Por Rodrigo
Fresán
La ciencia-ficción está llena de grandes planetas que de
un modo u otro parecen imitar ciertas obras de Shakespeare donde abundan
las intrigas, los amores prohibidos, la sed de venganza y el hambre de
gloria. Así, el Dune de Herbert, el Hyperion de Simmons, el Heliconia
de Aldiss y, por supuesto, la conjunción cósmica de cuerpos
celestes que se encuentra en las cinco novelas de la laureada escritora
feminista Doris Lessing escritas bajo el título común de
Canopus en Argos: Archivos. En este sistema canopiabo, el planeta Shikasta
ocupa el sitio equivalente a nuestra Tierra. Es decir: un sitio complicado.
Lessing empezó a escribir su vasta saga pensando que se tratará
de un volumen único teniendo como punto de partida a El Viejo Testamento
y otros textos religiosos inmemoriales: En las literaturas sagradas
de todas las razas y países hay mucho en común. Hasta se
diría que son el producto de un único entendimiento. Me
temo que cometemos un error cuando las desechamos como fósiles
exóticos de un tiempo periclitado. Tiene razón y no
es casual que todas las fuentes de las más diversas creencias apuntan,
por las dudas, la existencia de otros planetas o planos de existencia
de donde vienen Ellos y a donde nos gustaría ir a Nosotros. La
carrera espacial superado su veloz inicio ha probado, sin
embargo, convertirse en espectáculo lento. No hemos colonizado
la Luna (contrario a todos los pronósticos), Marte cada vez resulta
menos atractivo (James Cameron parece ser el único que se la pasa
hablando del Planeta Rojo que será el escenario de una próxima
miniserie) y la NASA parece más preocupada ahora en las estaciones
espaciales: el equivalente cósmico a un pisito de soltero o algo
así.
La idea original buscar inteligencias extraterrestres en mundos
habitados parece ir virando a vamos a necesitar algo vacío
y con buena luz y amplio. Aquí hay cada vez menos espacio y se
habla que los próximos años aumentarán nuestra edad
promedio a la de 120 años. Va faltar espacio: la población
mundial aumentará en 77 millones por año. La gran apuesta
a nivel inmobiliario parecer ser Europa una de las lunas de Júpiter
con condiciones latentes que, bien manipuladas, podrían permitir
imaginar, por lo menos, la idea de una Tierra II. ¡Otro planeta
perfecto para arruinar lo más rápido y eficientemente posible,
amiguitos!
Shikasta
Forbidden
Planet (1956), clásico del género inspirado por La tempestad de
William Shakespeare. El papel de Ariel es interpretado con dedicación
metálica por, uh, el popular robot Robby.
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Historia
de Shikasta, VOL. 3012,
El Siglo de la Destrucción
EXTRACTO DEL CAPITULO
SINOPTICO
Por Doris Lessing
Durante los
dos siglos anteriores, las estrechas franjas de tierra situadas en el
noroeste del principal continente de Shikasta alcanzaron una superioridad
técnica sobre el resto del globo que les permitió conquistar
materialmente o dominar por otros medios numerosas culturas y civilizaciones.
Los pueblos de esta zona se caracterizaban por una peculiar insensibilidad
a los méritos de las demás culturas, una insensibilidad
sin precedentes en la historia anterior, y producto de una desafortunada
conjunción de circunstancias. 1) Los pueblos que habitaban en esos
territorios acababan de emerger de la barbarie. 2) Aunque las clases altas
vivían en la opulencia, jamás habían sentido la menor
responsabilidad por la suerte de las clases inferiores; de modo que, si
bien la región era un conjunto infinitamente más rica que
casi todo el resto del globo, abundaban en ella los contrastes entre extremos
de riqueza y pobreza. Señalemos la excepción de un breve
período entre las Fases II y III de la Guerra del siglo XX. (Véase
vol. 3009, Economía de la Abundancia.) 3) La religión local
era materialista. Esto se atribuía también a una desafortunada
conjunción de circunstancias: una era de naturaleza geográfica;
otra el hecho de que a lo largo de casi toda su historia la religión
había sido un instrumento de las clases acomodadas; y una tercera,
que se hubieran alejado, aun más que otras religiones, de las enseñanzas
de su fundador. (Véanse vols. 998 y 2041, Las Religiones, Instrumentos
de las Castas Dominantes.) Por estas causas, entre otras, poco o nada
hacían los creyentes por mitigar la crueldad, la ignorancia y la
estupidez de los habitantes de la región. Por el contrario, a menudo
eran ellos los más culpables. Así, durante por lo menos
dos siglos, un rasgo destacado de la escena shikastiana fue el hecho de
que una casta arrogante y ególatra, una minoría dentro de
la minoritaria raza blanca, dominase casi todo el planeta, y mandase sobre
una multitud de razas, culturas y religiones diversas, superiores por
lo general a las de los opresores. Esa minoría blanca de las franjas
del noroeste no era menos aficionada a los saqueos y el pillaje que la
mayoría de los conquistadores de la historia, pero tenía
como ninguno la capacidad de convencerse de que lo que hacían era
por el bien de los países conquistados: y de esto el
principal responsable era la mencionada religión.
La Primera Guerra Mundial para emplear la terminología shikastiana
(o sea la Primera Fase Aguda de la guerra del siglo XX) comenzó
como un conflicto entre los pueblos del noroeste por el reparto del botín
colonial. Se caracterizó por una ferocidad sin precedentes aun
entre los bárbaros más atrasados. Y asimismo por la estupidez:
a nosotros, espectadores, el derroche de vidas humanas y de recursos naturales
nos parecía sencillamente inverosímil, aun dentro de las
costumbres shikastianas. Y por último, por la incapacidad total
de las masas para comprender lo que estaba ocurriendo: por primera vez
se ensayó la propaganda a gran escala, utilizando métodos
de adoctrinamiento basados en las nuevas tecnologías, y dio resultado.
Lo que se decía a los infelices que iban a sacrificar en esa guerra
vidas y bienes o, en el mejor de los casos, la salud no tenía
la menor relación con la realidad de los hechos; y si bien es cierto
que toda colectividad o cultura en guerra piensa siempre que actúa
de acuerdo con sus propios intereses, jamás en la historia de Shikasta,
ni de ningún otro planeta excepto los del grupo Puttiora,
se ha utilizado el engaño en esa escala.
La guerra duró casi cinco años shikastianos. Concluyó
con una epidemia en la que hubo seis veces más muertos que en los
campos de batalla. En esta guerra se sacrificó, sobre todo en las
franjas del noroeste, a toda una generación de los mejores hombres
jóvenes. En cambio potencialmente la consecuencia más
catastrófica fortaleció la posición de las
industrias de guerra (mecánica, química y psicológica)
hasta el punto de que desde entonces hubo que reconocer que esas industrias
dominaban la economía y, por ende, los gobiernos de las naciones
beligerantes. Por encima de todo, la guerra rebajó todavía
más el nivel de una moralidad ya corrompida en lo que se llamaba
entonces el mundo civilizado, es decir, los territorios del
noroeste.
Esta guerra, o esta fase de la Guerra del siglo XX, preparó el
terreno para la próxima. En muchos sitios, exacerbados por los
sufrimientos de la guerra, estallaron revoluciones, entre otras en un
vastísimo territorio que se extendía a lo largo de miles
de miles de millas, desde la franja noroccidental hasta el mar oriental.
En ese mismo período aparece una nueva forma de juzgar a los gobiernos,
que se consideran buenos o malos, no por cómo
actúan, sino por una etiqueta, un nombre. La razón principal
fue la decadencia causada por la guerra: nadie puede pasar años
y años sometido a una propaganda falaz y mentirosa sin que se le
deterioren las facultades mentales. (Lo que ha sido corroborado por todos
nuestros enviados a Shikasta.)
La capacidad intelectual de los shikastianos, que por razones ajenas a
ellos mismos nunca había sido muy notable, degeneraba rápidamente,
mal empleada.
El período comprendido entre el fin de la primera guerra mundial
y el comienzo de la Segunda Fase conoció numerosas guerras pequeñas,
algunas sin otro objetivo que probar las armas que muy pronto serían
empleadas en la destrucción de pueblos enteros. A causa de los
sufrimientos y penalidades impuestas por los vencedores a una de las naciones
derrotadas en la primera guerra mundial, surgió una Dictadura,
como era previsible. El Continente Septentrional Aislado, conquistado
en una época todavía cercana por emigrantes de las franjas
del noroeste, y con la abominable brutalidad habitual, estaba en vías
de convertirse en una gran potencia, en tanto que las naciones de las
franjas del noroeste, debilitadas por la guerra, marchaban a la zaga.
La frenética explotación de los territorios colonizados,
en particular el Continente Meridional I, se intensificó con el
fin de reparar los daños ocasionados por la guerra. Y como consecuencia,
las poblaciones nativas, atrozmente explotadas y oprimidas, organizaron
movimientos de resistencia de toda clase.
Dos grandes dictaduras se impusieron implacablemente. Las dos predicaban
el exterminio y la opresión de todas las sectas que tuvieran opiniones,
religiones y culturas diferentes. Las dos utilizaban la tortura en gran
escala. Las dos tenían seguidores en todas partes del mundo, y
cada una de ellas veía en la otra un enemigo de ideas antagónicas,
perverso y despreciable, aunque las dos actuaban de la misma manera.
El intervalo entre el fin de la primera guerra mundial y el comienzo de
la segunda fue de veinte años.
Hemos de subrayar aquí que la mayor parte de los habitantes de
Shikasta ignoraban que vivían en una época que más
tarde sería considerada una guerra de cien años, el siglo
en que asistiríamos a una destrucción casi total del planeta.
Hacemos hincapié en este punto porque es casi imposible para individuos
sanos y cuerdos los que hemos tenido la suerte (y no hemos de olvidar
jamás que hemos tenido esa suerte) de vivir protegidos por la bienhechora
sustancia de la unanimidad en el sentir, es casi imposible, repito,
comprender las lucubraciones de los shikastianos. Mientras tecnologías
nefastas destruían las civilizaciones del mundo, de uno a otro
confín, mientras se desencadenaban guerras por doquier, y se exterminaba
deliberadamente a poblaciones enteras, para beneficio de las castas dirigentes;
mientras las riquezas de todas las naciones se destinaban casi por completo
a la guerra, a preparativos de guerra, a investigaciones sobre la guerra;
mientras la decencia y la honestidad desaparecían a ojos vista
e imperaba la corrupción, en esa atmósfera, viviendo en
una pesadilla de aniquilación total, ¿era verdaderamente
posible cabe preguntarse que aquellas infelices criaturas
creyesen que en conjunto todo iba bien?
Respondo: sí. Sobre todo, por supuesto, para quienes ya poseían
riquezas o bienestar: una minoría; pero aun para los millones,
los miles de millones cada vez más numerosos... también
para ellos era posible vivir día a día, entre una y otra
comida escasa, entre un instante de calor y el siguiente.
Los que sentían el deseo de hacer algo, de buscar un
remedio, no podían escapar a las redes de una de aquellas ideologías,
todas iguales en los hechos, aunque se presentaran a sí mismas
como muy diferentes. Estos, los activistas, corrían
de un lado a otro, como mi infortunado amigo Taufiq, pronunciando discursos,
perorando, atareados en preparativos interminables, en reuniones donde
unos pocos individuos sentados alrededor de una mesa intercambiaban noticias
y emitían declaraciones de buena voluntad, siempre en nombre de
las masas, de las poblaciones desesperadas, enloquecidas de terror, que
sabían que todo andaba mal pero creían que, de algún
modo, en algún momento, las cosas se arreglarían.
No es exagerado decir que en un país devastado por la guerra, convertido
en ruinas, emponzoñado, en un paisaje ennegrecido y carbonizado,
bajo un cielo cargado de humo, el shikastiano era capaz de construirse
un albergue con ladrillos rotos y trozos de metal, guisarse una rata y
beber el agua de una charca, que claro está sabía a petróleo,
y pensar luego: Bueno, al fin y al cabo, las cosas no andan tan
mal....
La segunda guerra mundial duró cinco años y fue incomparablemente
más sanguinaria, en todos los sentidos. Todos los elementos de
la primera se repitieron, multiplicados. El despilfarro de vidas humanas
se extendió esta vez al exterminio en masa de la población
civil. Las ciudades fueron reducidas a escombros. Se arrasaron enormes
extensiones de tierras cultivadas. De nuevo crecieron las fábricas
de armas, consolidándose como el auténtico poder en todas
las zonas del planeta. Pero los daños más graves fueron
los infligidos al espíritu mismo de las gentes. En todas partes,
la propaganda de los distintos grupos fue inescrupulosa, virulenta y falaz,
y a la larga contraproducente, porque con el tiempo ya nadie podía
creer la verdad, ni aun cuando la tenía delante de los ojos. Las
Dictaduras, la mentira y la propaganda eran el gobierno. En los territorios
colonizados, el imperialismo se perpetuaba por medio de la mentira y la
propaganda mucho más eficaces, más contundentes que
la fuerza física, y la venganza de los oprimidos, cuando
les llegó la hora, también recurrió a las mentiras
y la propaganda, como habían aprendido de los opresores. Esta guerra
abarcó y afectó al mundo entero; la primera guerra, o primera
fase de la guerra, sólo había afectado a una parte del globo:
al concluir la segunda, no quedaba en Shikasta un rincón que no
hubiese sido invadido por la mentira, la impostura y la propaganda.
Esta guerra conoció, además, el empleo de armas capaces
de provocar la destrucción total del planeta, mientras los dirigentes
coreaban, huelga decirlo, palabras como democracia, libertad y progreso
económico.
La degeneración de las criaturas ya degeneradas no hizo más
que acelerarse.
Al final de la segunda guerra, una de las grandes Dictaduras en
la región que había tenido la peor derrota en la primera
guerra fue aplastada. La Dictadura que ocupaba una gran parte de
las tierras centrales quedó tan debilitada que estuvo casi a punto
de desaparecer, pero sobrevivió, y poco a poco, se recuperó,
trabajosamente. Otra vasta región de las tierras centrales, al
este de esa Dictadura, puso término a medio siglo de conflictos
internos, guerras civiles y sufrimientos, y a más de un siglo de
explotación y de invasiones por parte de las naciones de las franjas
del noroeste, constituyéndose en Dictadura. El Continente Septentrional
Aislado, fortalecido por la guerra, era ahora la mayor potencia mundial.
Las franjas del nororeste habían quedado, en general, muy debilitadas.
Obligadas a renunciar a sus colonias, empobrecidas y brutalizadas pese
a ser, formalmente, las vencedoras, ya no eran potencias mundiales.
Al retirarse de las colonias dejaron atrás la tecnología
(es decir, una concepción de la sociedad que se basaba exclusivamente
en el bienestar, las satisfacciones materiales y la acumulación
de bienes) en manos de pueblos que hasta encontrarse con los devastadores
de las franjas del noroeste habían vivido infinitamente más
en armonía con Canopus que cualquiera de los invasores, en cualquier
tiempo o lugar.
Este período puede denominarse según algunos de nuestros
historiadores La Era de la Ideología. (Sobre este particular,
véase vol. 3011, capítulo sinóptico.)
Los grupos políticos estaban todos atrincherados en las ideologías
que defendían encarnizadamente.
Las diferentes religiones sobrevivían, divididas y subdivididas
hasta el infinito, atrincherada cada cual en su propia ideología.
La ciencia era la ideología más reciente. La guerra le había
dado un impulso extraordinario. Los planteamientos de la ciencia, flexibles
al principio, se habían endurecido, como era inevitable en Shikasta,
y los científicos en general excluimos los casos individuales,
en esta esfera como en todas las otras eran tan impermeables a la
experiencia real como lo fueran los teólogos. Los principios fundamentales,
los prejuicios de la ciencia gobernaban el mundo entero. Así como
antes los individuos que compartían nuestras aficiones y nuestro
amor a la verdad nuestros ciudadanos habían
tenido que vivir bajo el poder y la amenaza de religiones dispuestas a
recurrir a cualquier brutalidad en defensa de los dogmas, quienes ahora
tenían inclinaciones y necesidades distintas de las toleradas por
la ciencia se veían obligados a llevar una vida prudente y discreta,
cuidándose de no soliviantar los fanatismos de la clase científica
dominante (al servicio de los gobiernos nacionales, y por ende de la guerra),
una casta invisible, aliada incondicional de los hacedores de la guerra.
No era fácil atacar a los fabricantes de armas, los ejércitos
y los científicos que trabajaban con ellos, puesto que la versión
oficial de cómo se manejaban los asuntos del planeta excluía
esta realidad. Nunca, en ninguna parte, ha existido una casta dominante
tan autocrática, tan omnipotente y tan temible: y sin embargo,
los ciudadanos de Shikasta casi no se daban cuenta, repetían las
consignas, esperaban a que llegara el holocausto. Ignoraron lo que hacían
sus gobernantes hasta el mismísimo final. Las comunidades
nacionales desarrollaban industrias, armas, monstruosidades de toda suerte,
a escondidas del pueblo. Y si alguien descubría por azar esos arsenales,
los gobiernos negaban que existieran. (Véase Historia de Shikasta,
vols. 3013, 3014 y capítulo 9 de este volumen, Utilización
de la Luna como Base Militar.) Había sondas espaciales, armas
espaciales; se exploraban los planetas, se los explotaba; se discutía
encarnizadamente, por la posesión de la luna, y todo esto a espaldas
de la población.
Es necesario decir, ahora, cuánto mejores, cuánto más
sanas de espíritu eran las masas de estas poblaciones, el individuo
medio, que aquellas castas que las gobernaban. La mayoría de los
ciudadanos se hubieran horrorizado con lo que hacían sus
representantes. Puede afirmarse con certeza que si se hubieran enterado
se habrían producido levantamientos en masa en todo el globo, matanzas
de gobernantes, motines... Por desgracia, los pueblos desamparados, traicionados
y engañados no disponen de otras armas que las (inútiles)
de la algarada, el pillaje, la invectiva y el asesinato. Durante los años
que siguieron a la conclusión de la segunda guerra mundial, hubo
numerosas guerras pequeñas, algunas tan crueles y tan
largas como las llamadas grandes guerras del pasado inmediato. Las necesidades
de las industrias bélicas dictaminaban, tanto como la ideología,
el carácter y la intensidad de dichas guerras. Durante este período
tuvo lugar el salvaje exterminio de los pueblos hasta entonces autónomos,
llamados primitivos, en particular en el Continente Meridional
Aislado (también conocido como Continente Sur II). Durante este
período, las grandes potencias se sirvieron de las sublevaciones
coloniales para alcanzar sus propios fines. Durante este período,
los métodos de guerra psicológica y de control de la población
civil alcanzaron una difusión y una sutileza jamás imaginadas.
Ahora hemos de intentar aquí otra característica que puede
parecer inexplicable para quienes piensan como nosotros.
Cada vez que concluía una guerra, o una fase de una guerra, con
su inevitable secuela de barbarie, salvajismo y envilecimiento, se operaba
en la casi totalidad de los shikastianos una especie de reajuste psicológico
que les permitía olvidar. Lo cual no significaba que
las guerras no fuesen ídolos y objetos de toda clase de cultos
devotos. Los actos de heroísmo, las evasiones, las hazañas
de orden local y limitadas, elevadas al rango de cuestiones de interés
nacional, eran en el fondo formas de religión. Pero esto no sólo
no los ayudaba, al contrario, les impedía darse cuenta de hasta
qué punto había sido afectada y lesionada la estructura
básica de la cultura. Después de cada guerra, había
una nueva y notoria caída en el abismo de la barbarie, más
al parecer los shikastianos no veían ninguna relación de
causa a efecto.
Después de la segunda guerra mundial, tanto en las franjas del
noroeste como en el Continente Septentrional Aislado, la corrupción
y la degradación de la vida pública se hicieron evidentes.
Las dos guerras menores emprendidas por el Continente Septentrional
Aislado arrastraron a los órganos del estado, incluso los visibles
y abiertos a la fiscalización popular, al escándalo público.
Varias figuras prominentes fueron asesinadas. El soborno, el pillaje,
el robo eran la norma, desde la cúspide hasta la base de la pirámide
del poder. Se enseñaba a la gente a vivir para el progreso personal
y la adquisición de bienes materiales. El consumo de alimentos,
de bebidas, de cualquier producto posible, pasó a ser parte de
la estructura económica de toda sociedad. (Vol. 3009, Economía
de la Abundancia.) Y sin embargo, nadie veía en estos repulsivos
síntomas de degradación una consecuencia directa de las
guerras que arrasaban el planeta.
A lo largo del Siglo de la Destrucción hubo muchos cambios inopinados:
pactos entre naciones que habían estado en guerra y que de pronto
se volvían juntas contra los aliados de ayer; tratados secretos
entre naciones en guerra; enemigos y aliados que cambiaban constantemente
de bando, mostrando que el factor decisivo era la necesidad de la guerra
como tal. Durante este período todas las grandes ciudades del hemisferio
norte vivieron bajo el terror: desde satélites artificiales apostados
en el cielo, desde naves submarinas que patrullaban sin cesar los océanos,
desde bases terrestres situadas a veces en otro hemisferio, apuntaban
a cada ciudad no menos de treinta ingenios destructivos, capaces cada
uno de reducirlas a cenizas, junto con sus habitantes, en contados segundos.
Esas armas mortíferas eran gobernadas por máquinas que todo
el mundo lo sabía no eran infalibes, y nadie ignoraba que
más de una vez ciudades y regiones enteras se habían salvado
de la destrucción por milagro. Pero a la población
se le ocultaba la frecuencia de estos milagros, es decir,
accidentes casi fatales entre aparatos en los cielos, colisiones entre
aparatos submarinos, armas detenidas justo a tiempo cuando ya iban a despegar.
Visto desde fuera, el planeta parecía habitado por una raza completamente
enloquecida. En grandes zonas del hemisferio septentrional el nivel de
vida era el que hasta hacía poco había estado reservado
para los emperadores y su corte. En el Continente Septentrional Aislado,
sobre todo, la riqueza era escandalosa, incluso a los ojos de muchos de
sus propios ciudadanos. Los pobres vivían allí como habían
vivido los ricos en épocas pretéritas. En el continente
se amontonaban los residuos, los desechos, los despojos del resto del
mundo. Alrededor de cada ciudad, de cada pueblo y hasta del más
insignificante villorrio del desierto, había inmensos basureros
de objetos y alimentos desechados que en otras regiones menos favorecidas
del globo hubieran salvado de la muerte a millones de seres humanos. Los
viajeros que visitaban el continente se maravillaban, es cierto, pero
de las cosas que la gente creía poder tener por derecho propio.
Esta cultura dominante daba el tono y era el modelo de casi toda Shikasta.
Porque, a pesar de las etiquetas ideológicas que distinguían
a cada nación, todos compartían el principio de que la tecnología
era la clave de la felicidad, y de que la felicidad consistía en
el eterno progreso material, en la acumulación de bienes, placeres
y comodidades. Los verdaderos fines de la existencia, pervertidos desde
hacía tanto tiempo, y a duras penas y a qué precio preservados
por nosotros, habían caído en el olvido, reducidos a parodias
por quienes alguna vez los conocieron, pues las religiones sólo
conservaban atisbos desnaturalizados de la verdad. Y durante todo ese
tiempo el planeta era saqueado. Se arrancaban los minerales de sus entrañas,
se despilfarraban los combustibles, se empobrecían los suelos,
explotándolos sin tener en cuenta el futuro, se exterminaba la
fauna y la flora, se llenaban los mares de veneno e inmundicia, se corrompía
la atmósfera; constantemente, a todas horas, la maquinaria de la
propaganda machacaba, más, más, más, bebed más,
comed más, consumid más, despilfarrad más, como en
un delirio, como una obsesión. Eran seres enloquecidos, y las débiles
voces que protestaban no bastaban para detener el proceso desencadenado
y sustentado por la codicia. Por la falta de sustancia de la unanimidad
en el sentir.
Pero las inmensas riquezas del hemisferio norte no estaban equitativamente
distribuidas, y las clases menos favorecidas se mostraban cada vez más
rebeldes. La población del Continente Septentrional Aislado y de
las franjas del noroeste incluía también mucha gente de
piel oscura, importada en un principio como mano de obra barata, para
llevar a cabo los trabajos menospreciados por los blancos: y aunque esta
parte de la población participaba en cierta medida de la abundancia
general, en conjunto puede decirse que en Shikasta los blancos prosperaban
y que los de tez oscura vegetaban.
Y los de tez oscura, que odiaban a los explotadores blancos como quizá
nunca se haya odiado a ningún conquistador, lo decían en
voz más alta cada vez.
Dentro del territorio de cada nación, el descontento crecía
por todas partes, al norte, al sur, al este y al oeste. No sólo
como consecuencia del abismo que había entre pobres y ricos, sino
también porque aquel modo de vivir, fundado en el criterio único
de un aumento creciente del consumo, entristecía y deprimía
sus verdaderas naturalezas, sus naturalezas ocultas, que eran desdeñadas,
despojadas, engañadas por todas las instituciones y todas las autoridades
a quienes tendrían que respetar les habían dicho,
pero que ya no respetaban.
Los dos grandes continentes se desgarraban en guerras y disturbios: unas
veces eran guerras civiles entre negros y los restos de la antigua opresión
blanca; y también entre sectas, camarillas y grupos rivales. En
todas partes proliferaban los dictadores. Arrancaron bosques y selvas,
destruyeron especies animales, exterminaron o dispersaron tribus enteras...
Guerra. Guerra Civil. Asesinato. Tortura. Explotación. Opresión
y exterminio. Y siempre mentiras, mentiras y mentiras. Siempre en nombre
del progreso y la igualdad, del desarrollo y la democracia. La ideología
que prevalecía en toda Shikasta era ahora una colección
de variaciones sobre el tema del desarrollo económico, la justicia,
la igualdad y la democracia.
No era la primera vez, en la desdichada historia de aquel siglo terrible,
que esta particular ideología justicia económica,
igualdad, democracia y todo lo demás tomaba el poder en el
momento en que la economía de una región se derrumbaba:
bajo los gobiernos de izquierda, las naciones de las franjas
noroccidentales se hundían en la miseria y el caos.
Las regiones del mundo antes explotadas veían con regocijo la caída
de sus antiguos perseguidores y opresores, la raza que los redujera a
la esclavitud y la servidumbre, que los había expoliado, y que,
sobre todo, los había menospreciado porque eran gente de color;
la misma raza que se había burlado de las culturas indígenas,
que ahora, por fin, empezaban a ser comprendidas y apreciadas... demasiado
tarde, ay, pues la raza blanca y su teconología las habían
aniquilado.
Nadie acudió en auxilio de las franjas del noroeste cuando cayeron
en manos de dictaduras dogmáticas, que aparecían con una
asombrosa regularidad, incapaces siempre de resolver los problemas heredados.
El principal y más grave era el de los imperios que habían
enriquecido a los países de la franja, y que ahora se habían
desmoronado, pero dejando una herencia de ideas falsas sobre la naturaleza
e importancia que ellos mismos tenían en términos planetarios.
La venganza desempeñaba un papel, y nada despreciable, en lo que
estaba ocurriendo.
El caos imperaba. El caos económico, mental y espiritual empleo
la palabra en su sentido exacto, en el sentido canopiano triunfaba
en todas partes, mientras la propaganda rugía y atronaba por los
altavoces, la radio y la televisión.
Había comenzado la era de las epidemias y las enfermedades, la
época del hambre y las muertes en masa.
En el continente principal, dos grandes Potencias se oponían en
un combate mortal. El conflicto entre la Dictadura nacida al concluir
la primera guerra en los territorios del centro y la que se había
impuesto en las regiones orientales implicaba directa o indirectamente
a casi toda Shikasta. La Dictadura más joven era la más
fuerte. La más antigua ya estaba en decadencia; el imperio que
se desmembraba, la población cada vez más rebelde o perezosa
y la clase dominante cada vez más alejada del pueblo (los procesos
de florecimiento y decadencia, que en otros tiempos se arrastraban a lo
largo de dos o tres siglos, duraban ahora unos pocos decenios). Esta Dictadura
no pudo resistir los avances de la Dictadura del este cuya población
desbordaba las fronteras, hasta que al fin invadió gran parte de
los territorios de la Dictadura más antigua, y luego también
las franjas al noroeste, en nombre de una ideología superior, que
en realidad no era sino una variedad de la ideología predominante.
Los nuevos amos eran perspicaces, hábiles e inteligentes, pretendían
conquistar todo el continente principal de Shikasta, para ellos mismos
y sus descendientes.
Pero mientras tanto las armas se acumulaban, se multiplicaban...
La guerra comenzó por error. Falló un mecanismo y grandes
ciudades quedaron reducidas a polvo. Que algo así tenía
que ocurrir tarde o temprano, lo habían pronosticado muchísimas
veces los técnicos de todas las naciones... pero la influencia
de Shammat era demasiado fuerte.
En poco tiempo, la casi totalidad del hemisferio norte estuvo cubierta
de ruinas. Unas ruinas éstas muy distintas de las de la segunda
guerra, sobre las que había sido posible reconstruir enseguida
las mismas ciudades. No, las nuevas ruinas eran inhabitables porque la
tierra de alrededor estaba envenenada.
Las armas guardadas hasta entonces en secreto llenaban ahora los cielos,
y los supervivientes, moribundos, se tambaleaban, llorando y vomitando
entre las ruinas, alzaban los ojos para ver las titánicas batallas,
y junto con el último suspiro, susurraban algo sobre Dioses,
Demonios, Angeles e Infierno.
Había refugios subterráneos a prueba de radiaciones, de
venenos de agentes químicos, de las mortíferas vibraciones
sonoras y de los rayos de la muerte. Habían sido construidos para
las clases dominantes. Allí sobrevivieron unas pocas personas.
En las regiones apartadas, en islas y algunos lugares protegidos por la
suerte, también hubo supervivientes.
La población de todos los continentes e islas meridionales, afectada
por la peste, las radiaciones y la contaminación del suelo y del
agua, quedó considerablemente disminuida.
En menos de un par de décadas, de los miles de millones de habitantes
de Shikasta quedó tal vez un uno por ciento. La sustancia de la
unanimidad en el sentir, que antes se repartía entre inmensas multitudes,
bastaba ahora para mantener a todos cuerdos y sanos.
Habiendo recuperado su verdadera naturaleza, los habitantes de Shikasta
miraban incrédulos alrededor, y se preguntaban por qué habían
estado locos.
De
Canopus en Argos: Archivos/Shikasta, de Doris Lessing. Se reproduce aquí
por gentileza de Ediciones Minotauro.
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