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el Kiosco de Página/12

De lo normal
Por Juan Gelman

Las fotos lo muestran impasible cuando, detrás de la rejilla del locutorio del Reclusorio Oriente, escucha la decisión del juez mexicano Jesús Guadalupe Luna que aconseja su extradición a España y la resolución de otorgarla del canciller Jorge Castañeda. No habla, a lo sumo aprieta los puños. ¿Quiere dar la imagen del guerrero impertérrito ante la fortuna adversa? Ricardo Miguel Cavallo, ese que picaneaba sus propias manos cuando se le cansaban de picanear prisioneros, ¿sigue convencido de que cumplió su deber secuestrando, torturando y asesinando a personas inermes, y desapareciendo sus cadáveres? ¿Sigue compenetrado con ese ejercicio de suprema cobardía? Durante el período de su “trabajo” en la ESMA se comprobaron 227 desapariciones y ejecuciones, 110 casos de tortura, 16 partos clandestinos y el robo de los bebés recién nacidos. ¿Vive en la tranquila conciencia de haber perpetrado todo eso por una causa justa, Dios, la Patria, el Hogar, la tercera guerra mundial contra el marxismo? Su impavidez recuerda la de Eichmann ante sus jueces de Jerusalén en 1961: dijo que había desempeñado un papel en el exterminio de judíos “naturalmente”. ¿Qué había que confesar?
Resurgen las preguntas que Occidente se formula desde el genocidio nazi y que, por ahora y por desdicha, poco se busca responder en la Argentina. ¿Cómo fue posible la irrupción de la barbarie en lo presuntamente culto, la violación de tabúes sociales básicos en una civilización que dejó atrás las cavernas? ¿Cómo puede un hombre leer a Goethe o a Rilke por la noche -interrogaba George Steiner– y acudir a su tarea diaria en Auschwitz por la mañana? ¿Cómo admitir que un ser “normal” –anotó Hannah Arendt respecto de Eichmann– que “no era un débil mental, ni un cínico, ni un doctrinario, fuese totalmente incapaz de distinguir el bien del mal”? Y el señor Videla –y claro que no sólo él– tan frecuentador de misas, tan lector de la doctrina cristiana en la sala del Juicio a las Juntas militares, ¿no fue acaso totalmente incapaz de distinguir el bien del mal? ¿Sucede lo que André Malraux llamó la condición humana?
Hannah Arendt propuso que el nazismo nada tenía que ver con las tradiciones de la cultura occidental, de Alemania o de cualquier otro país, ni con las religiones, católica, protestante o judía. ¿Fue apenas la invención de un loco? Especialistas en el tema señalan que aun antes de Hitler no escasearon los brotes antisemitas en Alemania, incluso bajo la muy liberal República de Weimar: particularmente áspero fue el de 1919-1921, que adjudicó a los judíos las causas de la derrota del Kaiser en la Primera Guerra Mundial. Otros recuerdan que en las universidades y círculos científicos alemanes estaba en boga la idea de que había seres humanos superiores y otros inferiores y que, en consecuencia, se imponía una “higiene racial” para solucionar los problemas sociales. Tenían lustre las nociones de “vida indigna de ser vivida” y de “existencia gravosa” para el Estado. Pero esta suerte de darwinismo social circulaba comúnmente en otros países “adelantados” de Europa. Los nazis lo concretaron en políticas de exterminio.
Antes del estallido de la segunda conflagración mundial, Hitler había ordenado ya el pasaje de la esterilización compulsiva de discapacitados cuyos males se consideraban hereditarios –enfermos mentales, pero también ciegos, sordos, un vasto campo indefinido de “débiles mentales congénitos” y de “asociales”– a su eliminación. Fueron los primeros en conocer las cámaras de gas que, “para conceder a los enfermos incurables el derecho a una muerte sin dolor”, Hitler estableció por decreto el 1º de setiembre de 1939. Desde esa fecha hasta el 24 de agosto de 1941, el monóxido de carbono segó la vida de unos 100.000 discapacitados en seis de esas instalaciones tan caritativas. Personal del organismo denominado T4 se encargaba de la operación, con la que colaboraron autoridades científicas prestigiosas, institutos de investigación y hospitales universitarios. El Dr. Friedrich Mennecke llevaba a cabo giras de selección de víctimas por todo el país. Era un médico calificado. El Dr. Theo Morell explicaba a mediados de 1939: “50.000 retardados mentales que cuestan (al Estado) 2000 marcos por año=100 millones anuales. Al 5 por ciento de interés, esa suma implica una reserva de capital de 200 millones. Algo debe significar esto para quienes han perdido el sentido de los números por el período de inflación”. Era también un médico calificado, como los que apartaban a judíos, gitanos y prisioneros de guerra para las cámaras de gas en los campos de concentración de Belzec, Sobibor y Treblinka, todos, ex miembros del T4. La pregunta vuelve: ¿cómo fue posible la barbarie de las “cultas” Fuerzas Armadas argentinas?
Los represores que supimos conseguir ¿se convirtieron en “un club de psicópatas” elegidos “por su bestialidad probada”, como el historiador británico Michael Burleigh dice de los nazis? ¿Eran “hombres y mujeres grises y corrientes”, de “mentalidad pedestre”, que se fueron embruteciendo en la práctica de sus funciones, como de los nazis dice el historiador estadounidense Henry Friedlander? Lo más grave en el caso de Eichmann –apuntó la Arendt– es precisamente que hubo muchos hombres como él y que “estos hombres fueron, y siguen siendo, terrible y terroríficamente normales”. Esa “normalidad” ¿no es hija de esta civilización?

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