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ESTRENOS DE LA SEMANA

"EL TIGRE Y EL DRAGON", UNA PIEZA
DE ARTES MARCIALES MAS ALLA DE LO CONVENCIONAL
El día que los samurais aprendieron a volar

El film de Ang Lee, que acaba de obtener diez nominaciones al Oscar, va más allá de los tópicos del género y consigue una mezcla rara y disfrutable, en la que no faltan referencias a maestros como John Ford y Kurosawa.

Tras un comienzo a pura filosofía oriental, “El tigre...” despega hacia un estilo de acción diferente.

Por Martín Pérez

El guerrero decidió retirarse y la espada de sus mil batallas es entregada en custodia a su maestro. La responsable de hacerla llegar a su destino es su compañera en muchas de esas batallas, que la entrega sana y salva. Pero la misma noche de esa entrega, la mítica espada es robada. Un ladrón encapuchado la lleva atada a su espalda cuando la responsable de su destino lo acorrala contra una pared. Y es entonces cuando el film de Ang Lee –que hasta aquí se había desarrollado entre amplias escenografías orientales y sentidos parlamentos confesionales y filosóficos– finalmente despega. Y, tal como lo apuntó el crítico An-thony Lane en la revista New Yorker, lo hace literalmente.
Porque el ladrón acorralado contra una pared por la guerrera dispuesta a luchar hasta el fin por su honor y el de su colega simplemente se da vuelta y camina por sobre la pared de la manera más natural del mundo. Y la guerrera simplemente vuela detrás de él. Con semejante escena, Ang Lee deja en claro que su séptimo film no es uno más de artes marciales. Como si alguno de sus films anteriores hubiese sido sencillamente uno más del género al que se ha dedicado.
Considerado como el más occidental de los realizadores taiwaneses, Lee construyó su carrera primero en base a una trilogía de pequeñas comedias costumbristas como El banquete de bodas o Comer, beber, amar. Su moderado éxito le permitió atreverse con obras más ambiciosas como la brillante adaptación de Sensatez y sentimiento, la novela de Jane Austen protagonizada por Emma Thompson, o la aún más sensible La tormenta de hielo, una lúcida disección del sueño estadounidense de los setenta. Completada su educación occidental con un film sobre la Guerra Civil norteamericana –Ride with the devil, aún inédito por estos lares–, Lee culminó su segunda trilogía y decidió volver a sus raíces. Y cortar amarras, otra vez, con lo que venía haciendo exitosamente.
Así es como llegó el momento de El tigre y el dragón, ambiciosa adaptación de una novela de aventuras ambientada en la China anterior a la llegada de la influencia occidental, que fue ovacionada durante su exhibición en los festivales europeos del año pasado y es un éxito de taquilla sin precedentes tanto en Asia como en los Estados Unidos, donde rompió los records de recaudación para los films subtitulados y acaba de arrasar en las nominaciones al Oscar con una inédita cantidad de diez nominaciones para un film hablado en un idioma extranjero. Mandarín, para más datos.
Acrobático ballet cinematográfico centrado en almas capaces de elevarse más alto que las demás, El tigre y el dragón es un film generoso que se permite todo. Y lo hace con una gracia, una ingenuidad y una cantidad de guiños que –al ahondarse también en ciertas profundidades, el romance más telenovelesco y unas escenas de acción sorprendentes– termina transformándose en una experiencia cinematográfica única. Con John Ford yAkira Kurosawa mezclados desde el primer plano de su metraje, y la inevitable referencia tanto a Peter Pan como a Para atrapar a un ladrón en el primer vuelo del ladrón por los techos de Pekín, queda claro que el film de Lee es un manjar para todos los públicos, y libre al mismo tiempo que resulta fiel a cada uno de sus múltiples referentes.
Además de regalar escenas de acción (coreografiadas por el responsable de esos temas en The Matrix) más propias de un film de superhéroes que de uno de artes marciales, El tigre y el dragón –que es todos esos films y algo nuevo a la vez– también tiene lugar para un flashback romántico de media hora que es una película en sí mismo, y sorprende al aparecer de la nada primero, y luego al sostenerse por derecho propio durante todo el tiempo necesario. Pero, más allá de lo formal, en lo que más sorprende esta joya oriental de Ang Lee es que –a pesar de todos sus riesgos y libertades– sigue siendo fiel a los temas que el director ha perseguido durante toda su carrera. Su preocupación por la lucha entre las responsabilidades colectivas y el disfrute personal atraviesa también a El tigre y el dragón, un film que –más allá de su trama de robos, traiciones, persecuciones y lealtades– en el fondo construye una fábula sin moraleja sobre libertades juveniles y lealtades adultas, sobre los “no sé lo que quiero/ pero lo quiero ya” y ese tiempo que se pierde irremediablemente. Con mucha dignidad, claro, pero dejando las manos vacías. Y los pies, al menos, pisando ese aire que es el único triunfo posible para almas tan libres como dignas.

PUNTOS

 


 

Radiografía de una pareja sin pasado

�Una relación particular� es un notable film que se apoya en sólo dos personajes, un hombre y una mujer que reconstruyen un relación atípica.

Sergi López y Nathalie Baye son el sostén fundamental del film.
Frédéric Fonteyne retrata la relación sin caer en convenciones.

Por L. M.

El dice que la relación duró unos seis meses. Ella, que apenas tres o cuatro. El recuerda que se conocieron por un aviso que ella puso en una revista. Ella afirma, por el contrario, que fue a través de Internet. El dice que antes se intercambiaron fotografías. “¿Fotos? ¿La gente hace eso? ¿Qué locura”, dice ella. Uno y otra tienen su propio recuerdo de aquel primer encuentro, que ella califica –como el título original de la película– como una relación pornográfica: “Sexo, sólo sexo y nada más que sexo: eso es una relación pornográfica”. Pero sucede que fue algo más que sexo, como si él y ella –nunca se sabrán sus nombres en la película– hubieran descubierto en el transcurso de sus encuentros semanales que había algo más entre ellos, algo que no necesariamente se atreven a calificar de amor.
Hay un pudor, una discreción en Une liaison pornographique que hacen del segundo largometraje del joven director belga Frédéric Fonteyne un film curioso, interesante, incluso por las restricciones que el mismo proyecto se impone. A partir de un guión de Philippe Blasband, que funciona como una pieza de cámara para apenas dos personajes, la película va trabajando sobre los distintos puntos de vista de él y de ella sobre esa relación, sobre la manera en que cada uno vio al otro, sobre el significado que tuvo esa liaison, que el film da por acabada desde el primer comienzo, con una serie de entrevistas a cámara en la que ambos evocan un momento no muy lejano, que ya quedó atrás en sus vidas, pero del que les ha quedado un recuerdo quizás confuso, ambiguo, pero finalmente feliz.
El pacto tácito había sido no saber nada de sus vidas privadas o profesionales, encontrarse apenas en uno de los tantos bistrós de París, tomar un café o un cognac y partir hacia el cuarto de hotel que durante unas horas será el espacio en donde satisfacer sus fantasías sexuales. ¿Ella tiene hijos? ¿El está o estuvo casado? No lo saben, ni quieren saberlo. Y el film a su vez respeta también ese pacto, no los encuentra sino en el bar previo al hotel. Y ni siquiera pretende ingresar con la cámara al cuarto, como si lo que allí sucede les concerniera sólo a él y a ella. Cuando el film se decida a franquear esa puerta la relación entre ellos ya será distinta, otra.
La habilidad de Fonteyne tiene que ver con la manera de ver aquello que se esconde detrás de las palabras. No todo lo que se dice –y se dice mucho– es importante, o definitivo, pero allí están los gestos nerviosos del primer día en el bar, las miradas recelosas, la tensión previa a un encuentro del cual no saben cuál va a ser el resultado. La puesta en escena es siempre clásica, con plano y contraplano, pero la imagen no necesariamente se queda con aquel que habla, sino más bien con el que escucha. El director, a su vez, distingue con precisión los tres espacios en los que transcurre el film. Las entrevistas a cámara son ágiles, periodísticas; los encuentros en la calle y el café, voyeurísticos, como si quisiera convertir al espectador en un parroquiano más del lugar, curioso por la situación de esa pareja; y el hotel es una zona fuera del tiempo, adonde sin embargo puede llegar la realidad, como cuando él y ella deben auxiliar al pasajero de un cuarto vecino. Por la naturaleza del proyecto, Una relación particular no hubiera sido posible sin dos actores capaces de cargar sobre sus espaldas con todo el peso del film. Nathalie Baye y Sergi López lo hacen de la mejor manera posible, sin ningún esfuerzo, con una sobria, inteligente naturalidad, ajena a esa afectación habitual llamada “naturalismo”.

PUNTOS

 


 

“EL IMPLACABLE”, DE STEPHEN KAY
Un Stallone decadente

Por Horacio Bernades

Estrenada aquí como Carter, asesino implacable, Get Carter era una película inglesa de principios de los ‘70, cuando Michael Caine todavía hacía de duro. La película no se destacaba por lo imaginativo de su historia, un simple cuento de venganza, sino por la dureza y tensión con que estaba narrada. Treinta años más tarde, Get Carter es ahora El implacable, la acción se traslada a Estados Unidos y el lugar de Caine lo ocupa un Stallone de barbita candado y músculos hasta en las orejas.
Llama la atención que, para filmar esto, Hollywood haya necesitado una fuente de inspiración previa, porque la historia la podría haber escrito cualquiera que haya visto un par de películas de acción. Jack Carter (Stallone) es un matón al servicio de un gangster, a quien nunca se le ve la cara. El hermano menor de Carter acaba de morir en un accidente, y allá va el taciturno Jack, de regreso a casa, para asistir al entierro y averiguar si la muerte fue accidental. Nadie recibe demasiado bien a Jack Carter. Su cuñada (Miranda Richardson) le reprocha la larga ausencia; la sobrina (Rachael Leigh Cook) le toma el pelo por dinosaurio. Y el dueño de un boliche (Michael Caine, en homenaje a la original), un empresario de la industria porno (un Mickey Rourke de rostro tirante) y un supermagnate informático (Alan Cumming), porque hasta un niño se daría cuenta de que tienen algo que ocultar.
El implacable parecería responder a premisas casi experimentales. Cómo hacer un film que sea pura rutina, sin siquiera molestarse por disimularlo, es una. Cómo hacer cine de acción sin acción, otra (Stallone solo pega algunas trompadas). Cómo inducir al espectador al letargo, la principal. No hay en toda la película una sola idea cinematográfica que no sea la de coquetear, con la estética MTV, con planos cerrados y mucho corte cuando dos personajes se trenzan, de modo que no se entienda nada de lo que está pasando. Hay, sí, una idea de dirección de arte, que pasa por vestir todo de oscuro para hacer juego con el funeral. Los autos son negros, los trajes también; los actores, morochos o castaños (hasta hicieron teñir a la rubia Richardson), llueve casi todo el tiempo y, por las dudas, la iluminación se ocupa de iluminar lo menos posible. Si no hubieran iluminado nada, hubiera sido mejor.

PUNTOS

 

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