Por Luciano Monteagudo
Desde Berlín
Faltan apenas 24 horas para
que termine el Festival de Berlín, la muestra que desde hace 51
años inaugura cada febrero el calendario cinematográfico
internacional, y la competencia sigue sin dar señales de ofrecer
un candidato seguro para el premio mayor, el Oso de Oro. La excelente
película argentina La ciénaga, de Lucrecia Martel, sigue
cosechando elogios entre la crítica europea, y los rumores de palacio
señalan que también tiene sus admiradores en el numeroso
jurado oficial, presidido por Bill Mechanic, el ex patrón de la
20th Century Fox (que no sería precisamente uno de sus fans). Pero
el film de Martel debe remontar, en principio, todo el peso del festival,
considerando que fue la primera película en exhibirse en competencia,
diez días atrás. Un film argentino se destaca en Berlín,
titula su elogiosa crónica JeanFrançois Rauger en
Le Monde. Por su parte, JeanMarc Lalanne, en Libération,
habla de la salvaje jungla familiar de La ciénaga,
y afirma que el film impresiona por su maestría, que no tiene
nada de laboriosidad. La perfección del tempo y de cada plano se
imponen como una evidencia, como la expresión natural de un universo
interior verdaderamente personal. Para el enviado de Libération,
el magnífico film Plata quemada, estrenado en París
el miércoles pasado, lo hacía suponer: algo está
pasando con el cine en este momento en la Argentina y el descubrimiento
en Berlín de La ciénaga lo confirma en belleza.
Si hay una palabra que se repite en cada una de las crónicas sobre
La cienaga es sorpresa. Y es precisamente sorpresa, riesgo,
novedad lo que falta en la mayoría de los films en concurso, particularmente
en algunos de los últimos que han desfilado por la gran pantalla
del Berlinale Palast, como Finding Forrester, dirigido por quien alguna
vez fue el enfant terrible del nuevo cine estadounidense, Gus Van Sant,
descubierto aquí mismo en Berlín con su salvaje Mala noche
(1985). Casi nada queda ya de aquel iconoclasta, que supo dar lo mejor
de sí en Mi mundo privado, diez años atrás. Aquí,
Van Sant simplemente puso su oficio al servicio de un proyecto diseñado
por el protagonista de la película, Sean Connery, quien encarna
a un escritor retirado del mundo, una suerte de J.D. Salinger para consumo
masivo, que de pronto se ve forzado a salir a la luz por un impensado,
brillante discípulo, un adolescente negro salido de los márgenes
más postergados de Nueva York. Cabe suponer que Connery y sus productores
pensaron en Van Sant seguramente por el éxito que consiguió
con En busca del destino (1998), donde también se ocupaba de un
chico prodigio, un esquema que aquí simplemente se limita a copiar,
como ya había copiado plano por plano la Psicosis de Hitchcock,
en una reciente y absurda remake.
Si la competencia donde todavía faltan exhibirse un par de
títulos, entre ellos The Claim, del director inglés Michael
Winterbottom, que viene precedido de fuertes elogios luego de su estreno
en Londres no siempre dispone de films a su altura, fuera del marco
del concurso oficial se pueden encontrar algunas auténticas revelaciones.
Es el caso, en principio, de Les blessures assassines, un film de JeanPierre
Denis, que parte de la famosa crónica policial de las hermanas
Papin, cuyo salvajismo despertó en su momento la curiosidad de
intelectuales como JeanPaul Sartre y Simone de Beauvoir y sobre
el cual Jean Genet imaginó su famosa obra Las criadas. De hecho,
Las criadas fue a su vez una de las fuentes de inspiración para
Claude Chabrol, cuando hizo La ceremonia (1995), uno de sus mejores films
de los últimos años. Pero aquí Denis, como un antropólogo,
vuelve a las fuentes del caso y pone en escena un cuadro implacable de
la pequeña burguesía de provincia de los años 20,
el caldo de cultivo de pobreza y represión al cual las hermanas
Papin aportan una generosa dosis de locura y de sangre, como una catarsis.
Aunque no parte de ningún hecho real en particular, el notable
film alemán Die Innere Sicherheit (La seguridad interior), de Christian
Petzold, consigue insertarse en la actualidad de su país con un
rigor y una profundidad como hacía mucho no se veía en la
tierra de Fassbinder. En el mismo momento en que el debate sobre el Mayo
del 68 y las consecuencias de la lucha armada sacuden al gobierno
alemán (y particularmente a su ministro del Interior, Joschka Fischer,
comprometido en su momento con integrantes del grupo BaaderMeinhof),
el film de Petzold aporta una mirada terriblemente lúcida, que
no tiene nada de condescendiente para con los nostálgicos de la
lucha armada, pero que por otra parte no deja de ver a Alemania como a
un Estado policial, donde toda forma de utopía ha sido anestesiada
por la tiranía de la sociedad de consumo.
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