Por
Rodrigo Fresán
La idea del accidente es una de las facetas más interesantes de
la ciencia-ficción. El botón que se aprieta y que no debe
apretarse, el monstruo hecho a partir de pedazos que ya no nos obedece
y sólo piensa en hacernos pedazos, la molécula con que no
conviene pasarse de listo, la mosca que se mete adentro justo en el momento
equivocado, el error de cálculo a la hora de anticipar la trayectoria
de un meteorito, el parque jurásico que se queda sin energía
eléctrica, ya saben...
Dentro del género probablemente sea Philip K. Dick el escritor
más felizmente accidentado de todos: a sus sufridos héroes
y heroínas siempre les están pasando o no les están
pasando cosas raras ligadas al tema de lo que es real, de lo que
no es real. Los robots y las naves se descomponen. Siempre. El fin de
todas las cosas es cosa de todos los días para Dick.
El horror al accidente como posibilidad de que todo lo que empezó
termine de una buena vez por todas se instala en el inconsciente colectivo
con el estallido de la primera bomba atómica (momento en que el
ser humano alcanza para bien o para mal el poder para autodestruirse)
y se hace todavía más sólido y caliente durante los
líquidos días de la Guerra Fría y la crisis de los
misiles de Cuba. Una película perfecta capta a la perfección
lo que podría denominarse como La Era del Accidente:
en Dr. Strangelove, or How I Learned to Love the Atom Bomb, filmada por
Stanley Kubrick en 1963 y estrenada en 1964, todo lo que puede salir mal
no sale bien. Basada en una novela seria de un militar de
la RAF llamado Peter George, Kubrick tuvo la astucia de reclutar al escritor
freak Terry Southern y convertirla en una despiadada sátira atómica
que, sin embargo, conmovió a los capos del Pentágono al
punto de obligarlos a revisar sus medidas de seguridad luego de ver a
Peter Sellers como presidente de USA agarrando el teléfono rojo
y arrancando ese monólogo brillante con un ¿Hola?,
¿Hola, Dimitri?. Después, ya saben, las malas noticias...
El escritor escocés Alasdair Gray (1934) celebrado autor
de Lanark, que bien puede ser considerada la Gran Novela Escocesa
disfruta especialmente a la hora de estas distopías de torpes en
que se toca lo que está prohibido tocar y después, enseguida,
se pone cara de yo no fui, eh... Como en el cuento que se ofrece en estas
páginas.
La
causa de algunos cambios recientes
El
actor y director Ray Milland, jefe de familia postapocalíptico en
Panic in Year Zero, de 1962.
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Por Alasdair
Gray
Los departamentos
de pintura de las escuelas de arte moderno están llenos de gente
insatisfecha. Un día Mildred me dijo: Estoy harta de perder
tiempo. Empezamos a trabajar a las diez y a la media hora nos cansamos
y los chicos se ponen a tirarse bolas de papel y las chicas a hablar junto
a los radiadores. Luego nos aburrimos y nos vamos al comedor a tomar café,
y no lo pasamos bien, pero ¿qué vamos a hacer? Estoy cansada.
Quiero hacer algo vigoroso y constructivo.
Cava un túnel dije yo.
¿Qué quieres decir?
Que cuando estés aburrida, en vez de tomar café bajes
al sótano y caves un túnel para fugarte.
Pero si quisiera fugarme podría salir por la puerta y no
volver más.
Así nunca te fugarías. El departamento te cortaría
la beca y tendrías que ganarte la vida trabajando.
Pero ¿adónde voy a fugarme?
Eso no importa. Viajar con esperanza vale más que llegar.
Yo no se lo había sugerido en serio pero en el departamento de
pintura la idea tuvo mucho apoyo. En el poco visitado subsubsuelo donde
antes estaba una losa había ahora una trampa disimulada. Debajo
de la trampa, en los cimientos de la escuela, se había cavado una
habitación. El túnel empezaba allí, y allí
los diversos turnos operaban el montacargas que subía cajones de
escombros, y ponían los escombros en bolsas pequeñas que
se ocultaban fácilmente bajo la ropa. Como la escuela estaba construida
sobre un banco de cuarzo volcánico, no había peligro de
que las paredes cedieran ni era necesario apuntalarlas. Un solvente químico
simplificaba el trabajo de cavar; aplicado a la superficie de la roca
con aerosol, la volvía blanda y arenosa. El mérito de este
invento pertenecía al departamento de diseño industrial.
Los estudiantes de este departamento desdeñaban el túnel
que estaban cavando los pintores, pero les interesaba como desafío
técnico. Sin la ayuda de ellos no habría llegado a ser tan
profundo.
Aunque había empezado con éxito yo esperaba que el proyecto
fracasara por falta de apoyo como habían fracasado la revista,
la sociedad de debates y la excursión a Linlithgow, de modo que
tres meses después me sorprendió descubrir que el entusiasmo
crecía. El Consejo de Delegados Estudiantiles estaba repleto de
miembros del comité del túnel y no paraba de organizar bailes
para costear la instalación de maquinaria más poderosa.
Una especie de tensión empezó a invadir todo el edificio.
La gente se sobresaltaba con cualquier ruido, se reía a carcajadas
de chistes malos y se peleaba sin que mediara ninguna provocación.
Tal vez todos temían inconscientemente que el túnel abriese
una chimenea volcánica, aunque hasta entonces no se habían
advertido aumentos de temperatura, filtraciones de agua ni presencia de
gases. A veces me preguntaba cómo el proyecto se mantenía
libre de interferencias. Una empresa de ingeniería apoyada por
varios cientos de personas no se podía calificar de secreta. Era
natural que fuera de la escuela los rumores se considerasen invenciones
fantásticas, pero ¿por qué ningún profesor
se oponía? Sólo una minoría apoyaba el proyecto;
a dos los sobornaban para que no hablasen. Estoy seguro de que el director
y el adjunto no lo sabían, pero ¿y los demás, que
lo sabían y no decían nada? Quizá también
ellos miraban el túnel como posible medio de huida.
Un día las obras del túnel se pararon. Al bajar a la hora
del café matinal, el primer turno encontró la puerta del
sótano cerrada con llave. Había ahora varias bocas de túnel,
pero estaban todas cerradas, y como losdel comité habían
desaparecido, se pensó que estaban dentro. Esto dio motivo a muchas
especulaciones.
Siempre me he mantenido al margen de los movimientos de masas, de modo
que una noche, al encontrarme a la presidenta del comité en un
solitario corredor, le dije: Hola, Mildred, y habría
seguido de largo si ella no me hubiese dicho, agarrándome el brazo:
Ven conmigo.
Me hizo andar unos metros hasta la puerta abierta de lo que yo siempre
había creído un ascensor de servicio inutilizado.
Mejor siéntate en el suelo dijo, y cerró las
puertas y levantó una palanca. El ascensor cayó como una
piedra con un ruido tan agudo que a ratos era inaudible. Al cabo de quince
minutos desaceleró con violentas sacudidas, y se detuvo. Mildred
abrió las puertas y salimos.
A mi pesar, lo que vi me impresionó. Estábamos en un corredor
de techo arqueado, suelo de asfalto y paredes de azulejos blancos. Se
alargaba a la derecha e izquierda en una curva que impedía ver
a más de un kilómetro.
Muy bueno dije. Realmente muy bueno. ¿Cómo
lo hicieron? La luz fluorescente sola tiene que haber costado una fortuna.
Esto no lo hicimos nosotros dijo Mildred, sombría.
Nosotros llegamos, nada más.
En ese momento pasó un hombre mayor en bicicleta. Llevaba gorra
de pico y un brazalete con alguna insignia; por lo demás iba desnudo,
porque el aire era tibio. Al pasar alzó la mano en un gesto amistoso.
¿Y ése quién es? dije.
Una especie de funcionario. En este nivel no se ven muchos.
¿Cuántos niveles hay?
Tres. En éste están los dormitorios y las cantinas
del personal, debajo las oficinas de la administración y más
abajo la máquina.
¿Qué máquina?
La que nos hace girar alrededor del sol.
Pero lo que nos hace girar alrededor del sol es la gravedad.
¿Nunca te han contado qué es la gravedad y cómo
funciona?
Me di cuenta de que no me lo habían contado nunca. Mildred dijo:
Gravedad es sólo una palabra que usan los científicos
de alto nivel para esconder su ignorancia.
Le pregunté cómo funcionaba la máquina.
A vapor dijo.
¿Nada de fisión atómica?
No, los de diseño industrial están totalmente seguros
de que es un motor a vapor increíblemente primitivo. Están
allá abajo midiendo y haciendo esbozos con el resto del comité.
Dentro de un par de días te mostraremos un dibujo.
¿Nadie les pregunta qué derecho tienen a hurgar en
esto?
No. Ocurre en todas las organizaciones grandes. El personal es tan
numeroso que basta que andes con cierto aire de seguridad para que puedas
meterte donde quieras.
En media hora yo tenía que encontrarme con un amigo, así
que entramos en el ascensor y empezamos a subir.
Bien, Mildred dije, claro que es interesante, pero no
sé por qué me trajiste a verlo.
Estoy preocupada dijo ella. Los otros se lo pasan riéndose
de la maquinaria y discutiendo cómo alterarla. Piensan que acercándonos
al sol puede mejorar el clima. Temo que nos estamos equivocando.
¡Claro que se equivocan! Se supone que estudian arte, no mecánica
planetaria. Si me hubiera imaginado que iban a llegar tan lejos jamás
habría sugerido el proyecto.
Me dejó en la planta baja diciendo: Ahora no podemos dar
marcha atrás.
Supongo que luego volvió a bajar, porque nunca volví a verla.
Esa noche me despertó una explosión y la pesada caída
de mi cama al techo. El sol, que acababa de ponerse, salió otra
vez. El mar había inundado la ciudad. Los sobrevivientes nos acurrucamos
entre ruinas amenazadas por terremotos, aludes y torbellinos. Por fin
los elementos se calmaron y examinamos la nueva situación. Está
claro que el planeta se ha roto en varios trozos. Nuestro trozo no gira.
Para disfrutar de las estrellas y la oscuridad, para gozar de un buen
sueño nocturno, tenemos que caminar hasta el otro lado del nuevo
mundo, viaje éste de varios kilómetros, con un viaje de
vuelta igualmente largo cuando necesitamos luz de día. Resultará
difícil reconstruir la vida al viejo estilo.
De
Historias sobre todo inverosímiles, de Alasdair Gray. Se reproduce aquí
por gentileza de Ediciones Minotauro.
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