Por Pablo Plotkin
Después del suicidio
de Kurt Cobain, cuando ya era un hecho que una banda de rock honesto podía
apoderarse de la cima de los rankings planetarios, a alguien se le ocurrió
que Yo La Tengo era candidata a convertirse en el próximo mártir
de las multitudes de adolescentes desamparados. La hipótesis no
tardó en deshacerse: basta ver una foto de este trío de
los suburbios de Nueva Jersey para entender que aquí no hay destino
posible de estrellas, ni estadios repletos, y que de ninguna manera Ira
Kaplan podría ser blanco de proyección de los sueños
de tantos chicos y chicas como lo fue el héroe de Nirvana. Yo La
Tengo es, por el contrario, una banda destinada a perdurar como adorable
producto de culto, condenada a que su música envejezca a la par
de ellos y de sus fans. Porque, si bien a mediados de los 90 podían
soñarse como los nuevos mesías de la cultura rock, en el
2001 no les queda más que resignarse a madurar como la exquisitez
de pop subterráneo en que se convirtieron. No es que no nos
hubiera gustado ser más populares, reconoce Kaplan, guitarra,
voz y cerebro del trío que mañana a las 20 tocará
en La Trastienda, con Pequeña Orquesta Reincidentes y Simio como
representantes locales. Tal vez hubiera sido cool tener un hit.
El principio de todo es en Hoboken, en 1986. A un río de distancia
del vértigo de Nueva York, Kaplan y su pareja, la baterista Georgia
Hubley, formaron un grupo de rock inspirados en la tradición indie
estadounidense fundada por Velvet Underground, la banda que lideró
Lou Reed en los 70. Alternando diferentes bajistas, el grupo creció
como apacible criaturita subterránea. Como ex periodista de rock
(se había desempeñado en las publicaciones especializadas
New York Rocker y Soho Weekly News) y asiduo concurrente a antros decisivos
como el CBGB, Kaplan se había vuelto una especie de disecador de
la cultura pop. La formación infantil en el folk y la pasión
adolescente por los discos de Velvet lo dotaron de un pulso compositivo
perfecto para la escena college neoyorquina. Así fue que, con el
debut Ride the Tiger, Hoboken presentó al hijo dilecto de su cantera
de pop independiente.
Desde entonces hasta el reciente And nothing turned itself insideout,
Yo La Tengo nadó por debajo de otros camaradas igualmente fotofóbicos
como Sonic Youth o Pixies. En el camino dejaron una decena de discos que
constituyen un ligero (pero elocuente) catálogo del mejor rock
alternativo de la época, yendo y viniendo del ruido a la calma,
de la distorsión al susurro. Los años no vinieron solos
para ellos: sus discos conservan la vitalidad de crepúsculo que
siempre los caracterizó, pero son cada vez más adultos.
Asimilaron elegantemente la certeza de que nunca van a ser caras de remera
(aunque se mudaron definitivamente del barrio Underground). Se dedican
a experimentar en estudios con ánimo de banda de jazz, se aventuran
en el universo disco (extraño en ellos, pero ahí está
el cover de You can have it all, de George McRae, para seguir
borrando fronteras en su mapa artístico) y se deshacen de las a
esta altura incómodas etiquetas de secreto bien guardado.
Comercialmente, el año pasado fue el mejor en la carrera
de Yo La Tengo, informa Ira. Mucha gente ni siquiera ha escuchado
hablar de nosotros, pero no hay problema. No es que si no tenemos un número
uno en los charts vamos a andar llorando. Estoy muy feliz de hacer esto
y de tener el público que tenemos. Y estoy más feliz ahora
que hace diez años.
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