Por Rodrigo
Fresán
¡Eléctrico Frankenstein, arenoso Coppelis, psicótico
Jekyll, acuático Nemo, invisible Griffin, animalesco Moreau; los
que van a experimentar los saludan!
No hay ciencia-ficción sin la figura del científico más
o menos loco riendo a carcajadas entre corrientes eléctricas y
tormentas refulgentes y está bien que así sea.
En un principio la imagen del hombre de ciencia aparecía inevitablemente
ligada con lo prohibido y hasta lo diabólico: el científico
era siempre aquel que quería alcanzar los poderes y el conocimiento
de Dios y, de paso, superarlo. Con la llegada del siglo XX y la consagración
de Thomas Alva Edison como entrepreneur milagroso, la percepción
del tipo despeinado con guardapolvo blanco cambia para convertirse en
sinónimo de Gran Sueño Americano. Albert Einstein termina
de completar la figura con el look perfecto y la trascendencia radiactiva.
Así, entre el 1900 y 1960 el científico es figura primordial
aunque aparezca al fondo de un lagarto gigante cortesía de algún
experimento atómico. Y la ciencia-ficción dura lo convierte
en eje que sostiene a toda la estructura. Aparecen los escribas cientificistas
(Isaac Asimov y Arthur C. Clarke) y hasta científicos que experimentan
con la ciencia-ficción (como Gregory Benford) y la fórmula
y la clave secreta reside ahora en proponer ficciones que suenen a no-ficciones
desde el punto de vista físico y químico para así
subsanar los errores de Verne (quien ignora toda aceleración a
la hora de disparar a sus héroes hacia la Luna) o el modo en que
los tripulantes de la Enterprise en Viaje a las Estrellas parecen ignorar
la existencia de algo tan primitivo como el cinturón de seguridad
para no caerse de sus asientos.
El injustamente poco valorado escritor norteamericano Fritz Leiber (1910-1992)
rinde un sentido homenaje al cuerpo eléctrico de un hombre de ciencia
secreto lector encandilado de Mecánica Popular como el de
Regreso al futuro o de Querida, encogí a los chicos con un
estilo digno de uno de esos suburbanos episodios de Dimensión desconocida
en este cuento de 1962 que se lee con el encanto que suele producir lo
irrecuperable. Después, casi enseguida, llegaría una nueva
era de científicos locos y nerds trabajando en los garajes de sus
padres, reduciendo el tamaño de las computadoras y descubriendo
y poblando otro planeta adentro de éste, Internet, desde donde
dominar al mundo y así el tiempo es circular Bill Gates
vuelve a ser el malo de la novela, el villano de la película, el
científico loco que nos vuelve locos.
El
hombre que era amigo de los electrones
Liquid
Electricity, de J. Stuart Blackton (1907).
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Por
Fritz Leiber
Cuando
el señor Scott mostró la casa de la loma al señor
Leverett, esperó que el hombre no notara el poste de alta tensión
frente a la ventana del dormitorio. Los viejos tenían a menudo
un miedo insensato a la electricidad, y el poste ya había alejado
a dos interesantes inquilinos. La electricidad seguía las ondulaciones
de las lomas, y estas líneas suministraban casi toda la energía
de Pacific Knolls. No había pues otro remedio que apartar la
atención de los posibles inquilinos.
Pero las oraciones y estratagemas del señor Scott fueron inútiles.
La mirada despierta del señor Leverett se clavó instantáneamente
en el factor negativo tan pronto como salieron al patio.
El anciano del Este examinó atentamente el poste de madera, corto
y grueso, los aisladores de vidrio de dieciocho pulgadas, la caja negra
del transformador que suministraba una corriente de menor voltaje para
esta casa y algunas otras de la loma. Luego alzó los ojos hacia
las filas paralelas de cuatro alambres que se perdían entre las
lomas desiertas. Enseguida inclinó la cabeza escuchando el sonido
débil pero regular de los electrones que escapaban de los cables
crepitando y zumbando.
¡Escuche eso! dijo el señor Leverett, excitado.
¡Cincuenta mil voltios! ¡La potencia suprema!
Las condiciones atmosféricas son raras hoy. Normalmente
no se oye nada respondió el señor Scott desfigurando
un poco la verdad.
¿Sí? dijo el señor Leverett, secamente.
El señor Scott era un hombre hábil y desvió la
conversación.
Quiero que mire bien este césped dijo con entusiasmo.
Cuando dividieron la cancha de golf de Pacific Knolls el propietario
de esta casa compró todo el césped y...
Durante el resto de la visita, el señor Scott exhibió
todas las virtudes de un buen agente inmobiliario, pero el señor
Leverett no le prestó mucha atención. El señor
Scott atribuyó la derrota al maldito poste.
Cuando se iban, sin embargo, el señor Leverett quiso detenerse
un momento en el patio.
Todavía se oye dijo escuchando el zumbido con una
curiosa satisfacción. Es un sonido que me descansa, ¿sabe
usted, señor Scott? Como el ruido del viento, o de un arroyo,
o del mar. Odio el estruendo de las máquinas, y ésa es
otra de las razones por las que dejé la Nueva Inglaterra, pero
éste es para mí como un sonido de la naturaleza. ¿Dice
usted que se lo oye pocas veces?
El señor Scott era un buen vendedor, y un hombre flexible.
Señor Leverett confesó, todas las veces
que he estado en este patio he oído ese ruido. En algunos momentos
es más débil, en otros más fuerte, pero siempre
está ahí. No se lo he dicho porque a la mayoría
de la gente no le interesa.
No lo acuso dijo el señor Leverett. La mayoría
de la gente es una tanda de bobos o algo peor. Señor Scott, ¿sabe
usted si hay comunistas entre los vecinos?
¡No, señor! respondió el señor
Scott sin titubear. No hay ningún comunista en Pacific
Knolls. Y sobre esto no mentiría por nada del mundo, créame.
Le creo dijo el señor Leverett. Aunque el Oeste
está plagado de comunistas. Quizá haya menos aquí.
Señor Scott, alquilaré por un año la casa al precio
convenido.
Apriete esos cinco dijo el señor Scott, resplandeciente.
Señor Leverett, usted es el hombre que Pacific Knolls necesita.
Se dieron la mano. El señor Leverett se balanceó sobre
los talones, alzando la cara hacia los alambres que crepitaban suavemente,
y con una sonrisa que era ya un poco posesiva.
Qué cosa fascinante la electricidad dijo. Cuántas
cosas puede hacer y cuántas más nos permite hacer. Por
ejemplo, si un hombre quiere irse al otro mundo con un resplandor elegante,
basta con que moje el pasto, tome en las manos desnudas un alambre de
cobre de ocho metros, y golpee esos cables con la otra punta. Sizzz.
Tan eficaz como la silla de Sing Sing y mucho más satisfactorio
para el espíritu.
El señor Scott sintió que se le encogía el corazón
y durante un instante de aturdimiento hasta pensó en romper el
trato. Recordó a la señora pelirroja que le había
alquilado unas habitaciones sólo para tomar una buena dosis de
barbitúricos en un lugar tranquilo. Enseguida se dijo que la
California del Sur era tierra de calabazas, melones y alcornoques, y
aunque no había tratado mucho a estrellas de cine o candidatas
a estrellas había conocido en cambio a demasiados charlatanes
de feria y cómicos retirados. Aun con fantasías macabras,
una desordenada pasión por la electricidad, un anticomunismo
rabioso, y un odio maniático por las máquinas, el señor
Leverett no se sentiría solo en California.
El señor Leverett dijo astutamente:
¿Teme usted que yo sea un suicida, no es cierto? No, no
lo soy. Me gusta hablar en voz alta. Decir lo que pienso, aun las cosas
más insólitas.
El señor Scott perdió los últimos restos de temor,
y otra vez animado invitó al señor Leverett a firmar los
papeles.
Tres días más tarde, fue a ver cómo se las arreglaba
el nuevo inquilino, y lo encontró en el patio, sentado en una
mecedora, y escuchando los zumbidos del poste.
Tome una silla y siéntese dijo el señor Leverett
señalando un sillón moderno, de tubos metálicos.
Señor Scott, deseo decirle que la casa es tan descansada como
yo esperaba. Me paso las horas escuchando la electricidad y dejando
vagar mis pensamientos. A veces escucho voces en la electricidad. Los
cables hablan. Ya sabe usted que otras gentes oyen voces en el viento.
Sí, claro está admitió el señor
Scott un poco incómodo, y enseguida, recordando que el señor
Leverett había pagado ya el primer trimestre de alquiler, decidió
que podía decir lo que pensaba: Pero el ruido del viento
cambia. Este ruido es demasiado monótono para oír voces.
Tonterías. El señor Leverett torció
oscuramente la boca. Las abejas son animales muy inteligentes,
y los entomólogos dicen que hasta tienen un lenguaje, y sin embargo,
hablan con zumbidos. Yo oigo voces en la electricidad.
Se hamacó silenciosamente en su silla durante un rato y el señor
Scott se sentó.
Sí, oigo voces en la electricidad dijo el señor
Leverett con aire soñador. La electricidad me cuenta cómo
se pasea por los cuarenta y ocho estados, y aun por el cuarenta y nueve
gracias a las líneas canadienses. Es una especie de pionera.
Los cables son las huellas y senderos; las estaciones hidroeléctricas
son los pozos de agua. La electricidad se mete hoy en todas partes:
en nuestras casas, en nuestras habitaciones, en nuestras oficinas, en
los edificios del gobierno y en los puestos militares. Y lo que no aprende
de ese modo, lo oye en las líneas telefónicas y en las
ondas del aire. La electricidad de los teléfonos es la prima
menor de la electricidad de alta tensión, podría decirse,
y las niñitas tienen el oído fino. Sí, la electricidad
sabe todo lo que nos pasa, conoce hasta nuestro último secreto.
Pero no le cuenta a la gente lo que sabe, pues la mayoría piensa
que la electricidad es una fuerza mecánica y fría. Todo
lo contrario. La electricidad es cálida, palpitante, sensible,
amistosa, como todos los seres vivientes.
El señor Scott soñaba también ahora, pensando que
las palabras del señor Leverett podían servir para una
buena campaña de publicidad: imaginativa, realista y poética.
Y en la electricidad hay algo de maldad también continuó
el señor Leverett. Hay que domesticarla. Hay que estudiarla,
hablarle francamente, no mostrarle miedo, hacerse amigo de ella. Bien,
señor Scott dijo vivamente. Sé que ha venido
aquí a ver cómo cuido la casa. De modo que permítame
que se la muestre.
El señor Scott protestó y dijo que no había venido
con intenciones inquisitivas, pero el señor Leverett le mostró
la casa.
En un momento se detuvo para dar una explicación:
He guardado la manta eléctrica y la tostadora. No me parece
bien utilizar la electricidad para tareas menores.
De acuerdo con lo que el señor Scott pudo ver, el señor
Leverett no había añadido nada al mobiliario de la casa
excepto la mecedora y una importante colección de flechas indias.
El señor Scott debió de haber hablado de esa colección
al llegar a su casa, pues una semana más tarde su hijo de nueve
años le dijo:
Eh, papá, ¿te acuerdas del hombre que conseguiste
meter en la casa de la loma?
El que alquiló la casa de la loma, querrás decir,
mi querido Bobby.
Bueno, subí a ver su colección de flechas. Papá,
¡es un encantador de serpientes!
Dios mío, pensó el señor Scott, yo ya sabía
que iba a pasar algo imposible con ese Leverett. Sin duda le gustan
las lomas porque atraen a las serpientes en los días de calor.
Pero no encanta verdaderas serpientes, papá, sólo
cables eléctricos. Después de mostrarme las flechas se
agachó en el piso y movió las manos para adelante y para
atrás. El cable empezó a moverse en el piso y de pronto
se levantó derecho, como una cobra en una canasta. ¡Parecía
cosa de fantasmas!
Conozco el truco le dijo el señor Scott a Bobby.
Hay un hilo muy delgado que tira del extremo de la cuerda.
No vi ningún hilo, papá.
No se ve si es del mismo color que el fondo explicó
el señor Scott. De pronto se le ocurrió algo: A
propósito, ¿el otro extremo del cable estaba enchufado?
¡Oh, sí, papá! Me dijo que no podía
hacerlo si no había electricidad en el cable. Es realmente un
encantador de electricidad. Lo llamé un encantador de serpientes
porque parece más interesante. Luego salimos y encantó
los cables de afuera y la electricidad le corrió por encima del
cuerpo. Le corrió de un lado a otro.
¿Pero cómo pudiste ver eso? preguntó
el señor Scott tratando de conservar la calma.
Imaginó al señor Leverett, de pie, seco y sereno, envuelto
en brillantes serpientes azules de ojos de diamante y colmillos que
centellaban.
La electricidad le puso duros los pelos, papá. Primero
en un lado de la cabeza, y después en el otro. Enseguida dijo:
Electricidad, arrástrate por mi pecho, y un pañuelo
de seda que tenía en el bolsillo de arriba salió y se
endureció en el aire. Oh, papá, fue algo tan magnífico
como el Museo de la Ciencia y la Industria.
Al día siguiente, el señor Scott fue a la casa de la loma,
pero no tuvo oportunidad de hacer las preguntas que llevaba preparadas,
pues el señor Leverett lo recibió diciendo:
El hijo de usted ya le habrá contado acerca de mi pequeña
exhibición de magia. Me gustan los niños, señor
Scott. Quiero decir, los buenos niñitos republicanos, como Bobby.
Sí, sí, me ha contado admitió el señor
Scott, desarmado, y un poco confundido por esta franqueza.
Por supuesto, sólo le mostré los trucos más
fáciles. Cosas de chicos. Por supuesto repitió
el señor Scott. Supongo que usó usted un hilo fino
para hacer bailar el cable.
Ah, usted conoce todos los secretos dijo el señor
Leverett con los ojos brillantes. Pero vayamos al patio y sentémonos
un momento.
El zumbido era bastante alto aquel día. No obstante, al cabo
de un rato el señor Scott se confesó a sí mismo
que era realmente un sonido tranquilizante. Y había variaciones
en el sonido, variaciones que nunca había imaginado: crujidos
que subían, crepitaciones que se apagaban poco a poco, siseos,
silbidos, chirridos, suspiros. Luego de escuchar un cierto tiempo, era
probable que uno oyera voces.
El señor Leverett dijo, balanceándose:
La electricidad me habla de su trabajo, de sus diversiones: bailes,
cantos, ruidosos conciertos de banda, viajes a las estrellas, carreras
en las que deja muy atrás a los cohetes. Preocupaciones, también.
¿Recuerda usted el día en que Nueva York se quedó
sin corriente eléctrica? La electricidad me contó por
qué. Los electrones neoyorquinos se volvieron locos, por exceso
de trabajo me parece, y dejaron de correr. Pasó un tiempo antes
de que la electricidad pudiera mandar refuerzos para curar a los enfermos
y conseguir que se movieran otra vez por la red de cobre. La electricidad
teme que ocurra lo mismo en Chicago y San Francisco. La tensión
es demasiado fuerte.
A la electricidad le gusta trabajar para nosotros. Tiene buen
corazón, y ama el trabajo. Pero le agradaría que le tuviésemos
un poco más de consideración, y que prestáramos
un poco más de atención a sus especiales problemas.
Tiene que luchar, por ejemplo, contra sus hermanas salvajes: la
electricidad desencadenada que estalla en las tormentas, vive en las
cimas y desciende a cazar y a matar. No está aún civilizada,
como la electricidad de los alambres, pero eso llegará un día.
Pues la electricidad civilizada es una excelente maestra. Nos
enseña cómo vivir limpios y unidos en un amor fraterno.
Falta energía en un lado, allá corre la electricidad desde
todas partes para llenar el vacío. Ayuda a Georgia tanto como
a Vermont, a Los Angeles mismo que a Boston. Es patriótica también,
y sólo revela sus secretos mayores a los verdaderos norteamericanos
como Edison y Franklin. ¿Sabía usted que mató a
un sueco que intentó repetir esa experiencia de la cometa? Sí,
la electricidad es la mayor fuerza del bien en todo Estados Unidos.
El señor Scott, adormilado, pensó que el señor
Leverett podía llegar a fundar un culto de la electricidad, tan
bueno como el de la Ciencia del Espíritu o del hindú que
se había suicidado con una carga de dinamita. Ya se imaginaba
el patio atestado de fieles mientras Krishna Leverett o quizás
el Gran Electro Leverett repartía sabiduría desde
la mecedora, interpretando la voz de la electricidad. Pero sería
mejor que no se lo sugiriera al señor Leverett. En la California
del Sur esas cosas podían llegar a ser ciertas.
El señor Scott dejó la loma bastante aliviado, pero pensando
en decirle a Bobby que no molestara más al señor Leverett.
El anciano parecía bastante inofensivo, y sin embargo...
Pero el señor Scott no se aplicó la prohibición
a sí mismo. Durante los meses siguientes visitó regularmente
la casa de la loma para recibir su dosis de sabiduría eléctrica.
Llegó a esperar con ansiedad las descansadoras y amenas visitas.
El señor Leverett no hacía aparentemente otra cosa que
pasarse las horas sentado en el patio, sereno y feliz. En verdad, era
un buen ejemplo para todos.
De cuando en cuando el señor Scott descubría aspectos
divertidos en la excentricidad del señor Leverett. Por ejemplo:
aunque a veces olvidaba las cuentas del gas y del agua, pagaba siempre
puntualmente la electricidad y el teléfono.
Y una vez el señor Scott leyó en el periódico que
se habían producido fallas eléctricas en Los Angeles y
en San Francisco. Divertido y un poco asombrado por esta coincidencia,
el señor Scott decidió que podía sumar la adivinación
del futuro al culto eléctrico que había imaginado para
el señor Leverett. La historia de su vida en los cables.
Más novedoso, por lo menos, que las bolas de cristal o la iluminación
divina.
Sin embargo, un día, como cuando había hablado por primera
vez con el señor Scott, el señor Leverett dijo de nuevo
algo macabro:
¿Recuerda aquella historia del cable de cobre lanzado contra
las líneas eléctricas? Se me ha ocurrido un método
más simple. Bastaría con lanzar un chorro de agua con
la manguera a esas líneas de alta tensión. Convendría
en ese caso usar agua caliente y echar antes sal en el tanque.
El señor Scott pensó que había hecho bien en decirle
a Bobby que no visitara la casa de la loma.
Pero la mayor parte del tiempo el señor Leverett parecía
tranquilo y feliz.
Un día, el señor Scott advirtió un cambio brusco
en el ánimo del señor Leverett, y recordó que una
vez el viejo había dicho en medio de un discurso interminable:
A propósito, he sabido que la electricidad norteamericana
recorre el mundo entero, lo mismo que la electricidad de los teléfonos
y las radios. Viaja a países extranjeros en baterías y
condensadores. Corre por cables de Europa y de Asia, y hasta se infiltra
a veces en territorio soviético, para vigilar a los comunistas,
sin duda. Defensores eléctricos de la paz.
El cambio ocurrió en la visita siguiente. El señor Leverett
había dejado su mecedora y se paseaba por el patio tratando de
mantenerse alejado del poste, aunque de cuando en cuando miraba rápidamente
por encima del hombro los alambres oscuros y zumbantes.
Me alegra mucho verlo, señor Scott. Me siento realmente
perturbado. Será mejor sin duda que me confíe a alguien.
De ese modo si me pasa algo podrán avisar al FBI. Aunque no sé
qué podrían hacer los del FBI.
La electricidad me dijo esta mañana que ha organizado un
movimiento mundial. Se atrevió a llamarlo así. Parece
que ya hay electricidad rusa en nuestros cables y electricidad norteamericana
en los cables soviéticos. Va de un lado a otro sin ninguna vergüenza.
No tiene ninguna preferencia entre Estados Unidos y Rusia. Sólo
piensa en sí misma.
Ya imagina usted cómo me dejó esta noticia. Podían
haberme derrumbado con una flecha de papel.
Hay algo más. La electricidad está decidida a detener
cualquier guerra importante, aunque fuese una guerra justa o en defensa
de Estados Unidos. No le importamos un comino. Pero no quiere que destruyamos
sus líneas y sus centrales. Si alguien pretende apretar el botón
que lanza los proyectiles atómicos, aquí o en Rusia, la
electricidad lo matará enseguida.
He parlamentado con la electricidad. Le dije que siempre había
sido para mí una buena norteamericana. Le hablé de Franklin,
de Edison. Al fin le ordené que volviera al buen camino, pero
se rió entre dientes.
Y luego me amenazó. Me dijo que si yo trataba de detenerla,
si yo revelaba sus planes, llamaría a las hermanas salvajes de
las montañas y entre todas me matarían. Señor Scott,
vivo solo aquí y ahí está la electricidad junto
a mi ventana. ¿Qué haré?
El señor Scott tuvo bastante dificultades en calmar al señor
Leverett, lo suficiente como para poder escaparse. Al fin le prometió
que volvería al día siguiente, mientras se juraba a sí
mismo que no se acercaría a la casa.
El trabajo del señor Scott se complicó todavía
más cuando la electricidad del poste, que ese día había
sido bastante ruidosa, se alzó en un rugido. El señor
Leverett se volvió y dijo roncamente:
¡Sí, ya oigo!
Aquella noche estalló una tormenta eléctrica rara
en el área de Los Angeles acompañada por viento
y lluvia. Palmeras, pinos y eucaliptos fueron arrancados de raíz,
algunos terraplenes se derrumbaron, y un torrente corrió por
las calles hacia el mar.
Los relámpagos eran particularmente violentos. Un centenar de
ciudadanos, que no habían visto nunca nada parecido, llamaron
a los cuarteles de la defensa civil para informar o preguntar acerca
de posibles ataques atómicos.
Hubo varios accidentes extraños. El señor Scott tuvo que
ir a ver uno a la mañana siguiente, llamado por la policía.
Había ocurrido en una casa que él había alquilado
al difunto.
En la noche anterior, el señor Scott se había despertado
cuando arreciaba la tormenta. En ese instante cayó un rayo enceguecedor
como una lámpara de magnesio, y un trueno restalló sobre
el techo como un látigo de un kilómetro de largo. El señor
Scott recordó que la electricidad había amenazado al señor
Leverett diciéndole que llamaría a las hermanas salvajes
de las montañas.
Pero ahora, a la luz brillante de la mañana, decidió no
hablarle de eso a la policía, ni citar tampoco las manías
eléctricas del señor Leverett. Una historia semejante
sólo serviría para complicar las cosas, y daría
aún más realidad a su propio miedo.
Cuando el señor Scott llegó al lugar del accidente, todavía
no habían tocado nada, ni siquiera el cadáver. Por supuesto,
ya no había corriente en el pesado cable corroído que
envolvía las piernas flacas del señor Leverett, cubiertas
sólo por un pijama ennegrecido y quemado.
La policía y los técnicos reconstruyeron así el
accidente. En el momento culminante de la tormenta una de las líneas
de alta tensión se había partido a trescientos metros
de la casa y el cabo suelto más próximo animado por el
viento y su propia tensión había entrado por la ventana
del dormitorio y se había enrollado en las piernas del señor
Leverett, que en ese momento estaba levantado. El hombre había
muerto instantáneamente.
La reconstrucción no alcanzaba a explicar, sin embargo, ciertas
circunstancias raras. El cable de alta tensión no sólo
había entrado por la ventana sino que había atravesado
también la puerta del dormitorio para alcanzar al viejo en el
pasillo, y el cable brillante y negro del teléfono se había
enrollado como un sarmiento alrededor del brazo derecho del viejo como
para inmovilizarlo e impedirle que escapara al golpe de alta tensión.
De
Revista Minotauro. Se reproduce aquí por gentileza de Ediciones
Minotauro.
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