insumiso repetía que el catecismo ya había sido desalojado cuando un antiguo nazareno expulsó a los mercaderes.
No quiero alargar tu posible genealogía, Farinello. Aneiros, el becerro de oro y las locas vaquillonas. En los años del Régimen y de los clubmen de vulevús y chistera. Pero, breve, tu linaje, y mucho más cerca, se te balancea ahora entre Podestá y Angelelli. El folklore bruscamente se te convierte en lucidez y en tragedia con el asesinado en Catamarca y el heterodoxo del otro lado del Riachuelo.
Ahí está tu Polo, si me permitís, Farinello, tu número de oro. Pero sin abrir expectativas: falsas, quiero decir. Este país, presuntamente de los argentinos, está demasiado cerca de las arcadas por obstinarse en ese estilo. Basta de victimismos y de rezongos. Promesas electorales y tampoco, por favor; y muy lejos del género franelas que ya no se zurcen jadeando en los zaguanes, sino ceremonialmente entre las bancas y bajo las cúpulas republicanas.
Farinello, cura de Quilmes, cotidianamente arrabalero: mi amplia inepcia en teologías me inhibe de apelar a las virtudes con mayúsculas. Prefiero insinuarte una parentela sin tensura ni alegorías: el principio esperanza, ya que todavía estamos en este enero. Para exorcizar todo discurso que pretenda convencernos que los fracasos de aquí, episódicos pero repetidos, son producto de nuestra torpeza definitiva.

REP

 

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