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TVZETAN TODOROV, CRITICO, HUMANISTA, PENSADOR
La memoria del mal, la tentación del bien

Llevado y traído por su historia de exilios y de sufrimientos ante los grandes totalitarismos, Todorov acaba de publicar un balance del siglo que acaba de terminar. El resultado es oscuro: por deseo de hacer el mal o por caer en la tentación de llevar el bien a todos, creamos un Siglo de las Tinieblas. En esta entrevista en su hogar francés, el pensador búlgaro explica el ideario que lo llevó a escribir �Memoria del mal, tentación del bien, investigación sobre el siglo�.

Por Eduardo Febbro
Desde París

–¿Por qué un libro sobre el bien y el mal?
–Este libro trata esencialmente sobre la memoria del mal. Me di cuenta de que esa memoria del mal nos conduce hacia actitudes diferentes, especialmente hacia una actitud que yo defino como “la tentación del bien”. No se trata simplemente de preferir el bien al mal, eso sería muy simple. Esa actitud consiste en querer identificarse con el bien y pretender imponerlo a los demás. El bien se vuelve así un bien común y no un bien que concierne únicamente al individuo. Para mí, la tentación del bien es algo negativo ya que en ese contexto el bien no está muy alejado del mal. Es una forma del mal distinta, que consiste en querer identificar un bien común a todas las personas e imponerlo a los demás por la fuerza.
–Toda su reflexión está marcada por la cuestión del totalitarismo. Desde el comienzo, el proyecto del libro, que es una investigación sobre el siglo, se presenta como la exploración de un combate entre la democracia y dos formas del totalitarismo: el nazismo y el comunismo. Usted dice que, así como se caracterizó al siglo XVIII como el Siglo de las Luces, el siglo XX es el Siglo de las Tinieblas.
–La reflexión del libro está posada sobre el zócalo de la oposición, del conflicto entre el totalitarismo y la democracia. Para mí, y desde el punto de vista de un europeo, y más aún europeo del Este, es el gran acontecimiento político del siglo XX. En el fondo, el siglo XX se me aparece como un inmenso paréntesis. La sociedad burguesa, capitalista, la democracia balbuceante de fines del siglo XIX, tenía muchos defectos que fueron criticados primero por los espíritus conservadores. Se decía entonces que el mundo de antes había sido mejor y que era preciso volver al antiguo régimen. Pero a finales del siglo XIX y a principios del XX surgieron movimientos revolucionarios que señalaban los mismos defectos de la democracia burguesa existente pero que proponían curarlos con remedios mucho más radicales. No se trataba de volver hacia atrás sino de ir hacia adelante y crear una sociedad ideal, cuya meta fuera instaurar el paraíso en la tierra. El siglo XX nos demostró que ese remedio era peor que la enfermedad. Pienso que a finales del siglo XX nadie quiere esa revolución radical que produciría un hombre nuevo y una sociedad totalmente nueva que garantizaría la felicidad de todos los seres. Hoy nos volvemos a encontrar con los mismos problemas que al principio del siglo pasado: es decir nacionalismo, crisis de identidad, fanatismo religioso, racismo, etc. Esos problemas, que eran los de antes, quedaron un poco aislados a causa del gran enfrentamiento entre el totalitarismo y la democracia que dominó el siglo y que culminó en la segunda guerra mundial.
–Ese enfrentamiento fue como una imagen detenida que no acarreó progresos.
–Por un lado no aportó nada y por el otro dio mucho. Las páginas de la historia no pueden darse vuelta como las páginas de un libro para olvidarlas en seguida. Ese enfrentamiento nos enseñó muchas cosas, en especial sobre la naturaleza de ese sueño milenarista. Querer crear el paraíso terrestre es una tendencia permanente en la historia de Occidente. En la época de la dominación de la iglesia cristiana los movimientos milenaristas encarnaban esa tendencia. Ese combate también nos enseñó muchas cosas sobre lo que queremos realmente defender. Es decir, por qué ese infierno fue tan malo. Hemos podido comprender cuán importante era preservar la autonomía del individuo, a preservar el individuo de las fuerzas que el Estado puede ejercer sobre él. Nos ha quedado esa enseñanza y espero que no la olvidemos. Esa es justamente la garantía de que en el siglo XXI no volvamos a vivir un utopismo semejante, una forma similar de milenarismo, un intento de instaurar el paraíso terrestre para todos. Es una lección importante. Sin embargo, desde otro ángulo, es como un tiempoperdido porque nos encontramos de nuevo con los problemas que teníamos antes. Fue un remedio que no nos curó de nada. Resultó peor que la enfermedad. Sus efectos fueron suprimidos pero la enfermedad inicial persiste. La democracia no es un régimen perfecto.
–Ese bien forzado al que usted se refiere es precisamente el de las supuestas ideologías que pretenden instalar la felicidad como una camisa de fuerza.
–Efectivamente, ese tipo de bien es común a todos los regímenes totalitarios. Los regímenes totalitarios del siglo XX poseen la característica singular de ser al mismo tiempo religiones seculares e identificarse con la ciencia. Hay algo paradójico en pretender ser simultáneamente una religión y una ciencia. Cuando nos presentamos como una religión prometemos el bien para todos, es lo que se llama la salvación. La religión católica promete la salvación a todos los fieles. Esa primera tentación es la más condenable, pero no la única. En una democracia y de una manera más sutil, menos evidente, se puede caer bajo la tentación del mal de manera negativa. Dentro de un país, esa tentación se presenta como una política que comienza a aplicarse bajo la égida de la moral, el ejemplo más masivo y más claro es el del macartismo, que quiso que la política estuviese administrada en nombre de principios morales. Pero esos ejemplos abundan en la actualidad. Por ejemplo, en EE.UU., todo el caso de Monica Lewinsky fue un caso en el que las consideraciones morales pisotearon el plano político. El presidente tenía que renunciar porque el presidente no seguía las reglas. En Francia el fenómeno existe igualmente. Nadie mira mucho la vida privada de los hombres políticos pero las opiniones están celosamente vigiladas. En cuanto una opinión transgrede el bloque consensual, es decir, lo moralmente correcto, nadie se priva de atacar y reducir. Resulta entonces muy difícil defenderse de esos ataques porque en el fondo no hubo un juicio en el que se le permitió al acusado presentar pruebas y testigos a su favor. La difusión del acta de acusación basta para que uno sea condenado. En el plano exterior, ese mismo moralismo se encarnó en la doctrina del derecho de injerencia, o sea, el derecho de los países más poderosos del mundo, concretamente aquellos que tienen a la OTAN como brazo armado, de intervenir en todas partes del mundo para imponer una política conforme a las exigencias occidentales del momento. Es una larga historia. No debemos olvidar que las bombas atómicas que cayeron sobre el Japón fueron largadas por las potencias democráticas y no por las totalitarias. La bomba atómica fue concebida para detener a Hitler. Sin embargo, se la utilizó cuando Hitler ya había caído. Es un ejemplo característico de esa deriva usual de los países democráticos.
–Usted rescata como testigos de este siglo pasado varios personajes singulares. Algunos, como Camus, Primo Levi o David Rousset son evidentes. En cambios, hay otros más singulares, tal es el caso del novelista Roman Gary.
–Es cierto, Roman Gary es uno de mis héroes, un héroe que tuvo un destino trágico porque se suicidó. Gary es sobre todo conocido como un escritor de gran éxito. Sus libros se venden por centenares de miles. Los intelectuales y los historiadores no lo toman muy en serio, pero yo lo considero como un gran escritor. Pero esa no es la razón por la cual lo incluí en mi libro. Lo puse por dos razones comunes a todos los personajes del libro. Su destino se confunde con el destino de este siglo trágico. Gary es un inmigrado, mitad ruso, mitad judío, que en 1940 eligió oponerse al nazismo alistándose en la Royal Air Force. Pero cuando terminó la guerra, en vez de seguir una carrera diplomática, militar o política, Gary elige ser escritor. Su trabajo, que esencialmente es la obra de un novelista, contiene sin embargo una verdadera doctrina, un pensamiento. Y es precisamente ese pensamiento que yo quise reconstituir para mostrarhasta qué punto Roman Gary fue un pensador agudo que rechazaba los papeles como el del héroe o la víctima. Por ejemplo, entre los muchos episodios que podría citar, está ese pasaje de la novela Tulipe donde se funda una asociación para ayudar a los vencedores porque, cuenta Gary, cuando la guerra acaba son los vencidos quienes se liberan y no los vencedores. Como ve, se trata de verdades importantes y difíciles de comprender a primera vista. Roman Gary posee una lucidez cruel que lo caracteriza. Gary, que nunca escribió una novela sobre el heroísmo o los héroes, que él mismo fue, solía decir “estoy contra las mayorías, prefiero estar con los marginados”.
–En esos retratos como el de Roman Gary está la verdadera esencia de su libro: se puede ser bueno, ejemplar, pero con modestia.
–Sí, efectivamente, con moderación, con modestia. Mi libro está dedicado a una mujer, Germaine Tillon, y en la dedicatoria puse “A una mujer que supo atravesar el mal sin tomarse por una encarnación del bien”. Hay que tratar de evitar la trampa, que consiste en considerarse como la encarnación del bien.
–Usted resume en tres palabras, en tres conceptos, las amenazas del futuro: la deriva de la identidad, de la moral y la instrumental.
–Me parece que la experiencia totalitaria fue tan traumatizante que, al menos en el espacio de una o dos generaciones, no amenaza con volver a producirse. Mientras la memoria de esos acontecimientos se perpetúe estamos a salvo. Sin embargo, no formo parte de la gente que piensa que todo va mejor. Si bien la democracia ganó, está pese a todo amenazada por peligros que le son propios. Por ejemplo, la deriva de la identidad es una de ellas. La deriva de la identidad es algo que la democracia niega. Como reposa sobre obligaciones artificiales, la democracia no identifica a las personas como negros, blancos o hablantes de éste u otro idioma. Para la democracia todos son ciudadanos que tienen los mismos derechos. No obstante, esos ciudadanos son un poco abstractos y a nosotros nos hace falta algo más caluroso. Esa calidez la encontramos en nuestras identidades colectivas, es decir en nuestros orígenes: somos corsos, musulmanes, hinchas de un club de fútbol o católicos. Ahí está el peligro, en esa deriva contraria al espíritu de la democracia. Y es tanto más inquietante que ya pudimos apreciar a dónde conduce con lo que ocurre con los movimientos de extrema derecha. Estos son cada vez más poderosos sin que la situación actual justifique en nada su eco creciente. No debemos equivocarnos: la extrema derecha es una amenaza siempre presente en nuestras sociedades. La deriva instrumental es también inherente a la democracia porque ésta no precisa cuál es la naturaleza del bien soberano, no precisa en qué consiste el ideal de cada uno. La democracia nos deja la libertad de elegirlo. Esa es la autonomía y la democracia del individuo. Pero la contrapartida de esa libertad es la ausencia de valores comunes. Esto conduce a que toda la atención se concentre en los medios. De esta manera, los medios se convierten en una meta. Esos medios se llaman productividad, éxito económico y profesional, es decir, un conjunto de cosas que ocupan el lugar de los valores y del bienestar de los hombres. Porque no hay que olvidar que no existe otro objetivo más digno que el bienestar del hombre. El combate contra el totalitarismo nos enseñó que ese objetivo no puede ser la humanidad, la revolución, el proletariado u otra abstracción. No, el objetivo debe ser cada una de esas metas tomadas individualmente, una tras otra. Basta con ir a un hospital o a una escuela para ver cómo se le presta más atención al buen funcionamiento de la máquina antes que al resultado que esa máquina produce. Se trata de una deriva constante de la democracia que es preciso atacar constantemente. En cuanto a la deriva moralizadora, ésta consiste en paliar la ausencia de bien común, de valores comunes, con otra cosa... digamos con los derechos humanos. Se milita por los derechos humanos, contra el antisemitismo ycontra el racismo... y al mismo tiempo se largan bombas humanitarias sobre las poblaciones más alejadas. Esa deriva consiste en transformar a los países poderosos en gendarmes del mundo y a imponer en todas partes su idea del bien.

 

POR QUE TZVETAN TODOROV
Por Eduardo Febbro

La memoria del siglo

Límpido, conciso, marcado por una ironía reservada y un ambicioso alcance moral, el último libro del crítico y humanista Tzvetan Todorov es una radiografía ética y práctica del siglo que acaba de concluir. Su título, Memoria del mal, tentación del bien, investigación sobre el siglo, lo pone aparte de la extensa y repetitiva producción sobre el fin del siglo que apareció en los últimos meses de 1999 y del año 2000. Aquí no se trata de un balance sino de ver cómo fue ese mal del que nos acordamos y que hoy, afirma Todorov, sirve para caer en la tentación del bien... en nombre mismo de ese mal que se hizo.
El autor recuerda oportunamente que el siglo XX terminó con una suerte de “guerra ética” llevada a cabo por las grandes potencias, es decir, las bombas que Occidente mandó sobre Irak y la ex Yugoslavia. No obstante, Todorov no cierra los ojos cuando hay que identificar el mal absoluto del siglo, el totalitarismo de los campos nazis y del gulag soviéticos contra los cuales la democracia libró una costosa batalla.
Por eso Todorov advierte que recordar los males pasados no basta para evitar las derivas del presente. Ni la memoria es una buena cosa, ni el olvido una maldición. Todorov afirma que no es dando lecciones sobre el bien a todo el mundo que se puede escapar al mal. Muy por el contrario, es preciso “resistir” a esa tentación del bien a la par que se lucha por la libertad del individuo.
De este siglo de tinieblas que concluyó Todorov rescata como ejemplos varios personajes atípicos como el escritor Roman Gary, Vassili Grossman, Primo Levi o Germaine Tillon. Todos tienen el don de haber resistido “al mal sin sucumbir a la peligrosa tentación del bien”. Todorov prolonga el camino reflexivo de Paul Ricoeur al referirse al “uso de la memoria”... y sus peligrosos vericuetos y manipulaciones.
Alumno de Roland Barthes, Todorov tiene una extensa carrera que empieza con ensayos como Literatura y significación, Los géneros del discurso y sigue luego con una orientación mucho más humanista: Nosotros y los demás, El pensamiento humanista en Francia, La conquista de América, la cuestión del otro o Los abusos de la memoria son los títulos con que Tzvetan Todorov se impuso como una de las grandes figuras del humanismo contemporáneo.

 

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