Por Luciano Monteagudo
Mientras en Los Angeles la Academia
de Hollywood anunciaba sus candidaturas al Oscar, aquí en Berlín
con un clima inusualmente benigno, casi californiano para lo que
suele ser esta época del año la competencia del festival
se corrió ayer hacia el Extremo Oriente, como si la Berlinale hubiera
querido equilibrar fuerzas en el mapa del cine mundial. Es verdad que
Moritz De Hadeln, el director de la muestra (de la que se despide después
de 22 años al frente), se congratuló de tener en su concurso
oficial dos de los contendientes al Oscar Traffic y Chocolat,
pero la presencia asiática es abrumadora en la Berlinale.
Empezando por Japón, que tiene dos títulos en competencia,
otros tantos en el Panorama (la sección oficial fuera de concurso),
uno en el Kinderfilmfest (el festival paralelo dedicado a los niños)
y nada menos que siete en el Forum del Cine Joven, dedicado a los films
de vanguardia. Por la gran pantalla del Berlinale Palast, reservada a
la pelea por el Oso de Oro, ya pasó Chloé, de Go Riju, una
versión muy libre y melancólica de La espuma de los días,
de Boris Vian, y ayer llegó Inugami, el quinto largometraje de
Masato Harada, un director de quien en la Sala Lugones se llegó
a ver, en funciones especiales, Kamikaze Taxi (1995), un film de una fuerte
marca urbana.
Por el contrario, Inugami una expresión que nombra a un dios,
o a un demonio, terriblemente vengativo transcurre en un pueblo
remoto de la isla de Shikoku, en nuestros días. A pesar de que
hasta allí llega una ruta y algunas casas están incluso
conectadas a Internet, la tradición parece tener un peso terrible,
particularmente sobre Miki, una mujer joven y solitaria que se dedica
a la realización artesanal de papel de arroz. Un viento misterioso,
que arrasa su casa al mismo tiempo que se acerca un personaje extraño,
en apariencia ajeno a la región, anticipa las tormentas que habrán
de sacudir a ese pueblo, conmovido por pesadillas colectivas y por episodios
de posesión y de incesto.
Es interesante la manera de Inugami de enfrentar el fantástico,
porque lo hace a partir de un realismo muy estilizado, que aprovecha de
manera muy eficaz el diseño de sonido. La maldición que
se cierne sobre los personajes, a su vez, está acentuada por las
citas a La forza del destino de Verdi, ejecutada por instrumentos autóctonos
japoneses, generando un efecto muy particular. Si hubiera que cuestionarle
algo al film de Harada, se diría que es esta propensión
a producir efectos, antes que resultados. Aun así, Inugami es capaz
de invocar la larga relación del cine japonés con las historias
sobrenaturales, a la manera de la recordada Kwaidan (1964), de Masaki
Kobayashi.
También por la competencia pasaron Betelnut beauty, una historia
de amor y de muerte del taiwanés Lin Cheng-sheng, y Joint security
area, del coreano Park Chan Wook, la película más taquillera
de la historia del cine de su país, ambientada en la peligrosa
frontera entre las Coreas del norte y del sur, algo que trajo más
de un recuerdo aquí en Berlín, una ciudad que pasó
más de tres décadas dividida por el Muro. Ambas películas
comparten el deseo de llegar a todos los mercados, con un lenguaje híbrido
que quizás les garantice circulación en Oriente y también
en Occidente, pero que en todo caso les resta carácter e identidad.
En este sentido, el cine japonés que se puede ver en las otras
secciones de la Berlinale, fuera de concurso, sigue siendo un ejemplo
de lealtad a sí mismo, como sucede con Kaza-Hana, de Shinji Somai,
o Love/Juice, de Kaze Shindo, nieta del legendario Kaneto Shindo, el realizador
de Onibaba, el mito del sexo. Los dos films representan momentos generacionalmente
muy distintos del cine japonés. Mientras que la nueva película
de Somai de quien en marzo se verán en Buenos Aires sus dos
películas anteriores esotra serena reflexión sobre
las crisis familiares, en Love/Juice en cambio la joven Shindo (22 años)
se lanza de lleno a seguir bien de cerca a dos chicas de su edad, que
todavía no saben qué hacer con sus vidas. Lo que acerca
a estos dos trabajos tan diferentes es en todo caso una fidelidad al cine
mismo, antes que a cualquier especulación con la boletería.
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