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el Kiosco de Página/12

Sandokan
Por Antonio Dal Masetto

No es mucho lo que tengo para contar sobre este tema. En junio de 1950, cuando emigramos a la Argentina, en uno de los bultos que viajaban con nosotros a través del océano venían mis libros: una docena de novelas de Emilio Salgari. No recuerdo si luego, en Salto, el pueblo donde fuimos a vivir, volví a leerlos. A esa altura se me imponían otras aventuras, otras urgencias y otros aprendizajes. Y también otros libros, elegidos al azar en una biblioteca, que me permitían aproximarme al idioma nuevo. Cuando dejé el pueblo y partí a probar suerte en Buenos Aires, las novelas de Salgari quedaron en la casa de mis padres y más tarde fueron a parar a la casa de mi hermana.
Pasaron 46 años desde aquella travesía del Atlántico y una tarde fui a visitarlo a Osvaldo Soriano en la Clínica Suiza, en la avenida Pueyrredón, donde le estaban aplicando quimioterapia. La intervención quirúrgica no se había decidido todavía. La Editorial Norma estaba por editarle una selección de textos cortos y a Osvaldo no lo conformaban las tapas que le sugerían. La tapa de un libro anterior, Cuentos de los años felices (de otra editorial), llevaba como ilustración un Tarzán tomado de las historietas. Quería algo en esa dirección.
Hablamos del tema. Me acordé de mis novelas de Salgari y le comenté que, si la memoria no me engañaba, tenían lindas tapas, dentro de la línea que él deseaba, y era probable que alguna le sirviera. Esa noche llamé a mi hermana a Salto. A la mañana siguiente me tocó timbre el comisionista y me entregó el paquete. Eran seis libros. Volví a la clínica y se los mostré a Osvaldo. Le gustaron, eligió una con Sandokan. Se la propuso a la editorial y estuvieron de acuerdo en utilizarla.
En los días que siguieron yo no podía dejar de pensar en el destino de mis viejas novelas de Salgari. Cada una de ellas, durante la niñez, me había alimentado la imaginación como ninguna otra después. Habían viajado lejos, habían sido abandonadas, olvidadas y rescatadas al cabo de tantos años. Pensaba en el extenso arco tendido a través del tiempo, iniciado allá en el fondo, en el comienzo, y que ahora venía a buscarme para ayudar a definir la tapa del nuevo libro de un amigo. Una casa entre montañas en el norte de Italia, un pueblo en la llanura argentina, amistades de la década de los sesenta, vidas cambiantes, memorias cambiantes, una clínica en la ciudad, una cama. Pensaba y me esforzaba por entender y llegar a alguna conclusión. Pero no había nada que entender ni conclusiones a las que arribar. Estaban los hechos, mudos, sin interpretaciones posibles. Estaba la permanencia sólida de media docena de libros. Lo único inalterado.
El de Osvaldo Soriano apareció en octubre de 1996. Después, en el verano siguiente, Osvaldo partió. Pasaron los meses y mandé hacer fotocopias color de todas aquellas tapas, las coloqué bajo vidrio y las colgué en las paredes de mi casa. Una (La vendetta dei Tughs) con dos hindúes eludiendo la embestida de un búfalo en la selva. Otra (Avventure tra le Pellirosse) con un jinete sobre un caballo encabritado disparando su rifle en un enfrentamiento con pieles rojas. Otra (La crociera della Tuonante) con dos hombres de mar en un bote, esgrimiendo florete y pistola, protegiendo a una mujer rubia, bella y delicada, y un galeón al fondo. Otra (I corsari delle Bermude) con dos duelistas cruzando espadas. Otra (La figlia del Corsaro Verde) con la hija del Corsario Verde comandando un abordaje rodeada de sus bravos. Y las últimas dos, juntas en la pared, ambas con un Sandokan ataviado de rojo, turbante, barba, pelo largo y renegrido, que mira al frente con ojos de fuego mientras acogota a un oficial inglés. Una dice: Emilio Salgari, Sandokan contro il leopardo di Sarawak. La otra: Osvaldo Soriano, Piratas, fantasmas y dinosaurios. Están en la habitación donde trabajo. Las veo cada día. Sólo eso tengo para contar.

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