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Inconformidades
Por Juan Gelman

Hace exactamente medio siglo –el 19 de febrero de 1951– fallecía André Gide. Nadie niega que este Nobel 1947 dominó la literatura francesa de la primera mitad del XX, pero su figura, más que su literatura, es aún materia de controversia. Atravesó crisis morales, religiosas, sexuales y políticas que exploró en sus poemas, cuentos, una única novela, obras de teatro, ensayos, libros de viaje y, sobre todo, en su Diario, obra monumental que inició en 1887, a los 18 de edad, y concluyó seis días antes de morir con la siguiente anotación: “No. No puedo afirmar que, al terminar este cuaderno, todo habrá de concluir... Tal vez tendré el deseo de agregar algo todavía... En el último instante, agregar algo todavía”. El crítico Thibaudet había calificado su obra de “autobiografía de lo posible” y el propio Gide le dio la razón. Cabría agregar que su vida fue una escritura de lo posible.
De joven padeció una naturaleza dividida entre las normas del tiempo y su orientación homosexual; en 1895, luego de dos años en Africa del Norte –donde conoció a Oscar Wilde acompañado de Lord Douglas, ambos en la cúspide ostentada de su intimidad–, decidió ejercer esa contradicción: casó con su prima Madeleine y, a la vez, recorría las calles de Marrakesh o de París en búsqueda de muchachitos. No era un acomodo fácil para este incansable indagador de sí mismo. En Prometeo mal encadenado (1899), El inmoralista (1902) y La puerta estrecha (1909) exploró las premisas del concepto de moralidad e inmoralidad imperantes en la época. Buscó a Dios con este resultado: “El catolicismo es inadmisible; el protestantismo es intolerable; y me siento profundamente cristiano”. No le interesaban la tranquilidad, la satisfacción, la seguridad y el amparo espirituales, dijo de él Thomas Mann. “Cree en la conciencia –opinó el gran escritor británico E. M. Forster del francés–. Pero también cree que a veces un hombre debe rebelarse contra su conciencia y darle un golpe en la nuca. Parece un pagano que ha incursionado provechosamente en el cristianismo y es seguro que tal hombre ha tenido vidas más ricas que los ortodoxos o los que nunca conocieron la ortodoxia. Sostiene que la verdad sólo existe para las ansiosas respuestas del espíritu y la carne”. Gide padeció la obsesión de escrutarlas todas.
En 1918 se hizo pública su relación con Marc Allégret, de 18 años entonces. Gide rondaba los 50. En 1923 tuvo una hija con la muy joven Elizabeth van Bysselberghe, pero las páginas del Diario que van de abril a agosto de 1938 están cruzadas por un ancho trazo negro de luto acongojante por la muerte de su esposa Madeleine. En 1925 visita el Africa ecuatorial francesa y publica Viaje al Congo, una dura crítica a la política colonial del Elíseo, sin abandonar su prédica en favor de los derechos de la mujer, el cambio del rígido sistema carcelario, el cese de la explotación despiadada de los pueblos africanos. En 1926 da a la imprenta la versión definitiva de Corydon, esa suerte de tratado sobre la pederastia, que provoca un escándalo de proporciones; Gide había sido más cauto con la versión primera, de la que en 1911 sólo editó 22 ejemplares.
En 1936 viaja a Moscú munido de simpatías previas y luego escribe Retorno de la URSS, una condena acerba del estalinismo. Su amigo y novelista Roger Martin du Gard le criticaba lo que consideró labilidad política. En tanto, Gide era consciente de que sus propuestas de un nuevo código moral debían, para tener valor, acuñar ante todo y sobre todo su propia vida. Este es el eje de una obra que desde Los alimentos terrestres (1897) hasta la última narración, Teseo (1946), convoca al lector a “hacer de sí mismo el más irreemplazable de los seres”. En semejante transferencia de lo privado a lo público radica la ética de su escritura. Se ha atribuido a Gide una inclinación colaboracionista con los nazis. En efecto, el 20 de agosto de 1940, días después de que el ejército alemán desbordara la “inexpugnable” Línea Maginot, anotaba en su diario: “No puedo impedirme el tener por Hitler una admiración llena de angustia, miedo y estupor”. Es verdad que faltarían sentimientos como la indignación y el odio, pero no es menos cierto que Gide se refería a la habilidad con que el Führer supo explotar las debilidades francesas “a fondo” y “sin respetar las reglas del juego”. Por lo demás, en las mismas páginas comenta así el llamado al pueblo francés a resistir al invasor que De Gaulle lanzara por la BBC de Londres: “¿Cómo no dar pleno apoyo a la declaración del general De Gaulle? ¿No le basta a Francia la derrota? ¿Además le cabe la deshonra?” En junio de 1943, De Gaulle organizó en Argel liberada un encuentro con Gide. Fue una cena para ocho y lo sentó a su lado.
Esta mente inconforme practicó rebeldías que no suelen gozar de consenso social. A un habitante de Nagasaki, víctima de la bomba atómica, que le preguntaba qué actitud debía tomar el ser humano ante la conquista del planeta por el conformismo y por las máquinas, Gide respondió: “Somos como alguien que, para iluminar su camino, sigue a una antorcha que él mismo lleva”.

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