La venganza fue terrible. Después de que un alto oficial palestino
fuera muerto el martes por el ejército israelí, ayer un
conductor palestino en Tel Aviv lanzó su ómnibus contra
un grupo de israelíes en una parada. Siete soldados (cuatro de
ellos mujeres) y una civil fueron despedazados, y hay 21 heridos, varios
muy gravemente. El conductor intentó huir pero fue herido y detenido
por efectivos israelíes. Para ese entonces ya era el autor del
atentado más sangriento contra Israel en cuatro años. El
líder palestino Yasser Arafat agravó la situación
aún más al considerar inicialmente que el ataque no era
más que un accidente de tránsito, y después
limitarse a afirmar que estamos en contra de que se mate gente.
Enfurecido, el saliente premier laborista Ehud Barak amenazó con
dejar de tratarlo como un casi jefe de Estado, y ordenó
el bloqueo total de Cisjordania y Gaza. Su inminente sucesor, Ariel Sharon,
prometió que tomaré todas las medidas para asegurar
la seguridad de los israelíes.
Quizás el gobierno israelí ya esperaba un ataque tras acabar
con un teniente de la guardia personal de Arafat, pero ciertamente no
podía imaginar el método que se emplearía. El arma
no era una bomba ni una ametralladora, sino un simple ómnibus que
a diario trasladaba obreros palestinos desde la Franja de Gaza hasta Tel
Aviv. El conductor era un palestino de 34 años llamado Jamil Abu
Alame. Vivía en el suburbio de Jeque Radwan en Gaza, y según
su familia era un hombre tranquilo que no estaba involucrado en
ninguna organización política. Como en los anteriores
atentados, la única reivindicación vino de una agrupación
desconocida, las Brigadas del Retorno, por lo que era imposible establecer
con certeza la militancia de Alame. Lo que era indudable es que efectivamente
estaba consumido por la ira para cuando su vehículo
había pasado normalmente el peaje en la localidad de Holón,
a unos 20 kilómetros de Tel Aviv. De repente, dio media vuelta
en plena carretera y se dirigió a toda velocidad contra una parada
cercana y medio centenar de personas que se encontraban allí. El
resultado fue una masacre.
El autobús embistió directamente contra el refugio de la
parada, atropellando a alrededor de treinta personas. La mayoría
eran jóvenes conscriptos de ambos sexos, que esperaban vestidos
de uniforme la llegada del vehículo para dirigirse a sus cuarteles.
Las ruedas del vehículo pisaron a diez de ellos. Un sobreviviente,
que quedó en estado de shock, describió azorado que era
como una película de terror: una cabeza voló por los aires,
había partes humanas desparramadas por todas partes. Testigos
aseguraron que el conductor no se detuvo ni un instante y, con las ruedas
empapadas en sangre, continuó a conduciendo a gran velocidad para
alcanzar Gaza, que se encontraba a más de medio centenar de kilómetros
de la frontera palestina. Fue inútil. Una dotación de la
policía que se encontraba cerca lo persiguió, y pronto se
sumaron carros blindados y helicópteros del ejército. El
fuego israelí alcanzó finalmente a Alame, hiriéndolo
gravemente, tras lo cual perdió el control y acabó chocando
contra un camión. Fue arrestado de inmediato.
No era ningún consuelo. Los paramédicos israelíes
llegaron a una carretera cubierta de sangre, con cuerpos despedazados
mezclados con los restos del refugio. Pronto comenzó a formarse
una multitud. Algunos buscaban asegurarse de que todos los restos fueran
recobrados para darles un entierro acorde con la religión judía,
otros gritaban muerte a los árabes, la mayoría
observaba enmudecida. Una mujer exclamó en llanto así
no se puede vivir, cada día matan a más de nuestros hijos:
¡Sharon! Cumple tus promesas y tráenos seguridad.
El premier electo, en el clímax de su papel como funcionario para
tiempos difíciles, no demoró en prometer medidas para cumplir
el objetivo número uno de mi gobierno. En la televisión
recalcó que este atentado resalta el hecho de que las organizaciones
terroristas no hacen ninguna distinción entre Tel Aviv y Hebrón,
atacan a los ciudadanos israelíes donde se encuentran. Contra
esta ofensiva en toda la línea, lo más importante
es desplegar todos los medios necesarios para reestablecerla seguridad.
Barak, actual premier y probable ministro de Defensa bajo Sharon, dio
el primer paso ordenando el aislamiento completo de los territorios palestinos,
cerrando los pasos fronterizos que la comunicaban con Egipto y Jordania.
Y Arafat, quien en esos momentos se encontraba en una visita completamente
inesperada a Turquía, no mostró ninguna inclinación
de condenar el ataque. Tras especular que parecía ser un accidente,
emitió una breve condena general contra la muerte en Medio Oriente
y pasó a acusar a los israelíes de usar gases neurotóxicos.
El director general de la Cancillería israelí ya lo estaba
acusando de ser el responsable del atentado. Aún más
ilustrativo del cambio que todo esto está obrando dentro de Israel,
Ari Dichter, jefe del servicio de seguridad interior (Shin Bet), informó
al gobierno que se está formando un Estado terrorista al
lado de Israel: los ataques palestinos continuarán independientemente
de lo que ocurra en el plano diplomático. Para ese entonces
su análisis era escuchado por personas que no tenían duda
alguna.
Claves
Ayer se efectuó
el atentado más sangriento contra Israel en cuatro años.
El instrumento fue un ómnibus, que en las manos de un conductor
palestino mató a siete conscriptos israelíes (cuatro
de ellos mujeres) y una civil en una parada cerca de Tel Aviv. El
conductor fue herido y detenido.
El premier saliente Ehud
Barak ordenó el cierre total de Cisjordania y Gaza, y su
sucesor, Ariel Sharon, prometió desplegar todos los
medios.
El líder Yasser
Arafat, uno de cuyos guardaespaldas había sido muerto el
día anterior, consideró al principio que el ataque
no era más que un accidente de tránsito,
y después sólo dijo estar contra la muerte.
La Cancillería israelí le atribuyó la responsabilidad
por el atentado.
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OPINION
Por Claudio Uriarte
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Arafat se equivoca
Cuando se descarta lo imposible, lo que queda, por improbable
que parezca, debe ser la solución al problema. Esta
vieja perogrullada detectivesca de Sherlock Holmes resulta de inmensa
utilidad ante la aparentemente irracional escalada de violencia
en Medio Oriente, que ayer llegó a un nuevo clímax
con el atentado palestino que causó ocho muertos y 21 heridos
en el sur de Tel Aviv. Por una lógica perversa, acciones
como la de ayer, enmarcadas en un redoblamiento de la Intifada palestina
a partir del triunfo del nacionalista Ariel Sharon en las elecciones
del martes 6, sólo ayudan a consolidar el tipo de temperatura
política interna que posibilitó esa victoria por 25
puntos, acelerando el movimiento hacia un gobierno de unidad nacional
entre el frente de derechas Likud y el laborismo. Porque algo es
innegable: Israel está bajo fuego, y en esas condiciones
se impone una unidad basada en el mínimo común denominador
de la seguridad.
Entonces, si se descarta lo imposible que Yasser Arafat no
advierta que la Intifada acelera el giro a la derecha de Israel,
lo que queda -que lo advierte, y lo hace para potenciar ese giro,
por improbable que parezca, es verdad. Es decir: Arafat no quiere
o no puede firmar una paz que nunca estuvo más cerca que
en las últimas semanas del gobierno del laborista Ehud Barak
antes de las elecciones del 6, y en estas condiciones le conviene
alentar la derechización de Israel de modo de ganar puntos
propagandísticos en el exterior. Pero se está equivocando,
y sus propias acciones ofensivas lo están empujando a un
callejón sin salida políticomilitar. Durante la primera
etapa de la actual Intifada, por ejemplo, el grueso de la violencia
estuvo concentrado en las colonias israelíes más profundamente
enclavadas dentro de los territorios ya concedidos a los palestinos,
como las de Hebrón en Cisjordania y Netzarim en la Franja
de Gaza. Esas acciones tenían el sentido de destacar la inviabilidad
a largo plazo de mantener dichas colonias. Pero los últimos
ataques como el de ayer tienden a ocurrir dentro del
territorio israelí, subrayando como dijo Sharon ayer
que el liderazgo de las revueltas no hace distinciones entre territorio
israelí y territorio ocupado, lo que equivale a un desconocimiento
de los acuerdos de Oslo.
Para Arafat, ésta es una guerra perdida, donde su enemigo
tiene toda la ventaja militar y económica. El cierre total
de los territorios palestinos es un primer paso.
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OPINION
Por M. A. Bastenier *
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La implacable cólera
de Sión
Gaza ya ni siquiera contiene el aliento. Como quien siente la fatiga
de los materiales, esta franja de tierra de 40x10 kilómetros
enterró ayer al comandante Masud Ayat, asesinado el día
anterior de tres misilazos de un helicóptero israelí,
contando las horas y los minutos más que los días
que faltan para sufrir de nuevo la implacable cólera de Sión.
En la mañana del miércoles, nueve soldados israelíes
habían sido arrollados y muertos por el conductor palestino
de un autobús y, como en la rigurosa fatalidad de una tragedia
griega, Gaza capital estaba persuadida de que la venganza de las
parcas de Israel sería toda suya.
Desde las primeras horas del día, varias columnas procesionarias
han avanzado con tanta convicción como tiempo libre hasta
converger a la hora en que el sol de mediodía parte el cielo,
en los alrededores del cementerio de la ciudad. Un campo, sin mojones
ni edificios, sólo amueblado de toscas lápidas de
cemento, ha visto llegar al cortejo, por fin unido, de más
de un kilómetro de longitud y algunos millares de acólitos
que iban a dar tierra, sin ni siquiera alzar la voz, con apenas
unas ráfagas de metralleta como en una modestísima
fiesta de petardos, disparadas al aire con la cotidianidad con que
se dan los buenos días, los restos mortales de uno de los
jefes de Fuerza 17, la guardia pretoriana del presidente palestino;
quizá, la masa estaba absorta en la cuenta atrás para
el castigo.
El ministro de justicia, Freh Abu-Meden, máxima autoridad
que despedía el duelo, concretaba un sentir de pausada, casi
indiferente entereza. En cualquier momento puede producirse
la matanza. Pero, lo peor no ha pasado todavía. El
ministro se expresa en un inglés susurrado y distante, el
de quien no ignora que la bola de la ruleta se ha detenido en esta
casilla. Es normal. Cabe esperar cualquier cosa. Esto es una
guerra, un círculo vicioso de acción-reacción
que ni Barak ni Sharon han querido romper. El ministro de
Arafat, tan mortecino como el exhausto silencio que nos rodea, no
sólo advierte sino que también reclama. Estamos
dispuestos a pagar el precio de un proceso de paz que ya no existe,
al menos en este momento. Por eso, esperamos y pedimos la intervención
de la comunidad internacional. ¿Por qué se ha intervenido
en Yugoslavia y Bosnia, y no en Palestina? Cualquier incidente podría
hacernos volar a todos por los aires.
Y alrededor, masas de niños en edad que en otro mundo sería
escolar. Algunos ríen; otros se arremolinan en torno del
visitante, porque es más noticia que la ira inevitable que
siempre cae del cielo. En Gaza se hallan las sedes principales de
trabajo de Yasser Arafat, aunque su casa de protocolo esté
en Belén y sus ministerios se desparramen por Ramalá
y otras ciudades de Cisjordania. En esta capital destartalada de
casi medio millón de habitantes, cerca de la mitad de toda
la Franja, es donde el presidente palestino se siente más
en casa.
Gaza ha consumido ya enormes reservas de dolor para llorar a sus
muertos y, por eso, o porque las guardias pretorianas nunca han
tenido buena prensa, el último adiós al jefe guerrillero
no ha sido más desgarrador que cualquier liturgia tantas
veces repetida. Esto no es el entierro del presidente Kennedy, lleno
de pompa y circunstancia. La ciudad, al caer la noche, otea el firmamento
con la aprensión de un verdadero experto. Nadie duda de que
esto es una guerra.
* De El País de Madrid, especial para Página/12,
desde la franja de Gaza
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