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LA INCREIBLE HISTORIA DE GEORGE PATEY,
UN HOMBRE OBSESIONADO CON LA MASACRE DE SAN VALENTIN
Otro ladrillo para la leyenda de Al Capone

Un canadiense fascinado con la vida de gangsters y mafiosos se convirtió en una figura de culto gracias a una idea tan brillante como absurda: antes de una demolición, compró los ladrillos del lugar donde se produjo la famosa matanza y ahora los pone a disposición de los �usuarios� a través de Internet.

Por Ariel Cukierkorn

Para los perros que rondan ese anónimo depósito en las calles de Vancouver, el olor a sangre y pólvora sigue siendo tan nítido como para sus ancestros que vivieron en Chicago, en los agitados años 20. Lo que hay dentro del depósito, propiedad de un tal George Patey, son ladrillos, lo único de materia que queda del 14 de febrero de 1929, cuando los gangsters de Al Capone ejecutaron la Masacre de San Valentín y le agregaron para siempre el costado macabro al Día de los Enamorados.
Capone supuso tener en sus manos el golpe perfecto para sacar del camino a su archirrival Bugs Moran, monopolizar el rédito de la ilegalidad en la época de la Ley Seca y, por fin, autoproclamarse rey indiscutido del epicentro mafioso norteamericano, que él mismo había promovido hacia la excelencia. Moran no murió, aunque efectivamente dejó el negocio de inmediato, al notar que sus propios límites de salvajismo habían sido traspasados. El FBI esbozó una investigación que se disipó a los pocos años y nunca nadie pudo comprobar el vínculo de Capone con el crimen, ni siquiera el superhéroe Elliot Ness.
Como al estereotipo del omnipotente, a Capone le gustaba mirar a Chicago desde arriba. En su guarida de lujo del quinto piso del Lexington Hotel, en la parte sur de la ciudad y definitivamente en el Stratosphere Lounge, todo un piso con terminación con forma de domo en el edificio de 35 East Wacker Street, una de las perfecciones arquitectónicas más emblemáticas que bordean el río Michigan. Desde allí, el resto de los rascacielos de Chicago son maquetas y no hace falta ser el mafioso más famoso de la historia para sentirse el dueño de una ciudad. Capone quiso seguir subiendo y nunca imaginó que tras su plan hacia la dominación total su imperio de 60 millones de dólares empezaría a languidecer: el fin de su impunidad, evasión de impuestos, Alcatraz, locura, sífilis, muerte.
Mediaron cinco meses entre el bosquejo de la masacre y su ejecución. La lista de contrataciones de Capone tuvo invitados especiales. 1) Machine Gun Jack McGurn, por 10.000 dólares. para que liquidara a Moran con su propia ametralladora y vengara así (además) la muerte de su padre. 2) La policía, por 5000 dólares por semana trabajada, para que diera reportes periódicos. 3) Dos de sus hombres ubicados en un departamento enfrente del 2122 de North Clark Street. Detrás de la fachada de la compañía SMC Cartage, Moran usaba el garaje para recibir y administrar los cargamentos de alcohol. El mismo contradijo el aparato de rangos en las organizaciones gangsters, se dejó engañar por teléfono por un empleado de Capone y se comprometió a recibir un cargamento de whiskey canadiense proveniente de Detroit, el jueves 14 de febrero de 1929, a las 10 de la mañana.
A las 10.20, confundido por el viento y la nieve, un hombre de Capone vio entrar al blanco y dio la orden para la puesta en marcha. Dentro del garaje, seis de sus hombres fuertes, Frank y Peter Gusenberg, Adam Heyer, James Clark, John May y A. R. Weinshank, hacían tiempo junto con el doctor Robert Schwimmer. Los siete se sorprendieron, pero actuaron con naturalidad con la violenta entrada de dos policías. “¡De espaldas contra la pared! ¡Levanten las manos!”. La orden fue obedecida y surgió de contraseña para dos pistoleros que aparecieron por detrás; ya vestidos con sobretodo y sombreros de copa, dieron comienzo a la sinfonía. Dos ametralladoras automáticas, una escopeta, un revolver calibre .45, más de cien disparos. Los ruidos llegaron a la calle, pero cuando la gente vio a dos policías llevarse a la rastra a dos hombres con aspecto de gangsters pensó que se trataba de un redada rutinaria. Los cuatro asesinos escaparon en un Cadillac y nunca tuvieron cara. McGurn pudo haber sido uno de ellos, pero prefirió escudarse en su novia Louise Rolfe, bautizada “La coartada rubia”, en su habitación reservada en un hotel en el lado sur de laciudad. También sus laderos John Scalise y Albert Anselmi, a quienes, por si acaso, el propio Capone calló a las pocas semanas, con sus célebres batazos. McGurn cobró su salario aunque su plan de matar a Moran falló. Frank Gusenberg fue el único en no morir al instante, pero poco pudo aportar camino al hospital, mientras sufría por los 22 agujeros extra de su cuerpo. Moran se enteró de la matanza, en un café cercano a su garaje. “Sólo Capone mata de esa manera”, gruñó. Capone tomaba sol cerca de Miami cuando le contaron la noticia.
La masacre de San Valentín inmortalizó a Chicago como la tierra de los gangsters y también fue el hecho que motorizó a las autoridades de la ciudad a limpiar su reputación. Pero los intentos poco podían hacerle frente al morbo que despertaba el frente del número 2122 de North Clark Street, devenido en 1949 en un negocio de muebles antiguos. Por supuesto que no estaba dentro de las guías turísticas de la ciudad, pero el lugar de la masacre se transformó en un lugar Kodak para la gente que visitaba Chicago. Los dueños de la mueblería notaron un día que tenían más visitas de curiosos que de clientes y, lejos de darse la cabeza contra la pared, optaron directamente por cerrar el negocio. Recién en 1967, el alcalde Richard Daley (Richard hijo es el actual) decidió demoler el último vestigio concreto de la obra de Al Capone.
George Patey, canadiense, 40 años, oportunista por negocio, escuchó en la radio la noticia de la demolición mientras manejaba en la ruta rumbo a su casa, en Vancouver. Llevaba una buena vida como importador de artículos de librería a Japón, China y Hong Kong, pero en realidad la pasaba en grande con su función de promotor free-lance de restaurantes y clubes nocturnos. Se dio cuenta de que tenía el golpe de efecto ideal para impresionar a su próximo empleador, el dueño de un futuro restaurante ambientado en los años 20. Ya en su ciudad, Patey de inmediato se reunió con su hombre, pero el choque con su postura conservadora fue inmediato. Consiguió contactarse con la compañía de demolición en Chicago, dejó una oferta por los 420 ladrillos y cruzó a Japón por negocios. Su sobredosis de confianza lo llevó a reservar el ticket de vuelta vía Chicago. Superó a otros dos ofrecimientos anónimos, pero él, con el certificado de compra en la mano, pasó de ser un sin nombre a una extraña celebridad para los medios de comunicación en Estados Unidos. En su casa frente a la costa, hoy todavía en Vancouver, Patey se sorprende porque el llamado llegue desde Argentina, pero no por el motivo. Tiene modos amables y cuenta su anécdota de celebridad como si estuviera frente al hogar. “Me hicieron entrevistas de todas las cadenas grandes de Estados Unidos, de la revista Time, de los diarios de las ciudades importantes y también de medios asiáticos”. El discurso también incluye guardarse ciertos datos.
–¿Cuánto pagó por esos ladrillos?
–Eso es confidencial.
Paradójicamente, nadie pareció enterarse de su vuelta a Canadá en 1967, y por eso Patey pudo entrar su tesoro pieza por pieza, por centavos, bajo el rótulo de “Material de construcción usado”. Aprovechó sus contactos en el mundo del espectáculo y su ya obsesión por la mafia lo llevó a armar un show educativo sobre Chicago en los años 20 y a pasearlo por distintas ciudades. Hasta que en 1972 encontró en sus amigos Bill Leason y Harry Titts a los socios perfectos para darle vida a su más preciada importación: Patey compró un terreno en Gasstown, el pulmón nocturno de Vancouver, y montó el Banjo Palace. En el baño de hombres reconstruyó la pared de la masacre de San Valentín, mancha por mancha, hoyo por hoyo, casi como para generar un ejercicio de lucidez antes de ir por otro trago.
“Tuve el club más popular de la ciudad. Venía gente de la alta sociedad y del espectáculo, Jimmy Stewart, Robert Mitchum”. Patey sigue viviendo en Vancouver y jurando que más de una actriz estrella debió ajustar su agenda para visitar el club uno de los dos días a la semana en el cual a lasmujeres se les permitía entrar al otro baño. “No había excepciones”, asegura. El tacto para los negocios le indicó retirarse a mediados de los 70, cuando puso los ladrillos en venta.
–¿Cuántos ladrillos vendió?
–Nadie en el mundo lo sabe.
La versión es que Patey habría conseguido colocar al menos un tercio de su botín a 1000 dólares por unidad, pero el porcentaje de devoluciones habría sido abrumador. Como si a la historia de la masacre le faltara mito, muchos clientes se habrían quejado de haber sido infectados por energía negativa. En fin. Para ajustarse a los tiempos, Patey puso los ladrillos a disposición en Internet, en un sitio propio (www.caponewall.com), más allá de que a los 73 años su prioridad sea pasar su vejez frente al mar y poder terminar “el libro nunca escrito de la masacre de San Valentín”. Anuncia: “Quiero explicar por qué Capone fue el único jefe de la mafia no siciliano y mostrar que no se trató de un conflicto italiano sino multirracial. Me llamó un sobrino de un jerarca de la mafia, pero de inmediato olvidé su nombre porque no quiero saber nada con él. Y recibí sorprendente información de parte de la novia de uno de los hombres fuertes de Capone”.
Su proyecto es su obsesión, al punto de rehusarse a entregar fotos propias, del Banjo Palace o de la pared restaurada, más allá de una imagen que puede encontrarse con una hilarante dramatización de la masacre. Chicago es una de las ciudades norteamericanas que más creció en los últimos años, sobre todo en turismo. Desde hace mucho tiempo, con excepción del edificio de 35 East Wacker Street, los rastros de la mafia están borrados. Ya ni siquiera existe el 2122 de North Clark Street. La numeración salta del 2120 al 2124. El espacio que hay entre los dos edificios es sugestivo: algo debe haber ocurrido en ese terreno.

 

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