La
campana de palo
Por Miguel Bonasso
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La primera carta, escrita en
la cárcel de Río Gallegos en 1956, logra burlar las rejas
impuestas por la Libertadora. Inunda la celda con el perfume
de la mujer amada: Cuando usted llegó a lo de Palacio con
su sombrero coronado de flores de durazno (¿o serían jazmines?)
me dio la sensación de un bello junco a la espera del vendaval
que lo abatiese inmisericorde. Usted me dirá señora, que
desde entonces han pasado diez años y ¡ay! muchos
vendavales. No haga caso del almanaque señora, que es una obra
mezquina de burócratas del tiempo. Son otros equinoccios los que
rigen para nosotros. Yo le voy a contar la verdadera historia, la auténtica,
la real. De lo de Palacio fuimos a su casa, y hablamos de presidentes
depuestos y de políticos, en la penumbra propicia de un crepúsculo
de primavera. Comimos chez moi. Usted leyó versos.
Desde entonces su adorable sonrisa de conejo iluminó mis felices
noches de conspirador en desgracia.
El conspirador en desgracia era John William Cooke (designado
como Delfín por el propio Juan Domingo Perón en caso de
que él mismo muriera). La dama de sonrisa conejil,
la compañera del Bebe, Alicia Eguren.
Desde esa misiva, escrita cuando pensaba que iba a recuperar la libertad,
a la última, median unas pocas páginas de libro, pero 12
años de distancia y la inminencia de la muerte. Cooke, aniquilado
por el cáncer de pulmón que le han cobrado sus cien cigarrillos
diarios, le pide a su mujer (antes de ser operado) que tome una serie
de disposiciones en caso de muerte. Nada de velorios y mucho menos de
rezos y sacerdotes. Dona los ojos y todos los órganos que puedan
servir a otros hombres y en caso de no ser posible exige que lo cremen.
Y que las cenizas no se conserven ni se depositen: dispérsenlas
poéticamente al viento, tíralas al mar (transo con que las
tires al Río de la Plata, lo mismo da cualquier río y aún
una laguna). Yo viviré como recuerdo el tiempo que me tengan en
la memoria las personas que de veras me han querido; y en la medida que
he dedicado mi vida a los ideales revolucionarios de la libertad humana,
me perpetuaré en la obra de los que continúen esa militancia.
Las cartas a las que pertenecen los fragmentos citados, conviven en un
mismo libro Campana de palo, de Roberto Baschetti, junto con
la zamba La Montonera, de Joan Manuel Serrat, poemas inéditos
de poetas militantes como Francisco Urondo o Miguel Angel Bustos, entreverados
con poemas de dirigentes guerrilleros abatidos como Carlos Olmedo, Eduardo
Pereira Rossi o Leonardo Bettanin; canciones y consignas del peronismo
revolucionario (desde la primera Resistencia hasta la lucha armada de
los setenta); testimonios inéditos e invalorables como el retrato
que ese gran intelectual que fue Rodolfo Puiggrós hace de Sergio,
su hijo montonero, muerto en combate. Una vasta producción cultural
de celebridades y anónimos que Baschetti, infatigable
compilador, fue recolectando mientras recuperaba un vasto y complejo
universo de documentos del peronismo desde 1955 hasta 1976. Universo
que plasmó en distintos volúmenes: Documentos de la
Resistencia Peronista, 1955-1970; Documentos 1970-1973, de
la guerrilla peronista al gobierno popular; Documentos 1973-1976,
de Cámpora a la ruptura y de la ruptura al golpe. Una gigantesca
tarea de exhumación histórica que le allana el camino a
los investigadores del presente y el futuro.
Pero en esta Campana de palo, además, el lector interesado
en la etapa más dramática de nuestra historia contemporánea,
recupera la textura emocional de una época, su intimidad, que no
suele estar presente en los documentos de los personajes y las organizaciones
de aquel momento. Como este poema de monseñor Enrique Angelelli,
obispo de La Rioja, asesinado en Punta de los Llanos por la dictadura
militar occidental y cristiana el 4 de agosto de 1976, en
un accidente de automóvil cuidadosamente planificado:
Estoy pelando la leña
Para encontrarle el alma al palo
Y así dibujar mi rostro
En el interior de este palo.
Por eso huyo de la ciudad
Donde es difícil encontrarle
El alma a este palo.
Aquí en la quebrada
Y en el silencio de los cerros,
Cuidado por los cardones,
Los pájaros y el diálogo del arroyo
Descubro que es fácil
Tallar mi rostro
En el alma de este algarrobo
Y escuchar en él
La voz del silencio de los cerros.
Para contarle a mis hermanos,
Negros o blancos,
Pobre, rico, marginado.
Que cada palo de algarrobo
Se aprende a amar
Cantando, llorando
Tallando, silbando,
Sirviendo
Sin mirar que leña tiene el palo.
REP
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