Por Horacio Bernades
Número de suerte no es
la clase de película que podía esperarse de Nora Ephron.
Hasta ahora, esta neoyorquina cincuentona estaba identificada a fuego
con la comedia romántica, a la que había logrado revivir
con buenas dosis de ironía posromántica, tanto desde el
guión de Cuando Harry conoció a Sally como en Sintonía
de amor. Pero lo que al principio parecía fresco, a la altura de
Tienes un e-mail ya sonaba a fórmula gastada. Mrs. Ephron debe
haberlo percibido, cortando amarras con los buenos sentimientos y las
trampas de la nostalgia para probarse en terreno desconocido. Comedia
negrísima, en Número de suerte ya nadie piensa en enamorarse,
sino sólo en llevarse el premio mayor de la lotería. Aunque
para ello deban estafar, traicionar y asesinar.
Con nieve y temperaturas bajo cero, es lógico que en Harrisburg,
Pennsylvania, el meteorólogo de la tele sea toda una estrella.
Russ Richards (John Travolta) tiene estacionamiento propio y la mejor
mesa en el bar de la zona. Cuál no será su sorpresa cuando
la señora de la mesa de al lado le tienda una carta. Que resulta
no ser de amor, sino un seco y rotundo ultimátum de pago. Popular
gracias a sus chistes tontos, sonrisas de plástico y pasos de baile
en la tele, Russ hace plata vendiendo motos para la nieve. Pero como este
invierno es espantosamente benigno, el bueno de Russ no puede vender una
maldita moto y los acreedores lo cercan.
Para salvarse, Russ recurrirá a Gig, dueño de un cabaret
nudista con conexiones en el bajo mundo (Tim Roth). Como Russ es amante
de Crystal, la chica de la lotería (Lisa Kudrow, la colgada
Phoebe de la serie Friends), Gig le sugiere una sencilla estafa
a dúo, para alzarse con el premio mayor. Verdadera serpiente de
nieve, Crystal aportará a un primo lelo para completar el plan
(el documentalista Michael Moore, notable en su primer aporte cómico).
Despechado por Crystal, el gerente de noticias (Ed ONeill, imborrable
protagonista de la serie Casados con hijos) no tarda en ponerles
el ojo encima. Mientras tanto, a un matón (Michael Rapaport) se
le va la mano, la policía mete las narices y ya está todo
dado para que Russ resbale y se hunda cada vez más en la nieve.
Se sabe que esta clase de historias no terminan bien. O sí, depende
cómo se mire.
A años luz de ternuras y enamoramientos tardíos, Ephron
se pone aquí a la altura de sus inescrupulosos personajes. Es posible
que su falta de familiaridad con el mundo de los malos sentimientos le
impida ir hasta el fondo, allí donde todo se pudre. Pero Ephron
sabe ser corrosiva y lo confirma al retratar el mundo de la televisión
como la mascarada que en verdad es, con sonrisas que caen y metidas de
pata en vivo. O en la escena en la que Russ y Crystal alternan amenazas
y paladeos, al discutir sobre un crimen mientras saborean deliciosos manjares.
Es verdad que Travolta tira para atrás en su caracterización
del meteorólogo desesperado. Eterno bonachón, el crapulesco
Russ no es un personaje que le siente, y se nota. Pero Lisa Kudrow compensa.
La talentosa Phoebe, que no tuvo un papel a su altura en Analízame,
entrega aquí una Crystal capaz de sonreír en cámara
luego de asesinar a sangrefría a una víctima indefensa.
Como toda comedia negra, son claves los numerosos secundarios. El evangelista
asmático y masturbador de Michael Moore y el policía sin
ganas de trabajar del siempre magnífico Bill Pullman se llevan
las palmas, con un Tim Roth inusualmente contenido, dejando atrás
los desmadres de la reciente La leyenda de 1900. Se agradece.
PUNTOS
NO
QUIERO VOLVER A CASA, DEBUT DE ALBERTINA CARRI
El tiro de gracia de un marginal
Por Martín
Pérez
Eso es lo que dice el protagonista
de la opera prima de Carri poco antes de cometer el crimen que activará
el mecanismo narrativo en reversa del film: No quiero volver a casa.
Y no lo hará, porque no hay regreso. Como dejará bien en
claro el recorrido por las historias de las dos familias afectadas por
el crimen la de la víctima y la del asesino, la casa
a la que se refiere Rubén (el veinteañero que da forma a
su tragedia) ya no existe. Y, una vez que se cincela la imposibilidad
del regreso, solo es posible recorrer cada pliegue de la desaparición
del hogar.
Filmada en 16 milímetros y en blanco y negro, No quiero volver
a casa fue presentada en competencia junto a Esperando el mesías
y 768903 el año pasado en el Festival de Cine
Independiente. Y su propuesta no podía ser más diferente
que la de sus compatriotas. Nacida a partir de un cortometraje, la opera
prima de Carri parte del tiro de gracia que su marginal protagonista le
dispara a un industrial secuestrado en un sótano. Y luego se dedica
a recorrer el camino familiar que terminó situándolos a
ambos en esa escena.
Policial sin suspenso, costumbrismo social sin la tregua del grotesco,
el film de Carri no tiene concesiones. Construido casi como una tragedia
muda, a partir de diálogos en los que nadie se escucha, monólogos
que se repiten y silencios que subrayan lo que no se dice, No quiero...
denuncia una realidad ajena a su mundo. Recortándose contra una
ciudad que llena el horizonte, el film de Carri desarrolla los entretelones
familiares y sociales de su muerte anunciada como quien repite
por enésima vez su historia ante alguien que no podrá hacer
nada por cambiarla.
Pretenciosa y vacía al construir un mecanismo irreversible desde
una primera escena que desdeña la narración tradicional,
No quiero... es un film sentimental pero sin sentimientos, que navega
en un mundo de forzados paralelismos, de tragedias inevitables. Un mundo
en el que todos parecen quejarse del lugar que ocupan, pero que jamás
intentaron salir de él. Un universo condenado, que tiene el rostro
de la ciudad que ocupa el horizonte, en el que los únicos que hacen
preguntas que pueden ser escuchadas pero no respondidas son
los inocentes. Que tarde y temprano deberán enfrentarse como
lo hace el hijo del industrial en el último plano del film
con una urbe que los espera.
PUNTOS
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