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El nacimiento de Putin, el grande

En Rusia hay un imparable
culto a la personalidad de su presidente, Vladimir Putin,
como no se veía desde Stalin.

El espía que vino del frío y
quiere convertirse en emperador.
Putin pertenecía a la KGB y ahora es objeto de adoración popular.

Por Luis Matías López *
Desde Moscú

Los rusos pueden estar tranquilos. Allá en lo alto, alguien que nunca duerme vela por ellos. Camina por los pasillos con gesto reconcentrado, consciente de la carga que lleva sobre los hombros. Mira al futuro con el fondo de la torre Spaski del Kremlin y la nueva bandera tricolor, que coexiste con el recuperado himno soviético. Desciende de una limusina negra, tras la que se vislumbra un avión de combate que está a punto de pilotear. Transmutado en oficial de la Flota, vigila las negras aguas del Artico desde las que podría llegar la amenaza exterior.
Es Vladimir Vladimivorich Putin, según lo ve el pintor Fiodor Dubrovin. Junto a esta visión de reminiscencias soviéticas, que exige los grandes formatos, se presentan en la exposición de la galería moscovita Unión Creación las imágenes más íntimas y psicológicas de Valeri Podkuiko, donde lo que cuenta es la mirada (tímida, hermética, reconcentrada) del presidente ruso. Ambos artistas aseguran que sus pinceles se movieron en respuesta a “una llamada del corazón”.
La muestra se llama Nuestro Putin, y es una más de la larga lista de manifestaciones a mayor gloria del líder del Kremlin que se suceden en Rusia desde hace un año y que conforman un imparable culto a la personalidad sin parangón desde los tiempos de Stalin. Aunque con una diferencia fundamental: el centro de esa adoración no la promueve directamente, aunque tampoco la rechaza.
Putin mantiene un altísimo índice de popularidad en Rusia, a despecho de crisis humillantes como la del submarino Kursk, guerras sin salida como la de Chechenia, indicios de una excesiva ansia de poder, amenazas a libertades que se estaban asentando o la evidencia de que Rusia no es ya ni la sombra de lo que fue la Unión Soviética.
Sigue ahí, en su pedestal. Es joven, fuerte, duro, serio, discreto, deportista. Da seguridad, confianza. Y eso es lo que quieren los rusos. En las campañas electorales, los candidatos buscan su apoyo como la mejor garantía de victoria y exhiben carteles en los que aparecen junto a él. Quien le planta pelea, la paga. Quien le es leal, obtiene su recompensa.
Los retratos de Putin proliferan como hongos. El moscovita Nikas Safronov fue el pionero: empezó a pintarlo antes de que Yeltsin le entregase el poder en bandeja de plata. El original se lo regaló al presidente, tras rechazar una oferta del magnate Boris Berezovski, hoy declarado enemigo del Kremlin. Safronov encargó carteles en tres tamaños. El mayor cuesta tres dólares; el mediano, dos, y el menor, uno.
En San Petersburgo, la ciudad natal de Putin, la rama local de Unidad, el partido en el poder, encargó numerosos bustos de bronce del que hoy es su hijo más notable para distribuirlos por todo el país, incluso en organismos oficiales, en la perspectiva del primer aniversario de su elección, que se cumple el 26 de marzo. En Cheliabinsk, en los Urales, dos jóvenes escribieron una canción en honor de Putin. En Magnitogorsk se abrió un museo para conmemorar sus tres visitas a la ciudad. El kimono que regaló a los estudiantes de yudo ocupa un lugar de honor. El presidente de la federación de este deporte declaró que, pese a sus 48 años, Putin, cinturón negro, podría competir dignamente en los Juegos Olímpicos. En Izborsk, el celo del alcalde llegó al extremo de organizar visitas al lugar donde se detuvo en una ocasión la caravana presidencial.
Todo es poco para nuestro Putin. Parte de la explicación del fenómeno puede hallarse en el cuaderno en el que se recogen las impresiones de los visitantes de la exposición moscovita. Hay anotaciones como ésta: “El poder tiene que ser fuerte y respetado”. Pero también como ésta: “Es ridículo”.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

 

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