Principal RADAR NO Turismo Libros Futuro CASH Sátira
KIOSCO12


UN CONDUCTOR PALESTINO MATO A OCHO ISRAELIES E HIRIO A 21 EN EL SUR DE TEL AVIV
La muerte llega en ómnibus de pasajeros

Fue el atentado más sangriento contra Israel en cuatro años y tuvo lugar en una localidad al sur de Tel Aviv, en pleno centro del territorio hebreo; hubo ocho muertos y 21 heridos. El arma mortal fue un ómnibus lanzado a toda velocidad.

La carretera quedó sembrada de cadáveres tras la embestida del conductor palestino.

Una mujer en grave estado es trasladada al hospital.

La venganza fue terrible. Después de que un alto oficial palestino fuera muerto el martes por el ejército israelí, ayer un conductor palestino en Tel Aviv lanzó su ómnibus contra un grupo de israelíes en una parada. Siete soldados (cuatro de ellos mujeres) y una civil fueron despedazados, y hay 21 heridos, varios muy gravemente. El conductor intentó huir pero fue herido y detenido por efectivos israelíes. Para ese entonces ya era el autor del atentado más sangriento contra Israel en cuatro años. El líder palestino Yasser Arafat agravó la situación aún más al considerar inicialmente que el ataque no era más que “un accidente de tránsito”, y después limitarse a afirmar que “estamos en contra de que se mate gente”. Enfurecido, el saliente premier laborista Ehud Barak amenazó con dejar de tratarlo “como un casi jefe de Estado”, y ordenó el bloqueo total de Cisjordania y Gaza. Su inminente sucesor, Ariel Sharon, prometió que “tomaré todas las medidas para asegurar la seguridad de los israelíes”.
Quizás el gobierno israelí ya esperaba un ataque tras acabar con un teniente de la guardia personal de Arafat, pero ciertamente no podía imaginar el método que se emplearía. El arma no era una bomba ni una ametralladora, sino un simple ómnibus que a diario trasladaba obreros palestinos desde la Franja de Gaza hasta Tel Aviv. El conductor era un palestino de 34 años llamado Jamil Abu Alame. Vivía en el suburbio de Jeque Radwan en Gaza, y según su familia “era un hombre tranquilo que no estaba involucrado en ninguna organización política”. Como en los anteriores atentados, la única reivindicación vino de una agrupación desconocida, las Brigadas del Retorno, por lo que era imposible establecer con certeza la militancia de Alame. Lo que era indudable es que efectivamente estaba “consumido por la ira” para cuando su vehículo había pasado normalmente el peaje en la localidad de Holón, a unos 20 kilómetros de Tel Aviv. De repente, dio media vuelta en plena carretera y se dirigió a toda velocidad contra una parada cercana y medio centenar de personas que se encontraban allí. El resultado fue una masacre.
El autobús embistió directamente contra el refugio de la parada, atropellando a alrededor de treinta personas. La mayoría eran jóvenes conscriptos de ambos sexos, que esperaban vestidos de uniforme la llegada del vehículo para dirigirse a sus cuarteles. Las ruedas del vehículo pisaron a diez de ellos. Un sobreviviente, que quedó en estado de shock, describió azorado que “era como una película de terror: una cabeza voló por los aires, había partes humanas desparramadas por todas partes”. Testigos aseguraron que el conductor no se detuvo ni un instante y, con las ruedas empapadas en sangre, continuó a conduciendo a gran velocidad para alcanzar Gaza, que se encontraba a más de medio centenar de kilómetros de la frontera palestina. Fue inútil. Una dotación de la policía que se encontraba cerca lo persiguió, y pronto se sumaron carros blindados y helicópteros del ejército. El fuego israelí alcanzó finalmente a Alame, hiriéndolo gravemente, tras lo cual perdió el control y acabó chocando contra un camión. Fue arrestado de inmediato.
No era ningún consuelo. Los paramédicos israelíes llegaron a una carretera cubierta de sangre, con cuerpos despedazados mezclados con los restos del refugio. Pronto comenzó a formarse una multitud. Algunos buscaban asegurarse de que todos los restos fueran recobrados para darles un entierro acorde con la religión judía, otros gritaban “muerte a los árabes”, la mayoría observaba enmudecida. Una mujer exclamó en llanto “así no se puede vivir, cada día matan a más de nuestros hijos: ¡Sharon! Cumple tus promesas y tráenos seguridad”.
El premier electo, en el clímax de su papel como funcionario para tiempos difíciles, no demoró en prometer medidas para cumplir “el objetivo número uno de mi gobierno”. En la televisión recalcó que “este atentado resalta el hecho de que las organizaciones terroristas no hacen ninguna distinción entre Tel Aviv y Hebrón, atacan a los ciudadanos israelíes donde se encuentran”. Contra esta ofensiva en toda la línea, “lo más importante es desplegar todos los medios necesarios para reestablecerla seguridad”. Barak, actual premier y probable ministro de Defensa bajo Sharon, dio el primer paso ordenando el aislamiento completo de los territorios palestinos, cerrando los pasos fronterizos que la comunicaban con Egipto y Jordania.
Y Arafat, quien en esos momentos se encontraba en una visita completamente inesperada a Turquía, no mostró ninguna inclinación de condenar el ataque. Tras especular que parecía ser un accidente, emitió una breve condena general contra la muerte en Medio Oriente y pasó a acusar a los israelíes de usar gases neurotóxicos. El director general de la Cancillería israelí ya lo estaba acusando de ser “el responsable” del atentado. Aún más ilustrativo del cambio que todo esto está obrando dentro de Israel, Ari Dichter, jefe del servicio de seguridad interior (Shin Bet), informó al gobierno que “se está formando un Estado terrorista al lado de Israel: los ataques palestinos continuarán independientemente de lo que ocurra en el plano diplomático”. Para ese entonces su análisis era escuchado por personas que no tenían duda alguna.

 

Claves

Ayer se efectuó el atentado más sangriento contra Israel en cuatro años. El instrumento fue un ómnibus, que en las manos de un conductor palestino mató a siete conscriptos israelíes (cuatro de ellos mujeres) y una civil en una parada cerca de Tel Aviv. El conductor fue herido y detenido.
El premier saliente Ehud Barak ordenó el cierre total de Cisjordania y Gaza, y su sucesor, Ariel Sharon, prometió “desplegar todos los medios”.
El líder Yasser Arafat, uno de cuyos guardaespaldas había sido muerto el día anterior, consideró al principio que el ataque no era más que “un accidente de tránsito”, y después sólo dijo estar “contra la muerte”. La Cancillería israelí le atribuyó la “responsabilidad” por el atentado.

 

OPINION
Por Claudio Uriarte

Arafat se equivoca

“Cuando se descarta lo imposible, lo que queda, por improbable que parezca, debe ser la solución al problema.” Esta vieja perogrullada detectivesca de Sherlock Holmes resulta de inmensa utilidad ante la aparentemente irracional escalada de violencia en Medio Oriente, que ayer llegó a un nuevo clímax con el atentado palestino que causó ocho muertos y 21 heridos en el sur de Tel Aviv. Por una lógica perversa, acciones como la de ayer, enmarcadas en un redoblamiento de la Intifada palestina a partir del triunfo del nacionalista Ariel Sharon en las elecciones del martes 6, sólo ayudan a consolidar el tipo de temperatura política interna que posibilitó esa victoria por 25 puntos, acelerando el movimiento hacia un gobierno de unidad nacional entre el frente de derechas Likud y el laborismo. Porque algo es innegable: Israel está bajo fuego, y en esas condiciones se impone una unidad basada en el mínimo común denominador de la seguridad.
Entonces, si se descarta lo imposible –que Yasser Arafat no advierta que la Intifada acelera el giro a la derecha de Israel–, lo que queda -que lo advierte, y lo hace para potenciar ese giro–, por improbable que parezca, es verdad. Es decir: Arafat no quiere o no puede firmar una paz que nunca estuvo más cerca que en las últimas semanas del gobierno del laborista Ehud Barak antes de las elecciones del 6, y en estas condiciones le conviene alentar la derechización de Israel de modo de ganar puntos propagandísticos en el exterior. Pero se está equivocando, y sus propias acciones ofensivas lo están empujando a un callejón sin salida políticomilitar. Durante la primera etapa de la actual Intifada, por ejemplo, el grueso de la violencia estuvo concentrado en las colonias israelíes más profundamente enclavadas dentro de los territorios ya concedidos a los palestinos, como las de Hebrón en Cisjordania y Netzarim en la Franja de Gaza. Esas acciones tenían el sentido de destacar la inviabilidad a largo plazo de mantener dichas colonias. Pero los últimos ataques –como el de ayer– tienden a ocurrir dentro del territorio israelí, subrayando –como dijo Sharon ayer– que el liderazgo de las revueltas no hace distinciones entre territorio israelí y territorio ocupado, lo que equivale a un desconocimiento de los acuerdos de Oslo.
Para Arafat, ésta es una guerra perdida, donde su enemigo tiene toda la ventaja militar y económica. El cierre total de los territorios palestinos es un primer paso.

 

OPINION
Por M. A. Bastenier *

La implacable cólera de Sión

Gaza ya ni siquiera contiene el aliento. Como quien siente la fatiga de los materiales, esta franja de tierra de 40x10 kilómetros enterró ayer al comandante Masud Ayat, asesinado el día anterior de tres misilazos de un helicóptero israelí, contando las horas y los minutos más que los días que faltan para sufrir de nuevo la implacable cólera de Sión. En la mañana del miércoles, nueve soldados israelíes habían sido arrollados y muertos por el conductor palestino de un autobús y, como en la rigurosa fatalidad de una tragedia griega, Gaza capital estaba persuadida de que la venganza de las parcas de Israel sería toda suya.
Desde las primeras horas del día, varias columnas procesionarias han avanzado con tanta convicción como tiempo libre hasta converger a la hora en que el sol de mediodía parte el cielo, en los alrededores del cementerio de la ciudad. Un campo, sin mojones ni edificios, sólo amueblado de toscas lápidas de cemento, ha visto llegar al cortejo, por fin unido, de más de un kilómetro de longitud y algunos millares de acólitos que iban a dar tierra, sin ni siquiera alzar la voz, con apenas unas ráfagas de metralleta como en una modestísima fiesta de petardos, disparadas al aire con la cotidianidad con que se dan los buenos días, los restos mortales de uno de los jefes de Fuerza 17, la guardia pretoriana del presidente palestino; quizá, la masa estaba absorta en la cuenta atrás para el castigo.
El ministro de justicia, Freh Abu-Meden, máxima autoridad que despedía el duelo, concretaba un sentir de pausada, casi indiferente entereza. “En cualquier momento puede producirse la matanza. Pero, lo peor no ha pasado todavía”. El ministro se expresa en un inglés susurrado y distante, el de quien no ignora que la bola de la ruleta se ha detenido en esta casilla. “Es normal. Cabe esperar cualquier cosa. Esto es una guerra, un círculo vicioso de acción-reacción que ni Barak ni Sharon han querido romper”. El ministro de Arafat, tan mortecino como el exhausto silencio que nos rodea, no sólo advierte sino que también reclama. “Estamos dispuestos a pagar el precio de un proceso de paz que ya no existe, al menos en este momento. Por eso, esperamos y pedimos la intervención de la comunidad internacional. ¿Por qué se ha intervenido en Yugoslavia y Bosnia, y no en Palestina? Cualquier incidente podría hacernos volar a todos por los aires”.
Y alrededor, masas de niños en edad que en otro mundo sería escolar. Algunos ríen; otros se arremolinan en torno del visitante, porque es más noticia que la ira inevitable que siempre cae del cielo. En Gaza se hallan las sedes principales de trabajo de Yasser Arafat, aunque su casa de protocolo esté en Belén y sus ministerios se desparramen por Ramalá y otras ciudades de Cisjordania. En esta capital destartalada de casi medio millón de habitantes, cerca de la mitad de toda la Franja, es donde el presidente palestino se siente más en casa.
Gaza ha consumido ya enormes reservas de dolor para llorar a sus muertos y, por eso, o porque las guardias pretorianas nunca han tenido buena prensa, el último adiós al jefe guerrillero no ha sido más desgarrador que cualquier liturgia tantas veces repetida. Esto no es el entierro del presidente Kennedy, lleno de pompa y circunstancia. La ciudad, al caer la noche, otea el firmamento con la aprensión de un verdadero experto. Nadie duda de que esto es una guerra.

* De El País de Madrid, especial para Página/12, desde la franja de Gaza

 

PRINCIPAL