Por Eduardo Febbro
Desde
París
¿Por qué
un libro sobre el bien y el mal?
Este libro trata esencialmente sobre la memoria del mal. Me di cuenta
de que esa memoria del mal nos conduce hacia actitudes diferentes, especialmente
hacia una actitud que yo defino como la tentación del bien.
No se trata simplemente de preferir el bien al mal, eso sería muy
simple. Esa actitud consiste en querer identificarse con el bien y pretender
imponerlo a los demás. El bien se vuelve así un bien común
y no un bien que concierne únicamente al individuo. Para mí,
la tentación del bien es algo negativo ya que en ese contexto el
bien no está muy alejado del mal. Es una forma del mal distinta,
que consiste en querer identificar un bien común a todas las personas
e imponerlo a los demás por la fuerza.
Toda su reflexión está marcada por la cuestión
del totalitarismo. Desde el comienzo, el proyecto del libro, que es una
investigación sobre el siglo, se presenta como la exploración
de un combate entre la democracia y dos formas del totalitarismo: el nazismo
y el comunismo. Usted dice que, así como se caracterizó
al siglo XVIII como el Siglo de las Luces, el siglo XX es el Siglo de
las Tinieblas.
La reflexión del libro está posada sobre el zócalo
de la oposición, del conflicto entre el totalitarismo y la democracia.
Para mí, y desde el punto de vista de un europeo, y más
aún europeo del Este, es el gran acontecimiento político
del siglo XX. En el fondo, el siglo XX se me aparece como un inmenso paréntesis.
La sociedad burguesa, capitalista, la democracia balbuceante de fines
del siglo XIX, tenía muchos defectos que fueron criticados primero
por los espíritus conservadores. Se decía entonces que el
mundo de antes había sido mejor y que era preciso volver al antiguo
régimen. Pero a finales del siglo XIX y a principios del XX surgieron
movimientos revolucionarios que señalaban los mismos defectos de
la democracia burguesa existente pero que proponían curarlos con
remedios mucho más radicales. No se trataba de volver hacia atrás
sino de ir hacia adelante y crear una sociedad ideal, cuya meta fuera
instaurar el paraíso en la tierra. El siglo XX nos demostró
que ese remedio era peor que la enfermedad. Pienso que a finales del siglo
XX nadie quiere esa revolución radical que produciría un
hombre nuevo y una sociedad totalmente nueva que garantizaría la
felicidad de todos los seres. Hoy nos volvemos a encontrar con los mismos
problemas que al principio del siglo pasado: es decir nacionalismo, crisis
de identidad, fanatismo religioso, racismo, etc. Esos problemas, que eran
los de antes, quedaron un poco aislados a causa del gran enfrentamiento
entre el totalitarismo y la democracia que dominó el siglo y que
culminó en la segunda guerra mundial.
Ese enfrentamiento fue como una imagen detenida que no acarreó
progresos.
Por un lado no aportó nada y por el otro dio mucho. Las páginas
de la historia no pueden darse vuelta como las páginas de un libro
para olvidarlas en seguida. Ese enfrentamiento nos enseñó
muchas cosas, en especial sobre la naturaleza de ese sueño milenarista.
Querer crear el paraíso terrestre es una tendencia permanente en
la historia de Occidente. En la época de la dominación de
la iglesia cristiana los movimientos milenaristas encarnaban esa tendencia.
Ese combate también nos enseñó muchas cosas sobre
lo que queremos realmente defender. Es decir, por qué ese infierno
fue tan malo. Hemos podido comprender cuán importante era preservar
la autonomía del individuo, a preservar el individuo de las fuerzas
que el Estado puede ejercer sobre él. Nos ha quedado esa enseñanza
y espero que no la olvidemos. Esa es justamente la garantía de
que en el siglo XXI no volvamos a vivir un utopismo semejante, una forma
similar de milenarismo, un intento de instaurar el paraíso terrestre
para todos. Es una lección importante. Sin embargo, desde otro
ángulo, es como un tiempoperdido porque nos encontramos de nuevo
con los problemas que teníamos antes. Fue un remedio que no nos
curó de nada. Resultó peor que la enfermedad. Sus efectos
fueron suprimidos pero la enfermedad inicial persiste. La democracia no
es un régimen perfecto.
Ese bien forzado al que usted se refiere es precisamente el de las
supuestas ideologías que pretenden instalar la felicidad como una
camisa de fuerza.
Efectivamente, ese tipo de bien es común a todos los regímenes
totalitarios. Los regímenes totalitarios del siglo XX poseen la
característica singular de ser al mismo tiempo religiones seculares
e identificarse con la ciencia. Hay algo paradójico en pretender
ser simultáneamente una religión y una ciencia. Cuando nos
presentamos como una religión prometemos el bien para todos, es
lo que se llama la salvación. La religión católica
promete la salvación a todos los fieles. Esa primera tentación
es la más condenable, pero no la única. En una democracia
y de una manera más sutil, menos evidente, se puede caer bajo la
tentación del mal de manera negativa. Dentro de un país,
esa tentación se presenta como una política que comienza
a aplicarse bajo la égida de la moral, el ejemplo más masivo
y más claro es el del macartismo, que quiso que la política
estuviese administrada en nombre de principios morales. Pero esos ejemplos
abundan en la actualidad. Por ejemplo, en EE.UU., todo el caso de Monica
Lewinsky fue un caso en el que las consideraciones morales pisotearon
el plano político. El presidente tenía que renunciar porque
el presidente no seguía las reglas. En Francia el fenómeno
existe igualmente. Nadie mira mucho la vida privada de los hombres políticos
pero las opiniones están celosamente vigiladas. En cuanto una opinión
transgrede el bloque consensual, es decir, lo moralmente correcto, nadie
se priva de atacar y reducir. Resulta entonces muy difícil defenderse
de esos ataques porque en el fondo no hubo un juicio en el que se le permitió
al acusado presentar pruebas y testigos a su favor. La difusión
del acta de acusación basta para que uno sea condenado. En el plano
exterior, ese mismo moralismo se encarnó en la doctrina del derecho
de injerencia, o sea, el derecho de los países más poderosos
del mundo, concretamente aquellos que tienen a la OTAN como brazo armado,
de intervenir en todas partes del mundo para imponer una política
conforme a las exigencias occidentales del momento. Es una larga historia.
No debemos olvidar que las bombas atómicas que cayeron sobre el
Japón fueron largadas por las potencias democráticas y no
por las totalitarias. La bomba atómica fue concebida para detener
a Hitler. Sin embargo, se la utilizó cuando Hitler ya había
caído. Es un ejemplo característico de esa deriva usual
de los países democráticos.
Usted rescata como testigos de este siglo pasado varios personajes
singulares. Algunos, como Camus, Primo Levi o David Rousset son evidentes.
En cambios, hay otros más singulares, tal es el caso del novelista
Roman Gary.
Es cierto, Roman Gary es uno de mis héroes, un héroe
que tuvo un destino trágico porque se suicidó. Gary es sobre
todo conocido como un escritor de gran éxito. Sus libros se venden
por centenares de miles. Los intelectuales y los historiadores no lo toman
muy en serio, pero yo lo considero como un gran escritor. Pero esa no
es la razón por la cual lo incluí en mi libro. Lo puse por
dos razones comunes a todos los personajes del libro. Su destino se confunde
con el destino de este siglo trágico. Gary es un inmigrado, mitad
ruso, mitad judío, que en 1940 eligió oponerse al nazismo
alistándose en la Royal Air Force. Pero cuando terminó la
guerra, en vez de seguir una carrera diplomática, militar o política,
Gary elige ser escritor. Su trabajo, que esencialmente es la obra de un
novelista, contiene sin embargo una verdadera doctrina, un pensamiento.
Y es precisamente ese pensamiento que yo quise reconstituir para mostrarhasta
qué punto Roman Gary fue un pensador agudo que rechazaba los papeles
como el del héroe o la víctima. Por ejemplo, entre los muchos
episodios que podría citar, está ese pasaje de la novela
Tulipe donde se funda una asociación para ayudar a los vencedores
porque, cuenta Gary, cuando la guerra acaba son los vencidos quienes se
liberan y no los vencedores. Como ve, se trata de verdades importantes
y difíciles de comprender a primera vista. Roman Gary posee una
lucidez cruel que lo caracteriza. Gary, que nunca escribió una
novela sobre el heroísmo o los héroes, que él mismo
fue, solía decir estoy contra las mayorías, prefiero
estar con los marginados.
En esos retratos como el de Roman Gary está la verdadera
esencia de su libro: se puede ser bueno, ejemplar, pero con modestia.
Sí, efectivamente, con moderación, con modestia. Mi
libro está dedicado a una mujer, Germaine Tillon, y en la dedicatoria
puse A una mujer que supo atravesar el mal sin tomarse por una encarnación
del bien. Hay que tratar de evitar la trampa, que consiste en considerarse
como la encarnación del bien.
Usted resume en tres palabras, en tres conceptos, las amenazas del
futuro: la deriva de la identidad, de la moral y la instrumental.
Me parece que la experiencia totalitaria fue tan traumatizante que,
al menos en el espacio de una o dos generaciones, no amenaza con volver
a producirse. Mientras la memoria de esos acontecimientos se perpetúe
estamos a salvo. Sin embargo, no formo parte de la gente que piensa que
todo va mejor. Si bien la democracia ganó, está pese a todo
amenazada por peligros que le son propios. Por ejemplo, la deriva de la
identidad es una de ellas. La deriva de la identidad es algo que la democracia
niega. Como reposa sobre obligaciones artificiales, la democracia no identifica
a las personas como negros, blancos o hablantes de éste u otro
idioma. Para la democracia todos son ciudadanos que tienen los mismos
derechos. No obstante, esos ciudadanos son un poco abstractos y a nosotros
nos hace falta algo más caluroso. Esa calidez la encontramos en
nuestras identidades colectivas, es decir en nuestros orígenes:
somos corsos, musulmanes, hinchas de un club de fútbol o católicos.
Ahí está el peligro, en esa deriva contraria al espíritu
de la democracia. Y es tanto más inquietante que ya pudimos apreciar
a dónde conduce con lo que ocurre con los movimientos de extrema
derecha. Estos son cada vez más poderosos sin que la situación
actual justifique en nada su eco creciente. No debemos equivocarnos: la
extrema derecha es una amenaza siempre presente en nuestras sociedades.
La deriva instrumental es también inherente a la democracia porque
ésta no precisa cuál es la naturaleza del bien soberano,
no precisa en qué consiste el ideal de cada uno. La democracia
nos deja la libertad de elegirlo. Esa es la autonomía y la democracia
del individuo. Pero la contrapartida de esa libertad es la ausencia de
valores comunes. Esto conduce a que toda la atención se concentre
en los medios. De esta manera, los medios se convierten en una meta. Esos
medios se llaman productividad, éxito económico y profesional,
es decir, un conjunto de cosas que ocupan el lugar de los valores y del
bienestar de los hombres. Porque no hay que olvidar que no existe otro
objetivo más digno que el bienestar del hombre. El combate contra
el totalitarismo nos enseñó que ese objetivo no puede ser
la humanidad, la revolución, el proletariado u otra abstracción.
No, el objetivo debe ser cada una de esas metas tomadas individualmente,
una tras otra. Basta con ir a un hospital o a una escuela para ver cómo
se le presta más atención al buen funcionamiento de la máquina
antes que al resultado que esa máquina produce. Se trata de una
deriva constante de la democracia que es preciso atacar constantemente.
En cuanto a la deriva moralizadora, ésta consiste en paliar la
ausencia de bien común, de valores comunes, con otra cosa... digamos
con los derechos humanos. Se milita por los derechos humanos, contra el
antisemitismo ycontra el racismo... y al mismo tiempo se largan bombas
humanitarias sobre las poblaciones más alejadas. Esa deriva consiste
en transformar a los países poderosos en gendarmes del mundo y
a imponer en todas partes su idea del bien.
POR
QUE TZVETAN TODOROV
Por Eduardo Febbro
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La memoria del siglo
Límpido, conciso, marcado por una ironía reservada
y un ambicioso alcance moral, el último libro del crítico
y humanista Tzvetan Todorov es una radiografía ética
y práctica del siglo que acaba de concluir. Su título,
Memoria del mal, tentación del bien, investigación
sobre el siglo, lo pone aparte de la extensa y repetitiva producción
sobre el fin del siglo que apareció en los últimos
meses de 1999 y del año 2000. Aquí no se trata de
un balance sino de ver cómo fue ese mal del que nos acordamos
y que hoy, afirma Todorov, sirve para caer en la tentación
del bien... en nombre mismo de ese mal que se hizo.
El autor recuerda oportunamente que el siglo XX terminó con
una suerte de guerra ética llevada a cabo por
las grandes potencias, es decir, las bombas que Occidente mandó
sobre Irak y la ex Yugoslavia. No obstante, Todorov no cierra los
ojos cuando hay que identificar el mal absoluto del siglo, el totalitarismo
de los campos nazis y del gulag soviéticos contra los cuales
la democracia libró una costosa batalla.
Por eso Todorov advierte que recordar los males pasados no basta
para evitar las derivas del presente. Ni la memoria es una buena
cosa, ni el olvido una maldición. Todorov afirma que no es
dando lecciones sobre el bien a todo el mundo que se puede escapar
al mal. Muy por el contrario, es preciso resistir a
esa tentación del bien a la par que se lucha por la libertad
del individuo.
De este siglo de tinieblas que concluyó Todorov rescata como
ejemplos varios personajes atípicos como el escritor Roman
Gary, Vassili Grossman, Primo Levi o Germaine Tillon. Todos tienen
el don de haber resistido al mal sin sucumbir a la peligrosa
tentación del bien. Todorov prolonga el camino reflexivo
de Paul Ricoeur al referirse al uso de la memoria...
y sus peligrosos vericuetos y manipulaciones.
Alumno de Roland Barthes, Todorov tiene una extensa carrera que
empieza con ensayos como Literatura y significación, Los
géneros del discurso y sigue luego con una orientación
mucho más humanista: Nosotros y los demás, El pensamiento
humanista en Francia, La conquista de América, la cuestión
del otro o Los abusos de la memoria son los títulos con que
Tzvetan Todorov se impuso como una de las grandes figuras del humanismo
contemporáneo.
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