La
cola argentina
Por Enrique Medina
|
|
El tipo entra decidido. Lo
detiene el muchacho vestido de cana, y él le muestra el papel con
la prueba de la infamia, la consta inapelable de que no ha pagado las
cuotas uno y dos, y casi lo torea y lo pecha y le explica salivando, obligando
al canita a retroceder, le dice que él tiene débito automático
y que él no tiene culpa, que la culpa es de, ¿de quién
es la culpa, eso quiero saber, dónde está el libro de quejas?...
El canita le dice que sí y que vaya a Orientación
para que lo destinen a la ventanilla exacta. El tipo va, creyendo que
rápidamente lo orientarán. Pero se encuentra, ahí
mismito, frente a sus narices, con la tan tradicional-infame-inefable-tan
mentada internacionalmente cola argentina. Y pregunta con bronca quién
es el último y se pone atrás y habla con los demás
de lo que es natural. Le dice que mire el display, que ahí dan
la información para acelerar el trámite. Mira, mira y pregunta
porque no entiende. Nadie entiende, por eso todos están la cola.
La cola argentina demuestra la falta de creatividad del argentino. Larga
falta de creatividad. Tan larga que casi llega a la calle. Larga en el
espacio y en el tiempo. Pasan minutos y llega la media hora. Entonces
una flaquita rubiecita que anda caminando dulcemente detrás del
mostrador llama al canita y clandestinamente le dice que abra otra cola,
la tercera. Dicho y hecho, y el canita le dice a los últimos que
una nueva gatera se ha abierto, y se lanzan como quien va a comer pan
dulce por primera vez. Nuestro héroe, el tipo, que ya estaba por
el medio en su propia cola, se encoleriza ante el aluvión zoológico
que lo pasa de largo irrespetuosamente dejándolo de nuevo en el
final. Se rebela y salta la cuerdita con otros colegas humillados y se
entreveran a los gritos. ¡Atrás, vade retro, atrás!
Nosotros estamos antes. Que no, que sí, pechazos y amenazas. Algunos
son respetuosos y aceptan la primacía de la legitimidad de la cola
argentina y respetan a los que estaban antes. La dulce rubiecita dice
que va a llamar a seguridad. Gritos y gritos. Y un pelado tipo placard
que estaba último entre los últimos y que se ha plantado
primero, amenaza con que nadie se le acerque porque empieza el reparto
de piñas y trompones. El tipo, nuestro héroe, clama la injusticia,
clama la barbarie, clama la dictadura pasada y uno le explica que no era
dictadura la pasada, que era tiranía, que dictadura es la de ahora,
y le explica semánticamente, pero el tipo aumenta el encolerizamiento
y se anima a un pecheo gritándole al placard que si es cana o torturador.
El placard no se mueve, como los malos actores lo que hace es morderse
las mandíbulas y tensar los puños. Ocurre esto en la nueva
cola argentina y los agrupados gritan y patalean mientras las otras dos
colas fluyen aceitadas, increíblemente, claro; o porque las damas
que atienden no quieren lola. Entonces la dulce rubiecita se digna a sentarse
y atender y llama, imparcialmente, con ojos de yo tengo trabajo,
el que no que se joda, al primero de la cola. Y el placard pelado,
sin duda un extorturador, se le va encima. El tipo detrás, a grito
pelado dispuesto a perder el alma y los pocos dientes que le restan. Suerte
que un espíritu caritativo lo sostiene del saco y le explica la
estrategia más conveniente y consigue calmar al tipo. La dulce
rubiecita para vengarse de nuestro héroe y hacerlo sufrir y joderlo
hasta la mísera crueldad urbana, tarda, hace tiempo, le sonríe
al placard, se somete como esclava ante su amo y alarga y alarga mientras
las otras dos colas se deslizan y se deslizan y el tipo ve que si se hubiera
quedado donde estaba en la anterior cola ya hubiera salido de Orientación,
en cambio, por clamar justicia, está detrás del placard,
esperando como buen gil argentino. Sigue clamando pero cordiales palmadas
lo tranquilizan hasta que el placard se retira y la dulce rubiecita soñada
lo llama con el índice y él se va de jeta y ella se le adelanta
en el espiche y tiernamente, con vocecita de ratoncita le dice que no
vale la pena amargarse, y que ella sufre del corazón, y el tipo
seenternece y advierte que como ya está en el mostrador y tiene
el queso debe olvidar lo sufrido y ser feliz, y pregunta y ella quiere
anotarle las ventanillas correspondientes pero no tiene papel, entonces
quiere anotar en los márgenes que le han quedado del bloc, donde
están los ganchos que no puede sacar, para escribir en esas tiritas,
y el tipo no puede creer lo que le está ocurriendo y sonríe
y le dice que deje nomás, pero ella insiste y encuentra un papelito
del aire y le anota las ventanillas y el tipo se va, saliendo del infierno,
eso cree. Y se mete en el subsuelo y encuentra otras colas, display con
montones de papelitos que explican lo inexplicable, números que
sacar, asientos que ocupar hasta que atiendan. Detrás de una ventanilla
ve un boxeador comiendo un sánguche largo. Otra media hora y por
fin llega hasta una belleza que le acepta el papelito de la infamia y
le da otro y le dice que pague en cualquier banco, pero el tipo insiste
con que le den razones de porqué él tiene que hacer lo que
hace si él tiene débito automático y por lo tanto
no tiene por qué perder el tiempo argentino que le pertenece. La
belleza está podrida, bien claro se ve, se solidariza pero llama
al siguiente. El tipo pregunta por el libro de quejas y se va a la otra
ventanilla donde también hay una cola pero esta vez parece que
la que atiende es otra cosa y el tipo empieza a inficionar veneno en la
cola, busca cómplices y desparrama bilis y sarcasmos a discreción;
y ven, la cola entera, contundentemente, un grato caballero, detrás
del mostrador, sentado ante un escritorio vacío, bien vacío,
completo de vaciedad, y el grato señor sosteniéndose la
cabeza como el pensador de Rodin, pero sin la elegancia de la estatuaria
escultura. Y entre los integrantes de la cola cuentan anécdotas
mientras verifican por reloj el tiempo que el grato caballero medita frente
al vaciamiento de su escritorio. No se puede creer este país, y
no es culpa de los radichetas, no, es culpa de nosotros, los argentinos,
exclama azorado nuestro héroe. Alguien le dice: Pare mano,
compañero. Y le llega su turno y otra belleza, la número
dos, lo atiende con una amabilidad que le descontrola el corazón.
Y él le dice que aprovecha para cambiar la titularidad del departamento
pero que por favor no le ponga Eulogio en la boleta porque no le gusta
el nombrecito, que le ponga Carlos, y ella le dice yo me llamo Francisca
y a mí me gusta mi nombre. El se queda duro y no habla porque a
él también le suena delicioso Francisca, y los de atrás,
entre ellos, dicen que Francisca tiene una voz de primavera que no se
puede creer. Y el tipo reclama, ya mimosón, por el libro de quejas,
por el gerente, por el débito automático, por el placard
pelado, y otra vez por el débito automático, y ella le da
un papel que arranca de la compu en el que figura que además de
las cuotas que tiene impagas también debe otras de 1992. Nuestro
héroe bien debería caerse de nalgas, pero se sostiene del
mostrador y sonríe. Pensaba invitarla a Francisca pero el golpe
al hígado ha sido infame, entonces retrocede y se afianza en una
azul silla, y, muy argentinamente, emprende la salida, muy calladamente,
¿como quien se desangra?, no; ¿como justificación
de inodoro?, sí.
REP
|