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VERANO | 12
Científicos locos y cuerdos

Peter Lorre como el Dr. Gogal en la magistral Mad Love (1935).

Por Rodrigo Fresán

¡Eléctrico Frankenstein, arenoso Coppelis, psicótico Jekyll, acuático Nemo, invisible Griffin, animalesco Moreau; los que van a experimentar los saludan!
No hay ciencia-ficción sin la figura del científico más o menos loco riendo a carcajadas entre corrientes eléctricas y tormentas refulgentes y está bien que así sea.
En un principio la imagen del hombre de ciencia aparecía inevitablemente ligada con lo prohibido y hasta lo diabólico: el científico era siempre aquel que quería alcanzar los poderes y el conocimiento de Dios y, de paso, superarlo. Con la llegada del siglo XX y la consagración de Thomas Alva Edison como entrepreneur milagroso, la percepción del tipo despeinado con guardapolvo blanco cambia para convertirse en sinónimo de Gran Sueño Americano. Albert Einstein termina de completar la figura con el look perfecto y la trascendencia radiactiva. Así, entre el 1900 y 1960 el científico es figura primordial aunque aparezca al fondo de un lagarto gigante cortesía de algún experimento atómico. Y la ciencia-ficción dura lo convierte en eje que sostiene a toda la estructura. Aparecen los escribas cientificistas (Isaac Asimov y Arthur C. Clarke) y hasta científicos que experimentan con la ciencia-ficción (como Gregory Benford) y la fórmula y la clave secreta reside ahora en proponer ficciones que suenen a no-ficciones desde el punto de vista físico y químico para así subsanar los errores de Verne (quien ignora toda aceleración a la hora de disparar a sus héroes hacia la Luna) o el modo en que los tripulantes de la Enterprise en Viaje a las Estrellas parecen ignorar la existencia de algo tan primitivo como el cinturón de seguridad para no caerse de sus asientos.
El injustamente poco valorado escritor norteamericano Fritz Leiber (1910-1992) rinde un sentido homenaje al cuerpo eléctrico de un hombre de ciencia secreto lector encandilado de Mecánica Popular –como el de Regreso al futuro o de Querida, encogí a los chicos– con un estilo digno de uno de esos suburbanos episodios de Dimensión desconocida en este cuento de 1962 que se lee con el encanto que suele producir lo irrecuperable. Después, casi enseguida, llegaría una nueva era de científicos locos y nerds trabajando en los garajes de sus padres, reduciendo el tamaño de las computadoras y descubriendo y poblando otro planeta adentro de éste, Internet, desde donde dominar al mundo y así –el tiempo es circular– Bill Gates vuelve a ser el malo de la novela, el villano de la película, el científico loco que nos vuelve locos.

 


 

El hombre que era amigo de los electrones

Liquid Electricity, de J. Stuart Blackton (1907).
Por Fritz Leiber

Cuando el señor Scott mostró la casa de la loma al señor Leverett, esperó que el hombre no notara el poste de alta tensión frente a la ventana del dormitorio. Los viejos tenían a menudo un miedo insensato a la electricidad, y el poste ya había alejado a dos interesantes inquilinos. La electricidad seguía las ondulaciones de las lomas, y estas líneas suministraban casi toda la energía de Pacific Knolls. No había pues otro remedio que apartar la atención de los posibles inquilinos.
Pero las oraciones y estratagemas del señor Scott fueron inútiles. La mirada despierta del señor Leverett se clavó instantáneamente en el “factor negativo” tan pronto como salieron al patio. El anciano del Este examinó atentamente el poste de madera, corto y grueso, los aisladores de vidrio de dieciocho pulgadas, la caja negra del transformador que suministraba una corriente de menor voltaje para esta casa y algunas otras de la loma. Luego alzó los ojos hacia las filas paralelas de cuatro alambres que se perdían entre las lomas desiertas. Enseguida inclinó la cabeza escuchando el sonido débil pero regular de los electrones que escapaban de los cables crepitando y zumbando.
–¡Escuche eso! –dijo el señor Leverett, excitado–. ¡Cincuenta mil voltios! ¡La potencia suprema!
–Las condiciones atmosféricas son raras hoy. Normalmente no se oye nada –respondió el señor Scott desfigurando un poco la verdad.
–¿Sí? –dijo el señor Leverett, secamente.
El señor Scott era un hombre hábil y desvió la conversación.
–Quiero que mire bien este césped –dijo con entusiasmo–. Cuando dividieron la cancha de golf de Pacific Knolls el propietario de esta casa compró todo el césped y...
Durante el resto de la visita, el señor Scott exhibió todas las virtudes de un buen agente inmobiliario, pero el señor Leverett no le prestó mucha atención. El señor Scott atribuyó la derrota al maldito poste.
Cuando se iban, sin embargo, el señor Leverett quiso detenerse un momento en el patio.
–Todavía se oye –dijo escuchando el zumbido con una curiosa satisfacción–. Es un sonido que me descansa, ¿sabe usted, señor Scott? Como el ruido del viento, o de un arroyo, o del mar. Odio el estruendo de las máquinas, y ésa es otra de las razones por las que dejé la Nueva Inglaterra, pero éste es para mí como un sonido de la naturaleza. ¿Dice usted que se lo oye pocas veces?
El señor Scott era un buen vendedor, y un hombre flexible.
–Señor Leverett –confesó–, todas las veces que he estado en este patio he oído ese ruido. En algunos momentos es más débil, en otros más fuerte, pero siempre está ahí. No se lo he dicho porque a la mayoría de la gente no le interesa.
–No lo acuso –dijo el señor Leverett–. La mayoría de la gente es una tanda de bobos o algo peor. Señor Scott, ¿sabe usted si hay comunistas entre los vecinos?
–¡No, señor! –respondió el señor Scott sin titubear–. No hay ningún comunista en Pacific Knolls. Y sobre esto no mentiría por nada del mundo, créame.
–Le creo –dijo el señor Leverett–. Aunque el Oeste está plagado de comunistas. Quizá haya menos aquí. Señor Scott, alquilaré por un año la casa al precio convenido.
–Apriete esos cinco –dijo el señor Scott, resplandeciente–. Señor Leverett, usted es el hombre que Pacific Knolls necesita. Se dieron la mano. El señor Leverett se balanceó sobre los talones, alzando la cara hacia los alambres que crepitaban suavemente, y con una sonrisa que era ya un poco posesiva.
–Qué cosa fascinante la electricidad –dijo–. Cuántas cosas puede hacer y cuántas más nos permite hacer. Por ejemplo, si un hombre quiere irse al otro mundo con un resplandor elegante, basta con que moje el pasto, tome en las manos desnudas un alambre de cobre de ocho metros, y golpee esos cables con la otra punta. Sizzz. Tan eficaz como la silla de Sing Sing y mucho más satisfactorio para el espíritu.
El señor Scott sintió que se le encogía el corazón y durante un instante de aturdimiento hasta pensó en romper el trato. Recordó a la señora pelirroja que le había alquilado unas habitaciones sólo para tomar una buena dosis de barbitúricos en un lugar tranquilo. Enseguida se dijo que la California del Sur era tierra de calabazas, melones y alcornoques, y aunque no había tratado mucho a estrellas de cine o candidatas a estrellas había conocido en cambio a demasiados charlatanes de feria y cómicos retirados. Aun con fantasías macabras, una desordenada pasión por la electricidad, un anticomunismo rabioso, y un odio maniático por las máquinas, el señor Leverett no se sentiría solo en California.
El señor Leverett dijo astutamente:
–¿Teme usted que yo sea un suicida, no es cierto? No, no lo soy. Me gusta hablar en voz alta. Decir lo que pienso, aun las cosas más insólitas.
El señor Scott perdió los últimos restos de temor, y otra vez animado invitó al señor Leverett a firmar los papeles.
Tres días más tarde, fue a ver cómo se las arreglaba el nuevo inquilino, y lo encontró en el patio, sentado en una mecedora, y escuchando los zumbidos del poste.
–Tome una silla y siéntese –dijo el señor Leverett señalando un sillón moderno, de tubos metálicos–. Señor Scott, deseo decirle que la casa es tan descansada como yo esperaba. Me paso las horas escuchando la electricidad y dejando vagar mis pensamientos. A veces escucho voces en la electricidad. Los cables hablan. Ya sabe usted que otras gentes oyen voces en el viento.
–Sí, claro está –admitió el señor Scott un poco incómodo, y enseguida, recordando que el señor Leverett había pagado ya el primer trimestre de alquiler, decidió que podía decir lo que pensaba–: Pero el ruido del viento cambia. Este ruido es demasiado monótono para oír voces.
–Tonterías. –El señor Leverett torció oscuramente la boca.– Las abejas son animales muy inteligentes, y los entomólogos dicen que hasta tienen un lenguaje, y sin embargo, hablan con zumbidos. Yo oigo voces en la electricidad.
Se hamacó silenciosamente en su silla durante un rato y el señor Scott se sentó.
–Sí, oigo voces en la electricidad –dijo el señor Leverett con aire soñador–. La electricidad me cuenta cómo se pasea por los cuarenta y ocho estados, y aun por el cuarenta y nueve gracias a las líneas canadienses. Es una especie de pionera. Los cables son las huellas y senderos; las estaciones hidroeléctricas son los pozos de agua. La electricidad se mete hoy en todas partes: en nuestras casas, en nuestras habitaciones, en nuestras oficinas, en los edificios del gobierno y en los puestos militares. Y lo que no aprende de ese modo, lo oye en las líneas telefónicas y en las ondas del aire. La electricidad de los teléfonos es la prima menor de la electricidad de alta tensión, podría decirse, y las niñitas tienen el oído fino. Sí, la electricidad sabe todo lo que nos pasa, conoce hasta nuestro último secreto. Pero no le cuenta a la gente lo que sabe, pues la mayoría piensa que la electricidad es una fuerza mecánica y fría. Todo lo contrario. La electricidad es cálida, palpitante, sensible, amistosa, como todos los seres vivientes.
El señor Scott soñaba también ahora, pensando que las palabras del señor Leverett podían servir para una buena campaña de publicidad: imaginativa, realista y poética.
–Y en la electricidad hay algo de maldad también –continuó el señor Leverett–. Hay que domesticarla. Hay que estudiarla, hablarle francamente, no mostrarle miedo, hacerse amigo de ella. Bien, señor Scott –dijo vivamente–. Sé que ha venido aquí a ver cómo cuido la casa. De modo que permítame que se la muestre.
El señor Scott protestó y dijo que no había venido con intenciones inquisitivas, pero el señor Leverett le mostró la casa.
En un momento se detuvo para dar una explicación:
–He guardado la manta eléctrica y la tostadora. No me parece bien utilizar la electricidad para tareas menores.
De acuerdo con lo que el señor Scott pudo ver, el señor Leverett no había añadido nada al mobiliario de la casa excepto la mecedora y una importante colección de flechas indias.
El señor Scott debió de haber hablado de esa colección al llegar a su casa, pues una semana más tarde su hijo de nueve años le dijo:
–Eh, papá, ¿te acuerdas del hombre que conseguiste meter en la casa de la loma?
–El que alquiló la casa de la loma, querrás decir, mi querido Bobby.
–Bueno, subí a ver su colección de flechas. Papá, ¡es un encantador de serpientes!
Dios mío, pensó el señor Scott, yo ya sabía que iba a pasar algo imposible con ese Leverett. Sin duda le gustan las lomas porque atraen a las serpientes en los días de calor.
–Pero no encanta verdaderas serpientes, papá, sólo cables eléctricos. Después de mostrarme las flechas se agachó en el piso y movió las manos para adelante y para atrás. El cable empezó a moverse en el piso y de pronto se levantó derecho, como una cobra en una canasta. ¡Parecía cosa de fantasmas!
–Conozco el truco –le dijo el señor Scott a Bobby–. Hay un hilo muy delgado que tira del extremo de la cuerda.
–No vi ningún hilo, papá.
–No se ve si es del mismo color que el fondo –explicó el señor Scott. De pronto se le ocurrió algo–: A propósito, ¿el otro extremo del cable estaba enchufado?
–¡Oh, sí, papá! Me dijo que no podía hacerlo si no había electricidad en el cable. Es realmente un encantador de electricidad. Lo llamé un encantador de serpientes porque parece más interesante. Luego salimos y encantó los cables de afuera y la electricidad le corrió por encima del cuerpo. Le corrió de un lado a otro.
–¿Pero cómo pudiste ver eso? –preguntó el señor Scott tratando de conservar la calma.
Imaginó al señor Leverett, de pie, seco y sereno, envuelto en brillantes serpientes azules de ojos de diamante y colmillos que centellaban.
–La electricidad le puso duros los pelos, papá. Primero en un lado de la cabeza, y después en el otro. Enseguida dijo: “Electricidad, arrástrate por mi pecho”, y un pañuelo de seda que tenía en el bolsillo de arriba salió y se endureció en el aire. Oh, papá, fue algo tan magnífico como el Museo de la Ciencia y la Industria.
Al día siguiente, el señor Scott fue a la casa de la loma, pero no tuvo oportunidad de hacer las preguntas que llevaba preparadas, pues el señor Leverett lo recibió diciendo:
–El hijo de usted ya le habrá contado acerca de mi pequeña exhibición de magia. Me gustan los niños, señor Scott. Quiero decir, los buenos niñitos republicanos, como Bobby.
–Sí, sí, me ha contado –admitió el señor Scott, desarmado, y un poco confundido por esta franqueza.
–Por supuesto, sólo le mostré los trucos más fáciles. Cosas de chicos. –Por supuesto –repitió el señor Scott–. Supongo que usó usted un hilo fino para hacer bailar el cable.
–Ah, usted conoce todos los secretos –dijo el señor Leverett con los ojos brillantes–. Pero vayamos al patio y sentémonos un momento.
El zumbido era bastante alto aquel día. No obstante, al cabo de un rato el señor Scott se confesó a sí mismo que era realmente un sonido tranquilizante. Y había variaciones en el sonido, variaciones que nunca había imaginado: crujidos que subían, crepitaciones que se apagaban poco a poco, siseos, silbidos, chirridos, suspiros. Luego de escuchar un cierto tiempo, era probable que uno oyera voces.
El señor Leverett dijo, balanceándose:
–La electricidad me habla de su trabajo, de sus diversiones: bailes, cantos, ruidosos conciertos de banda, viajes a las estrellas, carreras en las que deja muy atrás a los cohetes. Preocupaciones, también. ¿Recuerda usted el día en que Nueva York se quedó sin corriente eléctrica? La electricidad me contó por qué. Los electrones neoyorquinos se volvieron locos, por exceso de trabajo me parece, y dejaron de correr. Pasó un tiempo antes de que la electricidad pudiera mandar refuerzos para curar a los enfermos y conseguir que se movieran otra vez por la red de cobre. La electricidad teme que ocurra lo mismo en Chicago y San Francisco. La tensión es demasiado fuerte.
“A la electricidad le gusta trabajar para nosotros. Tiene buen corazón, y ama el trabajo. Pero le agradaría que le tuviésemos un poco más de consideración, y que prestáramos un poco más de atención a sus especiales problemas.
“Tiene que luchar, por ejemplo, contra sus hermanas salvajes: la electricidad desencadenada que estalla en las tormentas, vive en las cimas y desciende a cazar y a matar. No está aún civilizada, como la electricidad de los alambres, pero eso llegará un día.
“Pues la electricidad civilizada es una excelente maestra. Nos enseña cómo vivir limpios y unidos en un amor fraterno. Falta energía en un lado, allá corre la electricidad desde todas partes para llenar el vacío. Ayuda a Georgia tanto como a Vermont, a Los Angeles mismo que a Boston. Es patriótica también, y sólo revela sus secretos mayores a los verdaderos norteamericanos como Edison y Franklin. ¿Sabía usted que mató a un sueco que intentó repetir esa experiencia de la cometa? Sí, la electricidad es la mayor fuerza del bien en todo Estados Unidos.”
El señor Scott, adormilado, pensó que el señor Leverett podía llegar a fundar un culto de la electricidad, tan bueno como el de la Ciencia del Espíritu o del hindú que se había suicidado con una carga de dinamita. Ya se imaginaba el patio atestado de fieles mientras Krishna Leverett –o quizás el Gran Electro Leverett– repartía sabiduría desde la mecedora, interpretando la voz de la electricidad. Pero sería mejor que no se lo sugiriera al señor Leverett. En la California del Sur esas cosas podían llegar a ser ciertas.
El señor Scott dejó la loma bastante aliviado, pero pensando en decirle a Bobby que no molestara más al señor Leverett. El anciano parecía bastante inofensivo, y sin embargo...
Pero el señor Scott no se aplicó la prohibición a sí mismo. Durante los meses siguientes visitó regularmente la casa de la loma para recibir su dosis de “sabiduría eléctrica”. Llegó a esperar con ansiedad las descansadoras y amenas visitas. El señor Leverett no hacía aparentemente otra cosa que pasarse las horas sentado en el patio, sereno y feliz. En verdad, era un buen ejemplo para todos.
De cuando en cuando el señor Scott descubría aspectos divertidos en la excentricidad del señor Leverett. Por ejemplo: aunque a veces olvidaba las cuentas del gas y del agua, pagaba siempre puntualmente la electricidad y el teléfono.
Y una vez el señor Scott leyó en el periódico que se habían producido fallas eléctricas en Los Angeles y en San Francisco. Divertido y un poco asombrado por esta coincidencia, el señor Scott decidió que podía sumar la adivinación del futuro al culto eléctrico que había imaginado para el señor Leverett. “La historia de su vida en los cables.” Más novedoso, por lo menos, que las bolas de cristal o la iluminación divina.
Sin embargo, un día, como cuando había hablado por primera vez con el señor Scott, el señor Leverett dijo de nuevo algo macabro:
–¿Recuerda aquella historia del cable de cobre lanzado contra las líneas eléctricas? Se me ha ocurrido un método más simple. Bastaría con lanzar un chorro de agua con la manguera a esas líneas de alta tensión. Convendría en ese caso usar agua caliente y echar antes sal en el tanque.
El señor Scott pensó que había hecho bien en decirle a Bobby que no visitara la casa de la loma.
Pero la mayor parte del tiempo el señor Leverett parecía tranquilo y feliz.
Un día, el señor Scott advirtió un cambio brusco en el ánimo del señor Leverett, y recordó que una vez el viejo había dicho en medio de un discurso interminable:
–A propósito, he sabido que la electricidad norteamericana recorre el mundo entero, lo mismo que la electricidad de los teléfonos y las radios. Viaja a países extranjeros en baterías y condensadores. Corre por cables de Europa y de Asia, y hasta se infiltra a veces en territorio soviético, para vigilar a los comunistas, sin duda. Defensores eléctricos de la paz.
El cambio ocurrió en la visita siguiente. El señor Leverett había dejado su mecedora y se paseaba por el patio tratando de mantenerse alejado del poste, aunque de cuando en cuando miraba rápidamente por encima del hombro los alambres oscuros y zumbantes.
–Me alegra mucho verlo, señor Scott. Me siento realmente perturbado. Será mejor sin duda que me confíe a alguien. De ese modo si me pasa algo podrán avisar al FBI. Aunque no sé qué podrían hacer los del FBI.
“La electricidad me dijo esta mañana que ha organizado un movimiento mundial. Se atrevió a llamarlo así. Parece que ya hay electricidad rusa en nuestros cables y electricidad norteamericana en los cables soviéticos. Va de un lado a otro sin ninguna vergüenza. No tiene ninguna preferencia entre Estados Unidos y Rusia. Sólo piensa en sí misma.
”Ya imagina usted cómo me dejó esta noticia. Podían haberme derrumbado con una flecha de papel.
”Hay algo más. La electricidad está decidida a detener cualquier guerra importante, aunque fuese una guerra justa o en defensa de Estados Unidos. No le importamos un comino. Pero no quiere que destruyamos sus líneas y sus centrales. Si alguien pretende apretar el botón que lanza los proyectiles atómicos, aquí o en Rusia, la electricidad lo matará enseguida.
”He parlamentado con la electricidad. Le dije que siempre había sido para mí una buena norteamericana. Le hablé de Franklin, de Edison. Al fin le ordené que volviera al buen camino, pero se rió entre dientes.
”Y luego me amenazó. Me dijo que si yo trataba de detenerla, si yo revelaba sus planes, llamaría a las hermanas salvajes de las montañas y entre todas me matarían. Señor Scott, vivo solo aquí y ahí está la electricidad junto a mi ventana. ¿Qué haré?”
El señor Scott tuvo bastante dificultades en calmar al señor Leverett, lo suficiente como para poder escaparse. Al fin le prometió que volvería al día siguiente, mientras se juraba a sí mismo que no se acercaría a la casa.
El trabajo del señor Scott se complicó todavía más cuando la electricidad del poste, que ese día había sido bastante ruidosa, se alzó en un rugido. El señor Leverett se volvió y dijo roncamente:
–¡Sí, ya oigo!
Aquella noche estalló una tormenta eléctrica –rara en el área de Los Angeles– acompañada por viento y lluvia. Palmeras, pinos y eucaliptos fueron arrancados de raíz, algunos terraplenes se derrumbaron, y un torrente corrió por las calles hacia el mar.
Los relámpagos eran particularmente violentos. Un centenar de ciudadanos, que no habían visto nunca nada parecido, llamaron a los cuarteles de la defensa civil para informar o preguntar acerca de posibles ataques atómicos.
Hubo varios accidentes extraños. El señor Scott tuvo que ir a ver uno a la mañana siguiente, llamado por la policía. Había ocurrido en una casa que él había alquilado al difunto.
En la noche anterior, el señor Scott se había despertado cuando arreciaba la tormenta. En ese instante cayó un rayo enceguecedor como una lámpara de magnesio, y un trueno restalló sobre el techo como un látigo de un kilómetro de largo. El señor Scott recordó que la electricidad había amenazado al señor Leverett diciéndole que llamaría a las hermanas salvajes de las montañas.
Pero ahora, a la luz brillante de la mañana, decidió no hablarle de eso a la policía, ni citar tampoco las manías eléctricas del señor Leverett. Una historia semejante sólo serviría para complicar las cosas, y daría aún más realidad a su propio miedo.
Cuando el señor Scott llegó al lugar del accidente, todavía no habían tocado nada, ni siquiera el cadáver. Por supuesto, ya no había corriente en el pesado cable corroído que envolvía las piernas flacas del señor Leverett, cubiertas sólo por un pijama ennegrecido y quemado.
La policía y los técnicos reconstruyeron así el accidente. En el momento culminante de la tormenta una de las líneas de alta tensión se había partido a trescientos metros de la casa y el cabo suelto más próximo animado por el viento y su propia tensión había entrado por la ventana del dormitorio y se había enrollado en las piernas del señor Leverett, que en ese momento estaba levantado. El hombre había muerto instantáneamente.
La reconstrucción no alcanzaba a explicar, sin embargo, ciertas circunstancias raras. El cable de alta tensión no sólo había entrado por la ventana sino que había atravesado también la puerta del dormitorio para alcanzar al viejo en el pasillo, y el cable brillante y negro del teléfono se había enrollado como un sarmiento alrededor del brazo derecho del viejo como para inmovilizarlo e impedirle que escapara al golpe de alta tensión.

De Revista Minotauro. Se reproduce aquí por gentileza de Ediciones Minotauro.

 

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