Por Luciano Monteagudo
De los muchos festivales posibles
que caben dentro de la misma Berlinale la sección oficial,
dentro y fuera de competencia; el Forum del Cine Joven; el Kinderfilmfest,
dedicado a los chicos el homenaje a Kirk Douglas ocupó ayer
las primeras planas de todos los diarios de la ciudad, después
de que el legendario Espartaco recibiera de manos de los organizadores
de la muestra un Oso de Oro por su trayectoria. Pero hay otro festival
más dentro del festival y es la monumental retrospectiva dedicada
a Fritz Lang, un repaso exhaustivo de toda su vida y su obra como jamás
se había hecho antes en Europa y que ayer tuvo su punto culminante
con la exhibición acompañada por la Orquesta Sinfónica
de la Radio de Berlín de Metrópolis, en la que puede
considerarse su versión definitiva, de dos horas y media de duración.
Sin duda, Lang (1890-1976) fue uno de los mayores creadores de formas
de la historia del cine y todo un adelantado a su tiempo. Para probarlo,
basta con alzar la vista hacia los refulgentes edificios que hacen de
Potsdamer Platz el epítome de la ciudad del futuro, y descubrir
que no difieren en mucho de los que el cineasta imaginó en 1926
para Metrópolis, precisamente. Esta nueva Berlín de acero,
cristal y neón poco y nada tiene que ver con la vieja capital imperial
que conoció Lang cuando llegó de Viena, luego de la Primera
Guerra Mundial, pero estaba ya prefigurada en su cine, que abarca dos
períodos claramente diferenciados, uno alemán y otro estadounidense,
con un breve intervalo en París.
Todo ese largo recorrido está ilustrado minuciosamente aquí
en la Berlinale, en primer lugar con la exhibición cada uno de
sus films, la mayoría de los cuales fueron restaurados a nuevo
para esta retrospectiva, que convocó a archivistas de todo el mundo,
responsables de haber salvado de su destrucción al negativo de
The big heat (1953), por ejemplo, o de haber recuperado el color original
de The return of Frank James (1940). Las sorpresas, sin embargo, pueden
venir de los títulos menos conocidos de Lang, como You and me (1938),
el mayor fracaso comercial de toda su carrera y hasta hoy un film casi
olvidado, pero que se revela como una pieza única, de una rara
modernidad, con un planteo brechtiano de la sociedad de consumo norteamericana,
evidente desde la satírica canción inicial, la genial Balada
de la caja registradora, compuesta especialmente para la película
por Kurt Weill.
Si la retrospectiva es impactante, no le es menos la exposición
que le dedica la flamante Filmhaus de la Cinemateca Alemana, un espacio
de puras líneas cromadas en el que el robot original de Metrópolis
parece sentirse muy a gusto. Allí hay todo tipo de documentos sobre
Lang, desde la utilería de muchos de sus films, como el famoso
cuadro de The Woman of the Window (1944), hasta sus papeles personales,
como su pasaporte, que viene a desmentir una famosa leyenda lanzada por
el propio Lang, en la que él decía haber escapado de la
Alemania nazi en marzo de 1933, minutos después de haber mantenido
un encuentro con el ministro de propaganda Joseph Goebbels, quien le habría
ofrecido la dirección de la cinematografía del Reich. Los
sellos del pasaporte indican (según explica a su vez el lujoso
libro de 512 páginas publicado especialmente para la retrospectiva)
que Lang llegó a París tres meses después, aparentemente
sin apuro, lo que echa por tierra el cinematográfico relato de
su fuga.
La documentación también prueba que, una vez en el exilio,
Lang fue uno de los prusianos (como figura en el pasaporte)
que más ayudó a sus compatriotas perseguidos a emigrar a
los Estados Unidos, a pesar de lo cual nunca nadie tuvo palabras amables
para el director, famoso por su tiranía dentro del set. Kurt Weill
llegó a decir que sus recuerdos de Lang lo hacían vomitar;
Brigitte Helm, a quien Lang convirtió en una estrella en Metropolis,
solía afirmar que esa experiencia había sido la peor de
suvida. Y Marlene Dietrich, que llegó a ser su amante, lo definió
con una sola palabra: sádico.
Hablando de Marlene: basta con subir un piso dentro la Filmahaus y recorrer
otra de sus salas para encontrarse de pronto con una suerte de sancta
sanctorum de la diva, un laberinto de vitrinas y espejos en los que se
reflejan las imágenes de la Dietrich hasta el infinito, mientras
los fetichistas pueden admirar detrás de vidrios blindados
su equipaje personal, sus cigarreras de plata y el vestuario original
de la mayoría de sus películas. Entre los objetos curiosos,
figura una carta de un comandante del ejército estadounidense,
de la época en que Marlene hacía apariciones personales
para animar a las tropas aliadas que combatían contra la Alemania
nazi. El texto, muy respetuoso y lleno de admiración, le pide censurar
por presiones de las ligas religiosas unas pocas líneas
de su show, cuando Marlene hacía subir al escenario a un soldado
cualquiera, se le acercaba de manera seductora y prometía leerle
la mente, para luego decir: Oh, pensá en otra cosa; no puedo
hablar de eso delante de toda esta gente.
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