Por Hilda Cabrera
Centrado en la experiencia interior
de un individuo anónimo y universal, Ejecutor 14, el unipersonal
que se podrá ver hasta el próximo domingo en la Sala Cunill
Cabanellas del Teatro Nacional Cervantes en el marco del IV Programa
Iberoamericano se convierte en relato vivencial sobre la discriminación
y la guerra. Disparador de fuertes imágenes, el actor y director
chileno Héctor Noguera impacta al espectador con un enfoque sobre
la violencia, inoculada a veces de manera suave, cotidiana, como
a niños a los que se les hace creer que son mejores y merecen más
que los otros, según reflexiona el actor en diálogo
con Página/12. La pieza, estrenada en Chile en 1998, invitada a
festivales internacionales y llevada en gira por Europa y América
latina, se inserta como un estilete en la conciencia y la memoria del
espectador. Fue escrita por el egipcio Adel Hakim, educado en el Líbano
y residente en Francia. En sus inicios integrante del teatro de la Universidad
Católica de Chile, Noguera fundó en 1990 el Teatro Camino
de Chile, que lidera junto al diseñador escenográfico José
Cheuque, encargado también de la ilustración musical de
Ejecutor 14, traducida por Milena Grass y Loreto Muñoz. Incursionó
en el cine, básicamente en películas de Miguel Littin, como
la antológica El chacal de Nahuel Toro, donde compuso el rol del
cura y participó de la producción, porque entonces cuenta
tenía algún dinero.
En la obra de Hakim, su personaje condensa todas las voces y es verdugo
y víctima. El lenguaje es seco, cortante y la puesta, simple: apenas
una mesa y una lámpara que a veces lo ciega. Se acompaña
de una oscura mantacapote para cubrir gritos y lamentos, cicatrices y
humillaciones. El relato es laberíntico y borrascoso, salvo cuando
un guiño irónico da cuenta de su decisión de sobrevivir
a pesar de estar vencido. Sus movimientos no van más allá
de los límites de la mesa, pero impresiona como si recorriera un
espacio mayor y traslúcido, en tanto no existe posibilidad de engaño.
La mirada del protagonista se vuelve remota y acerada cuando describe
hechos vividos al rojo vivo. Se supone que esas experiencias
pueden desarrollarse en cualquier lugar devastado, aun cuando se aluda
a adamitas y celitas y seculares confrontaciones. Como dice Noguera, en
tiempos difíciles todos o casi todos somos víctimas
de la violencia, y sobre todo sospechosos: Por eso da miedo
cuando resurge el espíritu patriótico, algunos empiezan
a calzarse las botas y se va en busca de ese gran conciliador que justifica
la violencia como algo divino.
¿Relaciona la violencia que retrata esta obra con la vivida
durante la dictadura de Augusto Pinochet?
A diferencia de lo que se cuenta en Ejecutor 14, Chile no vivió
una guerra, pero experimentamos todas las violencias. Eso está
por debajo de mi interpretación. No he querido hacer una adaptación
sobre una realidad política concreta, porque creo que ese tipo
de versiones reducen los contenidos de una obra. Las pone unilaterales
y éste es un espectáculo ambiguo y rico en significados.
¿Cómo fue su experiencia en el teatro de la Universidad
Católica?
Me formé allí como actor y director, y me separé
en 1995, cuando habían pasado cinco años de la fundación
de Teatro Camino. El grupo surgió antes, en 1988, con un estreno
muy exitoso que hicimos fuera de la universidad. Era un trabajo extra,
un pituto como decimos en Chile. Interpreté un monólogo
de la novela El contrabajo, de Patrick Süskind. Me separé
de la universidad en buenos términos. Quería hacer otro
teatro, escucharme, saber quién era yo.
¿Permaneció en Chile durante la dictadura?
Por suerte, pude quedarme. La situación era atroz, pero no
todos desaparecimos. Tengo 63 años y he recorrido muchas etapas
del teatrochileno. Durante la dictadura hubo menos actividad teatral,
porque mucha gente importante se había exiliado, o había
sido encarcelada o muerta.
¿Era consciente de lo que estaba ocurriendo?
Algunos demoramos años en aceptar que la dictadura no era
un hecho pasajero. Nos engañamos. Desaparecían amigos, parientes
y algo extraño ocurre en el ser humano, que ante una situación
extrema se dice a sí mismo: esto no nos puede pasar a nosotros;
esto no dura mucho más.
¿Fue una protección pertenecer a la Universidad Católica?
Creo que sí, porque fue menos golpeada que la Universidad
de Chile, gravemente herida. En la Iglesia había algunos elementos
progresistas que apoyaron a la institución. Nosotros recurríamos
a los clásicos. Cuando se decía algo sospechoso, nos encargábamos
de subrayar que eso lo habían escrito Shakespeare, Molière
o Lope de Vega. ¿Y quién les iba a echar la culpa a estos
autores? Los clásicos se ponen muy interesantes cuando uno trata
de crear un sublenguaje. Hice personajes importantes: Hamlet, Alcestes...
Mientras tanto esperábamos que la dictadura cayera. Llegaban a
Chile periodistas de todo el mundo. Vino Oriana Fallaci y creímos
que se acababa la era Pinochet. Perdimos mucho tiempo en esa espera.
¿Qué pasó con los que no buscaron cobijo en
los clásicos?
Algunos independientes como el grupo Ictus hicieron francamente
teatro de protesta, antipinochetista y antidictadura. Otros se quedaron
en lo frívolo, en el café concert, la comedia o el teatro
comercial. Yo hice algunas salidas al de protesta, con arrancadas
al Ictus y en obras de creación colectiva basadas en textos conocidos,
como una inspirada en Primavera con una esquina rota, una novela de Mario
Benedetti escrita en 1982. El Ictus llenaba en todas las funciones.
¿Se puede hablar hoy de un teatro pospinochetista?
Sí, y con dramaturgos más jóvenes, como Ramón
Griffero y Marco Antonio de la Parra, en los que subyace el tema de la
dictadura, pero al que no se han quedado prendidos. Ellos hacen un teatro
más libre y con más humor, como Andrés Pérez
y su creativa La Negra Ester. Como ha dicho De la Parra, Pinochet seguía
estando en el país, pero para nosotros era como si no existiera.
Después de la dictadura, el teatro se fortaleció. Pero perdimos
el cine. Los cineastas que se fueron del país no volvieron y algunos,
salvo Raúl Ruiz, prefirieron hacer películas francamente
políticas.
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