Por Horacio Cecchi
Desde
Miramar
La tranquilidad es al turismo
como la tintura a un par de zapatos. La definición no siempre se
cumple, pero en Miramar es prácticamente una ley. Desde hace muchos
años, la tranquilidad tiñe a esta ciudad balnearia con una
máscara lustrosa que le permitió seguir imaginando que la
tintura forma parte de los zapatos. De su madre cercana, Mar del Plata,
y de la respingada Pinamar, la diferencian un par de detalles: de la primera,
que no llegan a 80 mil los turistas durante los veranos cada vez más
cortos. De la segunda, que sus visitantes apenas si conocen desde fuera
la naturaleza del poder económico. Ambas características,
que podrían insinuarse como ofensivas, la habilitaron a mantenerse
distante de un problema que aqueja a las grandes concentraciones humanas
o de densidad monetaria: la inseguridad. Ambas le permitieron acuñar
su sello distintivo: una ciudad para bicicletas y adolescentes. El 8 de
febrero pasado, el cuerpo de Natalia Melmann no sólo señaló
al presunto homicida y expuso públicamente la muerte de una adolescente.
La muerte, además, marcó el final del sello distintivo.
También colocó en la mirada de todos a un pueblo que había
soportado durante décadas el silencio que impone el miedo, y que
después de la muerte de una de sus adolescentes, intenta aprender
a hacer crujir el andamiaje que lo somete. La evidencia de que la tintura
se está resquebrajando de tan seca.
No es el primer crimen que cruza los médanos de Miramar. Este mismo
verano, el Vasco Huarte fue noticia. Durante una discusión campestre,
un empleado suyo de apellido Bayer le voló la cabeza de un escopetazo
mientras la víctima conducía un tractor. Ocurrió
en el paraje Santa Irene, el mismo sitio que ocultó al Gallo
en el gallinero, hasta que los zorros de la Bonaerense lo descubrieron.
Dicen que después del crimen del Vasco, el homicida se acercó
al bar del que era habitué, apoyó la escopeta sobre el estaño,
pidió una caña y le recomendó a la empleada: Llamá
a la policía. Le volé la cabeza al Vasco. Y siguió
tomando su caña hasta que fueron a buscarlo. También dicen
que los uniformados debieron regresar al bar para recuperar la prueba
incriminatoria clave que habían olvidado secuestrar de encima del
estaño. A los pocos días, del Vasco Huarte ya no hablaba
nadie. Había sido un crimen rural en una localidad poblada de chacareros.
Papistas y paperos
En rigor de verdad, el partido de General Alvarado, cuya cabeza es Miramar,
está conformado por una población de actividad eminentemente
rural. Casi el 50 por ciento de sus 33 mil habitantes vive del campo.
La industria principal es la producción papera. La actividad se
concentra especialmente alrededor de Otamendi, la segunda en importancia
en el partido, con 7000 habitantes. La tercera es Mechongué, que
apenas llega a los 3000. Después sigue Mar del Sur, villa balnearia
de escasos 300 habitantes.
En Miramar viven 17 mil vecinos en una superficie de tres kilómetros
por cinco. Concentra además la atención hacia fuera del
partido como cabeza de la otra actividad económica principal: el
turismo. El perfil asumido en toda la folletería que recorre los
mostradores de hoteles, agencias y oficinas de turismo es el de ciudad
balnearia familiar, la ciudad de los niños, de la despreocupación
y la libertad.
La irreverente impaciencia
Ocho meses atrás, otro crimen provocó cierto revuelo en
la sociedad: el dueño de un pequeño mercado, de apellido
De Groot, fue muerto a tiros en un aparente y misterioso acto de venganza
o de señal mafiosa. De Groot era un vecino más, personaje
sin tonalidades distintivas. Casado sin problemas, viviendo de su pequeño
sueldo en un pequeño mercado en la ciudad. De una vida rutinaria
y alejada de otros sobresaltos que no fueran los económicos. Según
se sospecha, De Groot tuvo la mala suerte de vivir junto a un local que
fue asaltado y, peor suerte aún, de haber sido testigo del asalto,
y reconocer a uno de los de la banda que se dio por enterado y lo mató.
Poco después, Rambo Caravaggio, suboficial de la comisaría
local, pasaba a los expediente judiciales, procesado y luego sobreseído
por falta de mérito. El caso no fue más allá por
las circunstancias: no era verano, no había turistas, todo quedaba
dentro de las fronteras del silencio. La tintura podría seguir
tiñendo los veranos de Miramar. Ocho meses después, el mismo
nombre quedaría impregnado de acusaciones y sospechas. Otros cuatro
colegas lo acompañarían en el irreverente e impensable estallido
de la impaciencia.
Pero en realidad, el partido de General Alvarado tenía hasta el
8 de febrero pasado tres preocupaciones que oscurecían su horizonte,
dos visibles y una permanente y silenciosa: de las dos primeras, una tiene
que ver con el turismo. La otra, con su actividad papera. En el primer
caso, la recesión no sólo redujo la cantidad de turistas
que la visitan. En Miramar el verano no dura tres meses, sino uno y medio,
desde principios de enero hasta mediados de febrero. La calle 21, más
conocida como peatonal, durante la exigua temporada alta semeja las callejas
de una localidad persa, atestada de gente que va y viene, despreocupada
de otra cosa que no sea avanzar entrechocándose, mirando vidrieras,
o cruzando miradas provocativas entre chicas y chicos de no más
de 15. Pero a mediados de febrero empieza el invierno temprano del bolsillo,
y con él los turistas van desapareciendo a medida que avanza la
agonía hasta el otro año.
Estos y los otros
La peatonal se estira a lo largo de nueve cuadras, desde la playa hasta
la plaza central. Cuando la temporada veraniega se da oficialmente por
terminada, los comerciantes de 8 de esas 9 cuadras cierran sus puertas,
levantan tapias sobre sus vidrieras, ponen el candado y se van, y el centro
turístico no parece otra cosa que un pueblo abandonado junto al
mar. La ciudad traslada su eje, entonces, desde la 28 hasta la 40, hacia
dentro, para vivir la temporada gris de lo que no es verano. Del otro
lado de la vía están los otros como llaman a
un mosaico de ranchos precarios que, según un periodista local,
no llegan a ser villa miseria porque les sobra espacio. Allí
viven venidos a menos, trabajadores y marginales, un conglomerado con
mayoría de tucumanos y santiagueños, que llegaron a la costa
atlántica y quedaron prendidos en las redes para no poder regresar
jamás.
La segunda preocupación tiene que ver con los temores paperos.
Un proyecto de la intendencia marplatense transformará en poco
tiempo un sector próximo a la frontera de Alvarado en un basural.
A 7 mil metros de sus playas, y que perturba además porque las
napas de agua que se utilizan para las papas de exportación quedarán
prohibidas para la principal industrial. Es el próximo estallido
en puertas.
La tercera es el miedo. No vayas a publicar mi nombre, dicen
los vecinos a cada pregunta de este cronista. Después de que Natalia
apareció muerta, el impacto no sólo lo sintió el
turismo, que prefirió retirar sus reservas hoteleras y de alquileres
dando por perdidas sus señas algunas inmobiliarias hablan
de hasta un 50 por ciento de retiros. También lo sintió
la trama policial, con el frente de la comisaría como excusa para
las piedras. Y las dos o tres manzanas que agrupan la zona de los boliches
que, el viernes en que fue sepultada Natalia, prefirieron adherir al día
de duelo decretado por el intendente radical Enrique Honores, antes de
que le demolieran también a ellos los frentes. El temor pasó
ese día de manos. A tal punto que Amadeus, La Cantina y el resto
estiraron el duelo por un par de días más. Los ojos de la
denuncia están concentrados sobre esas pocas manzanas, a las que
prácticamente todos acusan de reunir protección política,
cobertura policial y pequeños microemprendimientos narcos.
Nadie sabe aún cómo continuará esta historia. Por
lo pronto, después de que los Melmann abrieran una oficina para
recibir denuncias, la comisaría salió a pedir que la gente
llevara allí también lo que tenía para decir. En
dos días, unas cien denuncias inundaron la seccional. La mayoría
no estaba vinculada al caso Natalia, pero sí a los policías
que trabajaban allí. El viernes, antes de la marcha, la peatonal
estaba tapizada de afiches que clamaban justicia por Natalia. Muchos se
preguntan durante cuánto tiempo, este pueblo que nació bajo
el signo del silencio podrá sostener su aprendizaje sin murmurar
entre dientes.
Una marcha de dolor
y justicia
Tomen medidas para que los cuadros policiales no sean delincuentes
sino personas que nos cuiden. El mensaje fue dirigido al presidente
Fernando de la Rúa. Lo pronunció Gustavo Melmann,
padre de Natalia, al concluir la tercera marcha reclamando justicia
por el crimen de la adolescente. Durante algo más de una
hora, alrededor de seis mil personas marcharon por la peatonal,
encabezados por los padres de Natalia, Gustavo y Laura, y por uno
de sus hermanos, Nahuel, que sostenían un cartel en el que
se podía leer Justicia.
Perdoná, hija, que hoy esta gente esté reunida
aquí reclamando justicia contra una policía que te
mató, reflexionó Gustavo Melmann, seguido de
aplausos cerrados y el grito de Justicia y Asesinos,
que surgió de la multitud. La policía mantuvo una
discreta custodia, lejos de la vista de los manifestantes, con refuerzos
de la Guardia de Infantería marplatense. La marcha se inició
pasadas las nueve de la noche, en silencio y bajo los aplausos que
surgían de veredas y balcones. A su paso, los negocios apagaban
las luces. Participaron Rosa Schonfeld y Néstor Bru, padres
de Miguel Bru; Miriam y Luis Bordón, padres de Sebastián
Bordón; Miguel y Elsa Smolej, padres de Camilo Smolej, otro
caso en que aparece la mano policial. La familia Cabezas, la de
Maxi González, la Línea Fundadora de las Madres de
la Plaza, el Serpaj. Las adhesiones fueron innumerables.
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Problemas de comisaria
Se llama Inés Delia Fiel. Tiene 44 años. Llegó
a Miramar sólo con su ovejero Tomás, de 5 años,
que la sigue a todas partes. Su llegada ocurrió en el momento
más crítico de la historia de la ciudad balnearia,
el sábado 10, apenas unas horas después de que fuera
separado el jefe de la comisaría local, Carlos Grillo. Fiel
es la comisaria del pueblo. Es una de las 10 o 12 mujeres a cargo
de comisarías bonaerenses. Se delinea los ojos, lleva pintados
suavemente los labios. Peina cabellos rubio ceniza, largos y atados
en una colita que echa sobre su hombro izquierdo. Y, cuando cree
que es necesario, levanta en peso a sus subordinados como si fueran
barriletes. No es que lo diga ella. Lo hace en público. Quizás,
es cierto, lo haga como parte de las órdenes con que llegó
a Miramar: transformar la comisaría frente a la gente. Es
de Guaminí, pero se estableció en Mar del Plata, donde
llegó al cargo de comisaria de la 9ª. Está casada
con un comerciante y tiene un hijo, de 3 años, adoptivo.
Los extraño muchísimo. Todavía no sé
cómo nos podremos arreglar. Ya vamos a ver, explica,
sentada en su nuevo despacho, a 45 kilómetros de su casa
de Punta Mogotes. Allá quedaron también sus dos perras
Dulce y Piqui. La tarea de Fiel suena a difícil como pocas.
Vinieron a hablarme muchísimas mujeres. Venían
a decir todo. Hablaban de problemas actuales y otros de hace más
de una década,
dijo.
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UNA
FAMILIA PORTEÑA QUE FUE A BUSCAR MEJOR SUERTE
Con la ilusión a cuestas
Por H.C.
Lo mejor es no parar,
no quedarme quieta y no pensar. Si pienso en Nati, me agarra un vacío,
una depresión y no me levanto más. Pero me resulta imposible
no verla. La veo en todas partes. En el jardín que ella cortaba,
en los perros que ella paseaba. Laura se sienta en el banco de la
plaza, frente al bunker de la calle 28, tapizado de afiches con el rostro
de su hija. Desde el 5 de febrero, con Gustavo Melmann, su marido, y sus
hijos Nicolás y Nahuel, se turnan en la pequeña oficina
para recibir denuncias. Al fondo del local, un catre dice que allá,
la guardia sigue de noche.
En noviembre del 92, los Melmann pisaron Miramar. Porteños
de clase media, llegaron de la ciudad como inmigrantes internos. Gustavo,
Laura, Nicolás, que por entonces tenía 12; Nahuel, 9, y
Natalia, 7. Faltaban tres años para que naciera Luciana. Vivimos
mudándonos dice Laura. Vivimos en Palermo, Núñez,
Caseros, Colegiales y Corrientes y 9 de Julio, pero las cosas no nos iban
bien. Por problemas de salud no pude trabajar más en el banco (Credicoop).
Tuvimos que vender y nos vinimos para acá.
Gustavo puso una parrilla en Chapadmalal. La suerte no los acompañó.
Si en verano te fue mal, acá en invierno es durísimo.
Todo para mí se hizo durísimo. Extrañaba mucho Buenos
Aires. Ahí estaban todos mis familiares y acá me sentía
muy sola. Gustavo andaba moviéndose de un lado a otro y los chicos
enseguida tuvieron amigos, pero a mí costaba mucho, suspira
Laura.
Cuando llegaron, la ilusión era utilizar el pequeño capital
que habían obtenido de la venta de su departamento porteño
en una vivienda en Miramar, e invertir en alguna actividad rentable. Actividades
no le faltaron a Gustavo: hachó árboles en el monte. El
había estado siempre atrás de un escritorio, en un banco.
No es fácil hachar árboles. La leña, una parte la
usábamos para el invierno. Acá nieva. Con la otra, Gustavo
se iba a los hornos de ladrillos y canjeaba la leña por ladrillos
que después vendía. Pero no funcionó. También
vendió pulóveres, puso una verdulería, otra parrilla.
Cuando Luciana cumplió un año, la decisión desesperada
para sobrevivir fue buscar trabajo en otra parte. Primero intentó
en Mar del Plata. Siguió un curso de martillero público
y se dedicó a la venta callejera de propiedades. Recorría
200 cuadras por día tocando timbres y vendiendo lotes. No funcionó.
Finalmente, tomó la decisión y viajó a Buenos Aires,
para continuar con las ventas inmobiliarias. Hace un año surgió
otra actividad: cría de perros de raza. Gustavo siempre quiso
ser veterinario. Tenemos boxer, setter, cocker y mastines. Todos son de
pedigree. Toda la familia se ocupa de la crianza. Natalia era la que los
paseaba.
COMO
SE REPARTEN EL PODER Y LOS BENEFICIOS
Pago chico y con mucho miedo
Por H.C.
Gustavo El Gallo
Fernández se las arregló para reunir el agua y el aceite
de Miramar: a los dos caudillos locales el actual intendente radical
Enrique Honores y el anterior, justicialista, Carlos Andrés Molina
para intentar mediar en su entrega. Una proeza que no tiene registro en
la historia de la ciudad balnearia y del partido que encabeza, General
Alvarado. La unión fue necesaria, para ambos políticos,
para ambos partidos, para los Melmann, y para la sociedad local, que no
hubiera tolerado la utilización del caso en tonalidad política.
Pero ya alcanzada la detención del Gallo, cuando concluya
la marea que erosiona las bases de la comisaría, y pasado el ímpetu
de los reclamos, pocos sueñan en estas comarcas con la unión
de dos elementos irreconciliables. En el fondo, muchos suponen que las
cosas seguirán como antes, que la estructura de poder nepótico
se mantendrá repartida entre unos pocos apellidos, como lo era
en la Catamarca de los Saadi. Aunque algunos signos evidencian el hartazgo.
Es cierto que el caso Melmann encuentra diferencias con el de María
Soledad Morales: el hecho en sí no tiene origen político,
no es un integrante de las familias del poder quien queda entre las rejas
y la sospecha generalizada, y nadie hubiera imaginado a Ramón Saadi
o al Gordo Luque caminando al frente de una marcha, codo a codo con los
Morales, como lo hizo el intendente Honores. Pero también es cierto
que Natalia murió en el marco de un pueblo sometido al poder de
pocos apellidos, que integrantes de uno u otro partido son dueños
de los boliches tan cuestionados y que la corrupción y conexión
policial con el delito no pueden sostenerse sin un poder que actúe
con la política de los osos.
El poder en Miramar pasa por los apellidos, como en San Luis o Catamarca,
como en el Santiago del Estero de la Nina juarista o tantas otras localidades
del interior argentino. Lugares donde simples hechos policiales hicieron
estallar la caldera y crujir las estructuras. En Tres Arroyos, la violación
y muerte de Nair Mostafá terminó en una pueblada que arrasó
con la comisaría. En San Luis, el descubrimiento de dos chicos
asesinados en un descampado terminó descubriendo el atroz manejo
de la Justicia por parte del gobierno. En Catamarca, la impunidad del
poder político intervino en la muerte de la joven María
Soledad.
En Miramar, el caso surgió como un hecho absolutamente policial.
La desaparición de una adolescente desconocida para la opinión
pública. Después, y este diario lo anticipó, se supo
de la vinculación del sospechoso con la policía. Más
tarde aparecieron nombres de uniformados. También, las acusaciones
a los boliches de la zona del muelle. La pregunta que se hace la sociedad
miramarense es sencilla: ¿quién permite que los boliches
no tengan control? ¿Quién sostiene a semejante policía?
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