El tipo entra decidido. Lo detiene el muchacho vestido de cana, y él le muestra el papel con la prueba de la infamia, la consta inapelable de que no ha pagado las cuotas uno y dos, y casi lo torea y lo pecha y le explica salivando, obligando al canita a retroceder, le dice que él tiene débito automático y que él no tiene culpa, que la culpa es de, ¿de quién es la culpa, eso quiero saber, dónde está el libro de quejas?... El canita le dice que sí y que vaya a Orientación para que lo destinen a la ventanilla exacta. El tipo va, creyendo que rápidamente lo orientarán. Pero se encuentra, ahí mismito, frente a sus narices, con la tan tradicional-infame-inefable-tan mentada internacionalmente cola argentina. Y pregunta con bronca quién es el último y se pone atrás y habla con los demás de lo que es natural. Le dice que mire el display, que ahí dan la información para acelerar el trámite. Mira, mira y pregunta porque no entiende. Nadie entiende, por eso todos están la cola. La cola argentina demuestra la falta de creatividad del argentino. Larga falta de creatividad. Tan larga que casi llega a la calle. Larga en el espacio y en el tiempo. Pasan minutos y llega la media hora. Entonces una flaquita rubiecita que anda caminando dulcemente detrás del mostrador llama al canita y clandestinamente le dice que abra otra cola, la tercera. Dicho y hecho, y el canita le dice a los últimos que una nueva gatera se ha abierto, y se lanzan como quien va a comer pan dulce por primera vez. Nuestro héroe, el tipo, que ya estaba por el medio en su propia cola, se encoleriza ante el aluvión zoológico que lo pasa de largo irrespetuosamente dejándolo de nuevo en el final. Se rebela y salta la cuerdita con otros colegas humillados y se entreveran a los gritos. ¡Atrás, vade retro, atrás! Nosotros estamos antes. Que no, que sí, pechazos y amenazas. Algunos son respetuosos y aceptan la primacía de la legitimidad de la cola argentina y respetan a los que estaban antes. La dulce rubiecita dice que va a llamar a seguridad. Gritos y gritos. Y un pelado tipo placard que estaba último entre los últimos y que se ha plantado primero, amenaza con que nadie se le acerque porque empieza el reparto de piñas y trompones. El tipo, nuestro héroe, clama la injusticia, clama la barbarie, clama la dictadura pasada y uno le explica que no era dictadura la pasada, que era tiranía, que dictadura es la de ahora, y le explica semánticamente, pero el tipo aumenta el encolerizamiento y se anima a un pecheo gritándole al placard que si es cana o torturador. El placard no se mueve, como los malos actores lo que hace es morderse las mandíbulas y tensar los puños. Ocurre esto en la nueva cola argentina y los agrupados gritan y patalean mientras las otras dos colas fluyen aceitadas, increíblemente, claro; o porque las damas que atienden no quieren lola. Entonces la dulce rubiecita se digna a sentarse y atender y llama, imparcialmente, con ojos de yo tengo trabajo, el que no que se joda, al primero de la cola. Y el placard pelado, sin duda un extorturador, se le va encima. El tipo detrás, a grito pelado dispuesto a perder el alma y los pocos dientes que le restan. Suerte que un espíritu caritativo lo sostiene del saco y le explica la estrategia más conveniente y consigue calmar al tipo. La dulce rubiecita para vengarse de nuestro héroe y hacerlo sufrir y joderlo hasta la mísera crueldad urbana, tarda, hace tiempo, le sonríe al placard, se somete como esclava ante su amo y alarga y alarga mientras las otras dos colas se deslizan y se deslizan y el tipo ve que si se hubiera quedado donde estaba en la anterior cola ya hubiera salido de Orientación, en cambio, por clamar justicia, está detrás del placard, esperando como buen gil argentino. Sigue clamando pero cordiales palmadas lo tranquilizan hasta que el placard se retira y la dulce rubiecita soñada lo llama con el índice y él se va de jeta y ella se le adelanta en el espiche y tiernamente, con vocecita de ratoncita le dice que no vale la pena amargarse, y que ella sufre del corazón, y el tipo seenternece y advierte que como ya está en el mostrador y tiene el queso debe olvidar lo sufrido y ser feliz, y pregunta y ella quiere anotarle las ventanillas correspondientes pero no tiene papel, entonces quiere anotar en los márgenes que le han quedado del bloc, donde están los ganchos que no puede sacar, para escribir en esas tiritas, y el tipo no puede creer lo que le está ocurriendo y sonríe y le dice que deje nomás, pero ella insiste y encuentra un papelito del aire y le anota las ventanillas y el tipo se va, saliendo del infierno, eso cree. Y se mete en el subsuelo y encuentra otras colas, display con montones de papelitos que explican lo inexplicable, números que sacar, asientos que ocupar hasta que atiendan. Detrás de una ventanilla ve un boxeador comiendo un sánguche largo. Otra media hora y por fin llega hasta una belleza que le acepta el papelito de la infamia y le da otro y le dice que pague en cualquier banco, pero el tipo insiste con que le den razones de porqué él tiene que hacer lo que hace si él tiene débito automático y por lo tanto no tiene por qué perder el tiempo argentino que le pertenece. La belleza está podrida, bien claro se ve, se solidariza pero llama al siguiente. El tipo pregunta por el libro de quejas y se va a la otra ventanilla donde también hay una cola pero esta vez parece que la que atiende es otra cosa y el tipo empieza a inficionar veneno en la cola, busca cómplices y desparrama bilis y sarcasmos a discreción; y ven, la cola entera, contundentemente, un grato caballero, detrás del mostrador, sentado ante un escritorio vacío, bien vacío, completo de vaciedad, y el grato señor sosteniéndose la cabeza como el pensador de Rodin, pero sin la elegancia de la estatuaria escultura. Y entre los integrantes de la cola cuentan anécdotas mientras verifican por reloj el tiempo que el grato caballero medita frente al vaciamiento de su escritorio. No se puede creer este país, y no es culpa de los radichetas, no, es culpa de nosotros, los argentinos, exclama azorado nuestro héroe. Alguien le dice: Pare mano, compañero. Y le llega su turno y otra belleza, la número dos, lo atiende con una amabilidad que le descontrola el corazón. Y él le dice que aprovecha para cambiar la titularidad del departamento pero que por favor no le ponga Eulogio en la boleta porque no le gusta el nombrecito, que le ponga Carlos, y ella le dice yo me llamo Francisca y a mí me gusta mi nombre. El se queda duro y no habla porque a él también le suena delicioso Francisca, y los de atrás, entre ellos, dicen que Francisca tiene una voz de primavera que no se puede creer. Y el tipo reclama, ya mimosón, por el libro de quejas, por el gerente, por el débito automático, por el placard pelado, y otra vez por el débito automático, y ella le da un papel que arranca de la compu en el que figura que además de las cuotas que tiene impagas también debe otras de 1992. Nuestro héroe bien debería caerse de nalgas, pero se sostiene del mostrador y sonríe. Pensaba invitarla a Francisca pero el golpe al hígado ha sido infame, entonces retrocede y se afianza en una azul silla, y, muy argentinamente, emprende la salida, muy calladamente, ¿como quien se desangra?, no; ¿como justificación de inodoro?, sí.
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