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VERANO | 12
Agua firme

Deux cent milles lieues sous les Lers, de Georges Méliès (1906).

Por Rodrigo Fresán

el agua venimos, al agua volvemos, nuestros cuerpos están constituidos por un 70 por ciento de agua y el planeta en el que nadamos es, apenas, un tercio de tierra firme contra dos tercios de líquido elemento. No hagan olas.
El agua –la superficie de los mares y lo que éstos esconden– ocupa buena parte de nuestros mitos más antiguos y sigue siendo el escenario de despropósitos como el film Waterworld con Kevin Costner. La distancia que separa a Ulises del Capitán Nemo de Esther Williams de los efectos especiales y abismales de James Cameron es siempre la misma y se nos escurre por entre los dedos de nuestro entendimiento: los mares son nuestro primer espacio exterior.
Los años del calentamiento que se vienen prometen más baldazos de agua fría sobre nuestras cabezas: más agua donde antes hubo tierra y vayamos pensando en mudarnos a los pisos más altos, nos recomiendan.
De todos los libros de horrores acuáticos, uno de los más logrados e interesantes es El mundo subterráneo del escritor británico Sidney Fowler Wright. Traductor de Dante, Wright (1874-1965) concibió su mundo subterráneo –un planeta Tierra futuro y arrasado– como un reflejo del Infierno del poeta italiano al que el héroe desciende para enfrentarse a incontables seres, y dos ramas muy diferenciadas de la especie humana: los Moradores y los Anfibios. La introducción de Everett F. Bleiler a la novela se encarga de explicarlos: “Los Moradores, gigantes de cuerpo e intelecto, han desarrollado una superciencia brillante y cruel, pero están dominados por la fatiga, y desaparecen gradualmente. Los Anfibios, por otra parte, aunque mentalmente iguales a los Moradores, cultivan el quietismo y, a pesar de su intensa espiritualidad y su armonía con la naturaleza, carecen de energía para la acción. Han dejado de reproducirse, y su número decrece o aumenta mediante leyes que nuestro héroe no alcanza a comprender. De este modo, el ser humano, como lo saben muy bien los Moradores, ha alcanzado otro punto de degeneración cíclica. La solución está en que el viajero temporal regresa a su tiempo purificado gracias a la ética superior de Moradores y Anfibios para generar una nueva y mejor raza”.
La novela de Wright –de la que aquí se ofrecen sus primeros tres capítulos– es como los océanos: firme y no deja de moverse; y la parte más importante de su encanto es funcionar como bisagra entre la ciencia de H.G. Wells, la mística císmica de Olaf Stapledon y los horrores mesiánicos de Howards Phillis Lovecraft.

 


 

El mundo subterráneo

Cangrejos à la Corman: Attack of the Crab Monsters (1956).

Por Sidney Fowler Wright

Del lugar y del tiempo
–La ciencia aplicada –dijo el profesor– es incomprensible para el vulgo.
–¿Sabes, George? Se fueron realmente, desaparecieron del todo. El cuarto sólo tiene una puerta, y estábamos sentados en círculo. No es broma –añadió el joven Danby, reconociendo quizá que su padre no era un gran conversador.
–Si yo decidiese ir, me llevaría un hacha –señalé.
Bryant se inclinó hacia adelante y golpeó su pipa vaciándola de cenizas.
–Templeton se fue como un jefe pirata –dijo, sonriendo apenas.
Bryant no había hablado hasta entonces.
–Oye, Bryant –dije–, cuéntame qué pasó realmente. Te prometo que trataré de creerlo.
Bryant titubeó un instante y al fin respondió con lentitud:
–Lo que te han contado es cierto, por lo menos lo que nosotros vimos. En cuanto a las teorías del tiempo y el espacio, no sé más que tú. Antes solía pensar que eran bastante obvias. Oí luego hablar al profesor dos noches por semana durante tres años, y comprendí que no es algo tan simple como parece, aunque no fui más allá. Pero eso del cuarto es un hecho. Dejamos unas cosas en la tabla central, y el cuarto se oscureció. Volvimos a los dos minutos, se encendieron las luces, y las cosas seguían allí. El profesor dijo que las había proyectado quinientos mil años en el futuro. No mostraban huellas del viaje.
–Y debía ser cierto, ya que las cosas no lo negaron –dije impertinentemente–. Parece un juego bastante aburrido, pero no difícil.
–Sí, ya sé qué parece –respondió Bryant–, y nosotros pensamos lo mismo. Pero probó aparentemente una cosa: que la experiencia no daña los objetos.
“Si iban a alguna parte, por lo menos volvían intactos. Así que al fin hicimos la prueba con Harry Brett... y Harry no volvió. Lo dejamos allí, y cuando regresamos, el cuarto estaba vacío. Se trata de un cuarto circular, de paredes metálicas, con una sola salida. Tú mismo puedes comprobarlo. Ni siquiera una mosca encontraría dónde esconderse.”
“Al día siguiente vino a vernos la mujer de Harry e hizo un escándalo. Nos asustamos y se lo contamos a Templeton, y éste dijo que no creía una palabra, pero iba a investigar. Así que hicimos la prueba con él también.”
–¿Y desapareció del mismo modo?
–No, no desapareció. Volvió perfectamente y dijo: “Reconozco que han enviado a Brett a alguna parte. Sin embargo, media hora es poco. Voy a volver. Denme un año y podré encontrarlo”.
“El profesor le dijo que no podía repetir el experimento esa misma noche, pero si volvía al día siguiente... Templeton así lo hizo, y éste es el fin de la historia, hasta hoy.”
–Pero Templeton desapareció por un año y salió el martes de la semana pasada...
–No se fue por un año. Iba a estar allí un año y volvería a los dos minutos. Es bastante simple. El profesor puede explicártelo.
–Sí, pero si el profesor me lo permite, esa explicación no bastaría. He leído La máquina del tiempo, y sé que el espacio es curvo gracias a las emprendedoras investigaciones de Einstein. Entiendo asimismo que si me alejase bastante de la Tierra –y tuviese suficiente vista– podría ver a nuestros antecesores darwinianos encaramados a un árbol en busca de la manzana fatal. Pero no pretendo investigar estos misterios. Cuando yo estudiaba ciencias, prefería siempre las demostraciones prácticas. Si el profesor proyectase al pasado una gallina y volviese convertida en un pollito...
El joven Danby se rió, y vi que Bryant parpadeaba. Pero el profesor me contestó pacientemente:
–Es imposible proyectar algo al pasado, irrevocablemente fijo.
“De otro modo no existiría la finalidad, y la confusión sería intolerable. Es fácil entender que la vida se transformaría en un caos si, por ejemplo, luego de leer acerca de un asesinato ocurrido hace tiempo, yo pudiese proyectarme al pasado y salvar a la víctima.”
“En esta eventualidad el asesinato habría ocurrido y habría sido prevenido, lo que es absurdo.”
“Pero el futuro es diferente. Es informe, o, por lo menos, de una naturaleza fluida. Su forma depende de nosotros. Si mato un insecto, no sólo destruyo a ese individuo sino también a sus descendientes. Influyo asimismo en las vidas de algunos insectos con quienes se hubiese unido, y éstos harán nuevas alianzas. De ellas nacerán otros insectos que no iban a existir. Las consecuencias actuales de mis actos son casi triviales, pues el presente es sólo un momento. Sus consecuencias futuras son incalculablemente mayores, pues el futuro es infinito.”
“Pues bien, nuestros actos, hoy, pertenecen casi exclusivamente al futuro, y el hecho de poder proyectarnos a algún período de ese futuro e influir en él con los métodos físicos familiares tiene una importancia realmente escasa.”
No supuse que el profesor hubiese terminado. Se detuvo sólo para tomar aliento, pero aproveché la oportunidad.
–Lamento haberme metido con ese plan de la gallina. Por otra parte no era muy provechoso. No sería nunca un plan popular. ¿Por qué no enviar pollos al futuro? Nueve meses más adelante, por ejemplo, y que vuelvan cacareando y con el primer huevo sobre la mesa. “El profesor Danby, el pollero mágico.” Podría hacer una fortuna.
El profesor mostró por vez primera signos evidentes de irritación.
–No será usted hombre de ciencia –dijo–, pero como comerciante debería saber que eso no tiene sentido. ¿Enviaría sus pollos al futuro sin gallinas para alimentarlos?
“¿Cree que la gente del futuro iba a criar esos pollos para usted? Cuando vieran que, invariablemente, desaparecían a cierta edad, ¿no los matarían unos pocos días antes? Pero esto es charla ociosa. Algo parecido a lo que usted imagina ocurrirá en los años próximos. Cuando la exploración del futuro, hoy tema de teorías y experimentos, se convierta en una ciencia exacta, gente con mentes como la suya tratará de aprovecharla como aprovechan hoy la transmisión del sonido y las formas con técnicas que sus padres hubiesen juzgado increíbles. Los hombres de ciencia que han conquistado las distancias son menos famosos, en boca de los hombres, que Napoleón, que conquistó Europa y carecía de inteligencia para conservarla. No es razonable pensar que aquellos que conquisten el tiempo serán mejor recompensados.”
“Pero todo esto, aparte. Hay dos hombres que se han desvanecido, o eso al menos nos parece. No tenemos pruebas, y no está usted obligado a creernos. Pudimos haberlos asesinado, aunque carecemos de motivos evidentes. Con su conocimiento de nuestros caracteres descartará además esa posibilidad. Si acepta usted este riesgo, sea grande o pequeño, buscaré esa suma que según usted necesita con urgencia.”
–La necesito, es cierto –dije–. Y si no acepto enseguida es porque la historia me parece realmente increíble. Quisiera hacer algunas preguntas.
“Primero, dicen ustedes que estos dos hombres desaparecieron del todo. Lo que ustedes cuentan, me parece, es exacto, o por lo menos así lo creen ustedes. Pero, ¿me han dicho todo? ¿No me ocultan algo que pueda influir en mi decisión, no?” “Pero dicen ustedes que Templeton regresó de su primera aventura, y volvió a partir a la noche siguiente. Seguramente les dijo algo de sus experiencias.”
–No, no tenía deseos de hablar –me respondió Bryant–. Nos dijo únicamente que aquello era muy extraño. Quería volver. Como insistiéramos, nos dijo que si un hombre de otro planeta pasaba media hora en el patio de una casa terrestre podría, según nosotros, describir minuciosamente el mundo entero, desde las costumbres matrimoniales de Alaska hasta la flora del Zambeze. Ya conoces a Templeton.
“Pero estaba ansioso por volver, y llegó a la otra noche con un saco de cosas que pensaba le serían útiles, y un cinturón con armas suficientes para proveer a un arsenal.”
–Y no volvió –añadí–, así que todo eso no fue, parece, bastante útil. Como dije antes, si me decido a ir, llevaré un hacha solamente. Por una razón: me paso la mitad de mis ocios cortando árboles y sé manejarla. Es, además, una herramienta útil, no destinada únicamente a destruir a nuestros semejantes. No sé si encontraré semejantes, pero no puedo meterme en un mundo extraño como si fuese a combatir yo solo contra todos. Me parece que demostraría poco tacto... Pero, ¿dijo algo Bryant de la temperatura? No quiero caer en una época glacial sin llevar ni siquiera una bufanda.
–Por eso no se preocupe –dijo el profesor–. Lo separarán por lo menos treinta mil años de la época glacial más próxima. Y Templeton no sufrió en apariencia por un cambio de aire o una temperatura excesivamente elevada.
–Se llevó mucha ropa al volver –añadió el joven Danby–, pero explicó que era mucho más fácil quitarse la ropa que uno lleva que ponerse la que no se tiene. No sabía además a dónde iría, si “arriba o abajo”, aunque no sabemos lo que eso significa.
–No parece que confiase mucho en los recursos del mundo futuro –dije dubitativamente–. Hay otras cincuenta preguntas que me gustaría hacer, pero aunque ustedes conociesen las respuestas, y no creo que las conozcan, sería aproximadamente lo mismo.
“Emplearé el día de mañana en hacer algunos preparativos que me parecen importantes. Me llevaré el cheque ahora, profesor, si tiene usted la bondad. Mañana le daré una nota para aclarar su situación ante Clara, si sigo el ejemplo de Templeton.”

El alba desierta
El cuarto que el profesor había construido para aquellas experiencias era circular, y las paredes, de una sustancia metálica y gris. Cuando se cerró la puerta, la oscuridad me envolvió totalmente.
Mientras esperaba allí dentro, tuve la curiosa y perturbadora sensación de un absoluto desembarazo, similar al que un espíritu desencarnado pudiese sentir un instante antes de su próxima encarnación. Pero nada ocurrió, y el profesor no volvió tampoco como había prometido. Supe que los dos minutos ya habían pasado, pero nada se movió en el cuarto, y nada quebró la oscuridad. ¿Me había engañado el profesor, pensé, y era víctima de un experimento muy diferente, quizás el de comprobar qué esfuerzos podía soportar un hombre sin perder la razón? ¿Y por qué el cuarto se había enfriado tanto? El aire que me rozaba la cara era húmedo, como si se alzase una niebla.
Miré alrededor y no vi nada. Miré hacia arriba, y las tres grandes estrellas del cinturón de Orión brillaron pálidamente. En el centro del cielo había otros astros, pero la niebla ocultaba el horizonte.
Si me había transportado de veras a un tiempo remoto y futuro, por lo menos las estrellas no habían cambiado. Hasta ocupaban las mismas posiciones en el cielo.
Era aquél un momento en que necesitaba alimentar mi confianza. Me había imaginado de muchos modos la apariencia del mundo extraño que vería ante mí. Pero había pasado por alto la posibilidad de llegar de noche. Allí estaba sin embargo, de pie sobre algo duro y muy liso, temiendo moverme en la oscuridad.
No puedo saber cuánto tiempo permanecí así. La niebla creció, y la noche siguió en sombras, curiosamente silenciosa.
Afortunadamente, me había abrigado bastante, con una chaqueta de cuero forrada en piel. Había llevado sandwiches como para dos días, por si era difícil encontrar alimento, y comí algunos. Luego pasaron las horas y me cansé de estar de pie, y me senté en aquella dura superficie. Parecía una piedra lisa y muy pulida, y estiré una mano esperando descubrir algunas junturas que confirmaran mis sospechas, pero no encontré nada. Más tarde traté de acostarme y dormir. Sólo aquellos que han intentado hacerlo por primera vez en una superficie dura y lisa podrán comprender mi incomodidad.
Sin embargo, al fin me dormí, y volví a despertarme, con hambre y frío, y comí y dormí, y volví a despertar y comer y dormir otra vez, hasta que terminé mi comida, y la noche todavía continuaba.
Entonces sentí miedo.
¿Se había encontrado Templeton con esto y había disparado sus tontas pistolas contra aquella burlona quietud y aquella noche inanimada y perpetua?
El silencio era total.
En una noche inglesa común hay sonidos alegres, furtivos o desafiantes. En una noche del trópico hay vida y movimiento. El mediodía es allí la hora de la quietud.
El búho chilla hasta en la noche del silencio ártico.
Pero aquí no se oía ni la más débil y distante llamada, ningún murmullo, ningún movimiento.
Recordé sin embargo que Templeton había estado aquí y había vuelto, así que una vez, por lo menos, había visto la luz del día. Enseguida advertí que la oscuridad era menos densa y las estrellas más pálidas.
Se acercaba el alba, ¡pero qué lentamente!
Debí de haber mirado durante horas, mientras el cielo enrojecía poco a poco, y aun entonces la oscuridad apenas se había movido.
Gradualmente, muy gradualmente, se me reveló aquella extraña escena.
Extendiéndose hacia el sol, hasta donde alcanzaba la vista, descendía una lisa planicie, castaña y purpúrea, donde crecían plantas de una sola especie, compactas y redondas, de unos dos metros y medio de alto, parecidas a coles gigantescas, y de un verde muy vívido.
A mis espaldas se alzaba un acantilado gris, tan liso y recto que me pregunté si sería una formación natural u obra de una inteligencia conductora.
Entre el acantilado y la llanura había una franja pavimentada, pulida y brillante, de unos seis metros de ancho, donde yo había descansado en aquella larga noche.
A medida que el sol familiar se alzaba lentamente, una luz de oro envolvía el verde intenso de las plantas, y al fin un deslumbrante esplendor cubrió la llanura. Y cuando la luz, cada vez más alta, tocó el sendero donde yo había estado, éste se transformó en una banda opalescente que se extendía a la derecha y a la izquierda hasta los límites del horizonte, al pie de la pared grisácea.
El cielo era de un profundo e ininterrumpido azul, y el paisaje, de una grande aunque extraña belleza.
Yo había esperado encontrarme en una civilización compleja y extraña, o quizás entre los enormes árboles de una jungla, con bestias y terrores nuevos. Pero aquello era sólo un escenario interminable y estéril, que no parecía amenazar ni apoyar la aparición de la vida.
Así pensé, equivocándome dos veces, como lo comprobaría muy pronto.
El sol era ahora completamente visible, pero ningún grito o movimiento quebraba el silencio, ningún pájaro cruzaba la alta extensión azul. Sentí la urgente necesidad de explorar aquel mundo nuevo. Era imposible permanecer allí inactivo. El acantilado era un muro infranqueable. El suelo purpúreo, de donde, pude ver, se alzaba ahora un leve vapor, no invitaba a perderse entre los grandes globos verdes, que parecían ser su único producto. Quedaba solamente aquella plataforma de ópalo, por donde parecía se podía ir, interminablemente, a la izquierda o a la derecha.
Sin nada que pudiese decidir mi elección, me volví hacia el sur, y atando el saco donde había traído algunas cosas –entre otras mi comida exhausta–, y poniéndome al hombro el hacha de leñador que era, además de un pesado cuchillo, mi única arma o herramienta, eché a caminar vivamente.

¿Muerte?
No había caminado mucho, y el sol se había levantado apenas sobre el horizonte, cuando descubrí una gran cavidad en el muro acantilado.
Era tan enorme que bajo su arco un elefante hubiese parecido un pigmeo, y demasiado regular para no ser obra de un ser inteligente.
El sol bajo entraba en la cavidad y la iluminaba. Era un túnel espacioso y considerablemente profundo. Luego se doblaba perdiéndose de vista. Me adelanté unos pasos y me detuve, titubeando.
Cualquiera que, en un lugar solitario y desconocido, llega a un punto donde el camino se divide en dos ramales, y no sabe cómo decidirse, ni ningún signo facilita su elección, comprenderá mis sentimientos. Todavía dudando, volví a la entrada de la caverna. Y aún seguía allí, cuando, de pronto, en medio del sendero opalescente, vi algo que se acercaba, liviano y rápido. No era un hombre, ni una bestia, ni un mono. Era algo que corría sin esfuerzo, pero como dominado por un terror urgente y silencioso.
La criatura no me vio hasta llegar a la altura de la caverna. Entonces saltó hacia un lado con increíble agilidad. El salto la llevó hasta el borde mismo del camino de ópalo, y uno de sus pies tocó, un instante, el suelo purpúreo. Inmediatamente, con la velocidad de la luz, el más cercano de los brillantes globos verdes se abrió en una veintena de retorcidos tentáculos. Uno de ellos alcanzó a enroscarse en el pie que había resbalado, y arrojó al suelo a su víctima.
Se oyó un grito, intenso y terrible, alto y agudo, y vi que un cuerpo aparentemente humano, aunque flexible y cubierto de vello, luchaba contra el brazo serpenteante.
Los tentáculos eran largos y finos, de color rojo oscuro. El que había derribado la presa no era, en su extremidad, más grueso que el dedo de un hombre, pero sólo un momento dudé del resultado de la lucha.
Un tentáculo más fuerte aferró con firmeza el cuerpo de la víctima, y volvió a oírse aquel grito, más agudo aún, y más alto. Se trataba indudablemente de un grito de alborozo, y comprendí que era la planta que gritaba, y no la presa.
No creo que yo hubiese intervenido sin aquel segundo grito de triunfo, pero había algo en su tono tan odioso y bestial, que sentí por la víctima de la planta un impulso de piedad. A la vez, como un pensamiento que responde a otro pensamiento, sentí una llamada de auxilio.
El hacha estaba allí, al alcance de mi mano, en el suelo de la caverna. La recogí rápidamente y eché a correr.
Dejé caer la hoja en el tentáculo más próximo con una fuerza que hubiese quebrado en dos la rama de un árbol corpulento, pero el golpe sólo melló la piel suave y flexible, resistente como goma.
Volví a alzar el hacha, cuando un largo brazo me envolvió los tobillos y tiró con fuerza. Si yo no hubiese sido algo tan extraño para la planta, si ésta hubiera conocido mi fuerza y mi peso, o no hubiese estado ocupada con su captura anterior, creo que allí habría concluido mi aventura. Pero, en aquellas circunstancias, el abrazo me inspiró un terror desesperado que redobló mis fuerzas. Golpeé con el hacha, y el miembro seccionado cayó temblando al suelo. Y entonces, la planta volvió a gritar. Era un grito del más absoluto terror, infernal y abyecto, más allá de toda posible descripción.
Y el bosque respondió.
Respondió con un centenar de voces que gritaban, y clamaban y preguntaban y replicaban.
Yo no conocía la fuerza que el pánico y la repugnancia pueden dar a los músculos del hombre.
Los asustados tentáculos se recogieron; la víctima quedó olvidada y caída. Cada uno de mis hachazos seccionaba o abría un tentáculo, y una jalea viscosa, del color del vino tinto, brotaba lentamente de las heridas. Los pétalos se contrajeron, cerrándose, y si la planta no hubiese implorado misericordia, con una voz que me hizo sentir náuseas y un imperioso deseo de matar, yo habría abandonado la lucha. Seguí pues desgarrando y aplastando aquellas grandes hojas carnosas. No obstante, los gritos continuaron, y comprendí que el centro vital de la planta residía bajo tierra, fuera de mi alcance.
Bajé entonces el hacha y miré alrededor.
Sentí, de un modo oscuro, que el corazón me latía desordenadamente, y que respiraba con dificultad.
El bosque gritaba aún a mi alrededor con voces ensordecedoras de miedo y odio y amenazas.
Miré la caverna que había dejado, comparativamente segura, y vi que la extraña criatura se arrastraba con lentitud hacia ella. Y sentí entonces que aquel ser conocía mi pensamiento, y me respondía.
Me di cuenta luego, por vez primera, de que el suelo que yo pisaba era caliente y me quemaba los pies.
Arrojé el hacha en dirección a la caverna, fui en auxilio de quien me había aventurado a rescatar, y sentí una rara repulsión, como de un cuerpo extraño, y una atracción, como de un alma bondadosa.
Comprendí enseguida que aquellas heridas eran mortales, y al alzar el débil cuerpo en mis brazos, temí lastimarlo horriblemente.
Me sorprendió su levedad y el hecho de que no emitiese sonido alguno.
Mientras lo llevaba a la caverna, volví a sentir aquel intercambio de pensamientos. Respondí, mecánicamente, en voz alta, y una expresión de repulsión y asombro cruzó por los ojos de la criatura.
Deposité el cuerpo a la entrada de la caverna, preguntándome qué podría hacer, cuando aquel pensamiento me respondió claramente:
–No toques el cuerpo. Está muerto ahora.
Luego nuestras mentes se unieron, y durante unos instantes hubo algo así como una lucha. Comprendí al fin que yo nada entendería si no le abría mi mente. Y la criatura no podía tampoco entender mi pensamiento si no me acercaba conscientemente al suyo.
Luego de esto, conversamos en silencio un buen rato, aunque muy lentamente. Tan profundo era el abismo que nos separaba en conocimientos y experiencias, tan desconcertante la taquigrafía mental que implicaba hechos inexpresados, tan difícil evitar el laberinto de explicaciones que llevaban a otros laberintos. Pasó mucho tiempo antes que yo pudiera tener, por lo menos, un confuso esbozo de los hechos urgentes que aquella criatura deseaba transmitirme.
A esta altura comprendí que yo era, para aquel ser, algo extraño y similar a las bestias. Cualquier sonido que emitiese mi boca acrecentaba estos mismos sentimientos y confirmaba sus sospechas. Supe también que veía en mí un ser capaz de simpatía, y hasta cierto punto inteligente, aunque físicamente repulsivo. Esa repulsión se agravaba a causa de mis ropas. La mente de la criatura me impuso de tal modo la idea de que esas ropas eran indecentes, que llegué a sentirme avergonzado de ellas.
Pensé que me miraba como miraríamos nosotros a un perro no del todo domesticado, feroz aún, pero capaz de bondad, discernimiento, y hasta lealtad. Supe también que para ella su propio cuerpo era algo destruido e inútil, y yo debía emprender, y entender, el viaje –sumamente necesario y urgente– que el accidente había interrumpido.
Así que me senté a la entrada de la caverna, mientras el sol se alzaba sobre el odioso y vívido color verde de las plantas, que emitían aún unos gritos de miedo y excitación, y dejé que entrara en mí, lentamente, la primera y tan difícil lección de aquel mundo nuevo.
–Y ahora –pensó la criatura– si has logrado entenderme, moriré feliz. ¿No me tocarás cuando muera? Si eres una bestia que necesita esta clase de alimento, puedes recurrir a la jalea de los tentáculos. Debes esperar aquí hasta la tarde.
Y luego la criatura se volvió, moviendo los quebrados miembros con sorprendente facilidad, y se dobló sobre sí misma, y supe que había dejado la cueva.
Y me quedé allí, meditando en aquel mensaje, y sentí una gran soledad, y un gran temor.

Se reproduce aquí por gentileza de Ediciones Minotauro.

 

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