Sordos
Pedro Pou no es Alan Greenspan, titular de la Reserva Federal de
los Estados Unidos, ni tampoco sus decisiones tienen el mismo alcance.
Fue instalado en la presidencia del Banco Central por voluntad de
Carlos Menem, a instancias de Eduardo Bauzá, que hasta hoy
lo sigue respaldando. Como responsable de la política monetaria,
es conocida su adhesión a la idea de reemplazar el peso nacional
por el dólar norteamericano, por lo cual representa la opinión
de sólo una parte del mercado que, en su momento,
expresaba el mismo Menem. Durante su mandato, la desnacionalización
del capital bancario y su concentración en manos de financistas
internacionales, la fuga de divisas al exterior por vías
legales y clandestinas, el volumen del dinero negro
en uso y el elevado costo del crédito, injustificable en
un país con deflación y recesión prolongadas,
que lo volvió inaccesible para la economía de producción,
son tendencias que nada hicieron en favor de los intereses de las
mayorías. Cuenta, eso sí, con el respaldo explícito
de una docena de bancos, controlados casi todos por capitales internacionales
dedicados a sus propios beneficios, convengan o no al país,
que presionan sobre el Gobierno con invocaciones que parecen ignorar
a las leyes y los tribunales nacionales.
En su doble función, porque incluye la superintendencia de
operaciones financieras, dos tareas que en la mayor parte del mundo
están desvinculadas, Pou acumuló críticas políticas
por manifiesta parcialidad en beneficio de pocos y sospechas de
complicidad, por acción u omisión, en actividades
que están prohibidas por las leyes que deberían valer
para todos. Aunque la institución que preside goza de autonomía
legal suficiente para inhibir la manipulación facciosa y
coyuntural del gobierno de turno, esa misma condición requiere
a todos sus funcionarios de un alto grado de ponderación
y de cristalina transparencia, además de los conocimientos
técnicos indispensables. Por los datos que han ido ganando
el conocimiento público, ninguno de esos requisitos, incluyendo
el uso debido de la autonomía, están cumplidos.
En un país sin sospechas generalizadas, que se justifican
debido a tantos precedentes de delitos impunes, y con absoluta independencia
de los tres poderes del Estado, la inmunidad del Banco Central podría
estar bajo tranquilo resguardo, pero no es el caso. Aquí
nadie se sorprende cuando un crimen es adjudicado a miembros de
la policía, o cuando un ladrón declara que sus carceleros
le permitían salir de prisión a cometer fechorías
con tal de compartir el botín a su regreso, o cuando el gatillo
fácil es amparado por solidaridades corporativas, o
cuando instituciones completas como el Concejo Deliberante porteño
o el Senado nacional son sospechados con fundamento. Sin mencionar
la devastación del terrorismo de Estado, aun así sobran
las evidencias para actuar con decisión en nombre de la igualdad
ante la ley. No hay modo de salir de ese estado general de desconfianza
sin que medie una firme actitud de la autoridad que emerge de las
urnas para que cada cual tenga lo que se merece según las
normas que rigen la vida en convivencia plural y la organización
republicana.
Sin embargo, el Gobierno duda. Y cada vez que vacila entre las demandas
populares y los beneficios de unos pocos con mucho poder, la decisión
final suele nutrirse de una única fuente, el pensamiento
presidencial de centro-derecha. Con esa inspiración, el mundo
imperfecto no puede aspirar a ningún progreso, dado que el
conservador, por propia definición, tiende a preservar el
statu quo y la escala de valores predominante, como si en efecto
hubieran sido establecidos de una vez y para siempre. Esta visión
de la realidad tiende a engañarse a sí misma, enredándose
en explicaciones que dejan afuera las más probables causas
últimas.
La explicación oficial sobre el blindaje, por
ejemplo, sostiene que viene a resolver problemas circunstanciales
de liquidez, originados sobre todo en factores externos, o acepta
la versión de los economistas del establishment que atribuyen
esa necesidad de recursos extraordinarios a la demora de las reformas
que el menemismo dejó pendientes, debido a la interferencia
de la dirigencia política. Vale decir que, desde tal
punto de vista, las consecuencias del modelo económico nada
tienen que ver con el origen de la crisis de pagos que nos puso
al borde de la cesación de pagos (Informe mensual de
FIDE N 156, enero/01). Con idéntico razonamiento, antes de
escuchar los argumentos del Congreso nacional y del informe final
de los senadores norteamericanos, salió a defender la continuidad
de Pou en el Banco Central, apenas una semana después de
haberse manifestado en plena solidaridad con las investigaciones
de la diputada Carrió, empecinada denunciante del funcionario
cuestionado.
Junto con su conocida obsesión por controlar en persona hasta
los detalles menores de las decisiones del Poder Ejecutivo, Fernando
de la Rúa mantiene otra, alimentada por sus asesores de imagen:
cree que la autoridad presidencial depende de ignorar las opiniones
de los que no pueden hacerle daño. Entre los banqueros y
los ciudadanos, su opción es más previsible que las
tormentas de verano. Con ese mismo criterio, los participantes en
Davos jamás hubieran dialogado con los del Foro de Porto
Alegre, debido a las enormes diferencias que los enfrentan en la
percepción de los asuntos internacionales. Olvida, también,
que jamás hubiera llegado a la Casa Rosada sin la Alianza,
cuyas opiniones desdeña en nombre de sus atribuciones unipersonales.
De acuerdo con ese criterio, en abril el delegado argentino podría
votar la condena a Cuba que auspicia Estados Unidos, aunque los
jefes de los partidos mayores de la coalición, la UCR y el
Frepaso, se pronunciaron en público por la abstención.
El Presidente decidió ignorarlos, porque, según dice,
la política internacional es de su exclusiva incumbencia.
Hace un par de días podía pasar como un debate académico,
pero desde ayer el tema alcanzó una nueva dimensión:
Si por espiar los movimientos de tropas norteamericanas en la zona
el presidente Bush ordenó el bombardeo del sur de Irak, con
el único apoyo de Gran Bretaña, ¿cuánto
podría demorar una acción similar contra Cuba, dada
su proximidad geográfica, con idénticos argumentos,
reforzados por una votación forzada? ¿Está
dispuesto el Presidente a crear las condiciones que faciliten una
agresión de esa naturaleza?
Una y otra vez, los hechos contradicen ese tipo de obstinación
conservadora. Basta con observar el paisaje de la Alianza en materia
de candidatos para las elecciones de octubre próximo. Sus
mejores apuestas, al decir de los miembros de la Alianza, son Raúl
Alfonsín, Chacho Alvarez, Lilita Carrió, Alicia Castro,
María América González y Darío Alessandro,
al menos en la Ciudad y en la provincia de Buenos Aires. Es decir,
los que se proclaman de centro-izquierda, los que rechazan el voto
alineado contra Cuba, los que quieren que la política recupere
decencia y la economía justicia social, los que criticaron
en el Congreso la reforma laboral o la previsional tal como las
había concebido el Poder Ejecutivo. Y tienen razón
los que así opinan: ¿Cómo podría la
Alianza mantener la mayoría de votos con el discurso conservador?
A pesar del descontento popular, ni el peronismo podría competir
con probabilidades de éxito si los candidatos y el discurso
fuera los mismos de Menem. Por algo en territorio bonaerense competirá
Eduardo Duhalde, que puede evocar, más que su obra de gobierno,
su oposición al actual pololo de la Bolocco,
mientras busca en la Ciudad figuras potables para el electorado,
como Gustavo Beliz o Irma Roy. Prueba de esa impotencia, ayer los
diputados menemistas dieron a publicidad una carta al Presidente
en la que presumen una campaña sucia contra sus candidatos
en el país y piden un acuerdo de impunidad. Que nadie recuerde
ni la corrupción ni la injusticia, puede leerse entre líneas,
porque eso no forma parte del juego democrático.
Tienen razón en dirigirse a De la Rúa, en lugar de
dialogar con los jefes de los partidos de la Alianza, porque tampoco
él aceptó nunca que la renuncia de Alvarez tuviera
alguna relación verdadera con las indignidades en el Senado.
Lo mejor es seguir con la línea trazada por Menem, que consistía
en judicializar la política, o sea, patear hacia
adelante, sin plazo fijo, la sanción pública contra
los violadores de la ética pública.
En el reciente Congreso internacional sobre Etica y Desarrollo convocado
por el Banco Interamericano de Desarrollo (BID), que no es justamente
el Foro de Porto Alegre, el premio Nobel de Economía Amartya
Sen, reconocido por sus estudios sobre la pobreza, demostró
que la ética hace la diferencia en la economía,
según el relato en La Nación de Bernardo Kliksberg,
coordinador general de dicho congreso. Y sigue: El presidente
del BID, Enrique Iglesias, ha llamado a enfrentar los grandes retos
pendientes en América latina: la pobreza y la elevada desigualdad,
la mayor del globo. El filósofo francés Edgard
Morin planteó en la reunión mencionada: Creíamos
que el desarrollo económico era una locomotora que nos llevaría
al desarrollo humano, pero no es así, hay que pensar de nuevo
el desarrollo para humanizarlo. ¿En qué tono
habrá que decirlo para que lo escuchen los idólatras
del mercado? ¿O serán sordos sin remedio?
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