| Por Rodrigo 
        Fresán  No hay que extrañarse demasiado de que la figura de Adolf Hitler 
        sea invocada una y otra vez por la ciencia-ficción. Es indudable 
        que el Führer el personaje más patéticamente 
        shakespeareano del siglo XX atrae a los escritores por sus casi 
        infinitas posibilidades. Hitler devora toda luz. Hitler como agujero negro 
        y personaje fantasma de una suerte de subgénero donde, siempre, 
        la Alemania nazi gana la Segunda Guerra Mundial y domina al mundo. Así, 
        desde El cuerno de caza de Sarbán de 1952 pasando por la magistral 
        y definitiva El hombre en el castillo publicada por Philip K. Dick en 
        1962 hasta la Fatherland de Robert Harris de 1992, la victoria de la cruz 
        esvástica siempre funciona como trampolín desde donde zambullirse 
        a la hora de narrar una realidad alternativa. Lo que no impide que la 
        figura de este individuo que en su reciente y monumental biografía 
        Ian Kershaw describe con justeza como un demagogo de cervecería 
        de escasa formación, un patriotero racista, un narcisista megalómano 
        que sin embargo creció hasta convertirse en el responsable de una 
        destrucción física y moral asociada al nombre de un solo 
        individuo como nunca la hubo en la historia de la humanidad tenga, 
        también, implicancias más siniestras en el imaginario desorbitado 
        de los escritores futuristas. Hay todo un territorio de la literatura 
        de anticipación y fantástica que hace comulgar a los 
        nombres de Lovecraft, Heinlein, Howard y el cientólogo Hubbard 
        sospechosamente teñido de colores que van de lo xenófobo 
        a lo totalitario. Con El sueño de hierro el escritor norteamericano 
        Norman Spinrad tuvo una gran idea a la hora de unir el perfil de Hitler 
        al de esa tendencia un tanto oscura de algunos de sus colegas. Allí, 
        Hitler emigra de Alemania a Estados Unidos, y se convierte en un exitoso 
        escritor de novelas pulp a través de las cuales da rienda suelta 
        a sus delirios mesiánicos y arios. La novela de Spinrad no es más 
        que la reproducción de la obra maestra del escritor Hitler El sueño 
        de la esvástica entre una breve biografía del autor y un 
        delirante ensayo académico, y esto es lo que se reproduce en las 
        páginas que siguen. En otro orden de cosas, la permanencia y/o 
        eterno retorno de la figura de Hitler en el inconsciente de los inconscientes 
        no deja de ser uno de esos misterios abismales dignos de una novela de 
        ciencia-ficción. Género que a Hitler le gustaba mucho y 
        a quien el género le debe mucho de todas las razones incorrectas: 
        la locura de Hitler amplió mucho, demasiado, los límites 
        de lo verosímil y, desde ya, cómo negar que fue él 
        quien le presentó su sastre a Darth Vader.
   
   El 
        sueño de hierro 
         
          | Por 
              una parte, en El señor de la esvástica hay pruebas abundantes de 
              las aberraciones mentalesdel autor, al margen del simbolismo fálico.
 |  |  Por Norman 
        Spinrad  ACERCA DEL 
        AUTOR. Adolf Hitler nació en Austria el 20 de abril de 1899. En 
        su juventud emigró a Alemania y sirvió en el ejército 
        alemán durante la Gran Guerra. Luego intervino durante un breve 
        período en actividades políticas extremistas en Munich antes 
        de emigrar finalmente a Nueva York en 1919. Mientras aprendía inglés, 
        consiguió ganarse precariamente la vida como artista de bulevar 
        y traductor ocasional en Greenwich Village, el barrio bohemio de Nueva 
        York. Después de varios años, comenzó a trabajar 
        como ilustrador de revistas e historietas. En 1930 publicó su primera 
        ilustración en la revista de ciencia ficción titulada Amazing. 
        Hacia 1932 ilustraba regularmente las revistas del género, y hacia 
        1935 ya sabía bastante inglés como para iniciarse como autor 
        de ciencia ficción. Consagró el resto de su vida a la composición 
        literaria en este género, y también fue ilustrador y editor 
        de una revista de aficionados. Aunque los lectores lo conocen más 
        bien por sus novelas y sus cuentos, Hitler fue un ilustrador popular durante 
        la Edad de Oro de la década de 1930, editó varias antologías, 
        escribió interesantes críticas y durante casi diez años 
        publicó una revista popular, llamada Storm.En 1955 se le otorgó un premio Hugo póstumo en la Convención 
        Mundial de Ciencia Ficción de 1955 por El señor de la esvástica, 
        que terminó poco antes de morir en 1953. Durante muchos años 
        había sido una figura conocida en las convenciones del género, 
        y era muy popular en su condición de narrador ingenioso y entusiasta. 
        Desde la publicación del libro, los atuendos coloridos que creó 
        en El señor de la esvástica fueron temas favoritos en las 
        convenciones anuales del género. Hitler falleció en 1953, 
        pero los relatos y las novelas que dejó escritos son hoy un verdadero 
        legado para todos los entusiastas de la ciencia ficción.
 COMENTARIO 
        DE LA SEGUNDA EDICION. La popularidad conquistada por El señor 
        de la esvástica, la última novela de ciencia ficción 
        de Adolf Hitler, en los cinco años que siguieron a su muerte, es 
        indiscutible. La novela obtuvo el premio Hugo, otorgado por el círculo 
        íntimo de los entusiastas de la ciencia ficción a la mejor 
        novela del género publicada en 1954. Aunque ésta quizá 
        sea una credencial literaria un tanto dudosa, sin duda habría complacido 
        a Hitler, que en los Estados Unidos vivió entre estos fanáticos 
        de la ciencia ficción, y se consideró uno de ellos, 
        al extremo de que editó y publicó su propia revista especializada, 
        aún mientras trabajaba como escritor profesional.Más importancia tiene la popularidad del libro y el hecho de que 
        la esvástica y los colores inventados en la obra fueran adoptados 
        por un espectro de grupos y organizaciones sociales tan amplio como la 
        Legión Cristiana Anticomunista, distintas pandillas de motociclistas 
        al margen de la ley, y los Caballeros Norteamericanos de Bushido. 
        Evidentemente esta obra de ciencia ficción ha tocado cierta cuerda 
        de la mente contemporánea no comunista, y por eso mismo ha interesado 
        mucho más allá de los límites estrechos del género 
        de la fantasía científica.
 En un plano meramente literario este fenómeno parece inexplicable. 
        El señor de la esvástica fue escrito en el lapso de seis 
        semanas, por contrato con un editor de obras en rústica, casi de 
        un tirón, poco antes de la muerte de Hitler, en 1953. Si hemos 
        de creer en los chismes publicados por las revistas de ciencia ficción 
        de la época, la conducta de Hitler había sido bastante desordenada 
        en los últimos años, y había padecido accesos de 
        temblores y estallidos de cólera irrefrenables, que a menudo se 
        convertían en ataques casi hebefrénicos. Aunque la causa 
        real de la muerte de Hitler fue una hemorragia cerebral, estos síntomas 
        al menos hacen pensar en la posibilidad de una sífilis terciaria.
 Digámoslo pues fríamente: el tótem literario de los 
        actuales devotos de la esvástica, ese código peculiar que 
        es el libro mismo, fue escrito en seis semanas por un escritor de obras 
        populares que nunca demostró talento literario, y que bien pudo 
        haber escrito el libro mientras sufría los primeros síntomas 
        de una paresia.
 Si bien puede advertirse en la prosa cierta competencia meritoria, teniendo 
        en cuenta que Hitler aprendió inglés siendo ya adulto, no 
        hay comparación posible entre el inglés literario de Hitler 
        y el de un Joseph Conrad por ejemplo, un polaco que también aprendió 
        inglés relativamente tarde. En las páginas de El señor 
        de la esvástica hay rastros evidentes de giros y modismos propios 
        de las lenguas germánicas.
 Ha de reconocerse que la novela tiene cierta fuerza tosca, en muchos pasajes; 
        pero esa cualidad podría atribuirse más a la psicopatología 
        que a una habilidad literaria consciente y vigilada. Lo más destacado 
        de Hitler como escritor es su conceptualización visual de escenas 
        en esencia irreales o improbables; como las batallas extravagantes, o 
        el despliegue militar de grand guignol que adorna muchas páginas 
        del libro. Pero este poder de visualización puede explicarse fácilmente 
        por las actividades previas de Hitler como ilustrador de revistas, más 
        que por un dominio consciente y específico de la prosa.
 La imaginería de la novela plantea un problema distinto, propicio 
        a la polémica. Como lo advertirá en seguida quien tenga 
        un conocimiento al menos superficial de la psicología humana, El 
        señor de la esvástica abunda en simbolismos y alusiones 
        de flagrante carácter fálico. La descripción del 
        arma mágica de Feric Jaggar, el llamado Gran Garrote de Held, dice 
        así: El eje era un cilindro reluciente de... metal de un 
        metro veinte de longitud y grueso como el antebrazo de un hombre... El 
        desmesurado cabezal era un puño de acero de tamaño natural, 
        y para el caso el puño de un héroe. Si ésta 
        no es la descripción de una fantasía, ¿qué 
        es? Además, todo lo que se refiere al Gran Garrote señala 
        una identificación fálica entre Feric Jaggar, el héroe 
        de Hitler, y el arma misma. El garrote no sólo parece un falo enorme; 
        es además la fuente y el símbolo del poder de Jaggar. Solamente 
        Jaggar, el héroe de la novela, puede esgrimir el Gran Garrote; 
        es el falo de tamaño, potencia y jerarquía máximos, 
        el centro del dominio en más de un sentido. Cuando obliga a Stag 
        Stopa a besar la cabeza del arma como gesto de lealtad, el simbolismo 
        fálico del Gran Garrote alcanza una culminación grotesca.
 Pero el simbolismo fálico no se detiene en el Gran Garrote de Held. 
        El saludo con el brazo extendido motivo obsesivo a lo largo de toda 
        la novela es sin duda un ademán fálico. Jaggar presencia 
        uno de los orgiásticos desfiles militares desde la cumbre de una 
        enorme torre cilíndrica, descripta en términos evidentemente 
        fálicos. La columna de fuego en el centro de la ciudad incendiada 
        de Bora se convierte en un inmenso tótem fálico, y las tropas 
        victoriosas de Jaggar desfilan alrededor. Y en la última escena 
        de la novela, un cohete literalmente colmado con la simiente de Jaggar 
        se eleva en una columna de fuego a fecundar las estrellas, 
        como el clímax venéreo de un extraño espectáculo 
        militar que para Jaggar es sin duda una grosera representación 
        del acto sexual.
 No cabe ninguna duda: gran parte de la popularidad de El señor 
        de la esvástica procede del manifiesto simbolismo fálico 
        que domina casi todo el libro. En cierto sentido, la novela es una suerte 
        de pornografía sublimada, una orgía fálica del comienzo 
        al fin, con ciertos símbolos sexuales específicos: despliegues 
        militares de carácter fetichista y accesos orgiásticos de 
        violencia irreal. Como esta sexualidad fálica de la violencia y 
        el despliegue militar es una transferencia común en la sociedad 
        de Occidente, el libro gana considerable poder injertándose en 
        esa misma patología sexual, una de las más difundidas en 
        nuestra civilización.
 No podemos saber, en cambio, si Hitler tenía o no conciencia de 
        lo que estaba haciendo.
 Quienes sostienen que Hitler utilizó esa sistemática imaginería 
        fálica como un recurso expresivo, concluyen diciendo, por supuesto, 
        que la aplicación consecuente de este recurso implica un acto soberano 
        de creación. Además, Hitler muestra una coherencia lógica 
        entre la utilización de símbolos visuales y acontecimientos 
        y la manipulación de la psique de las masas. Uno puede creer que 
        las asambleas multitudinarias con antorchas que él describe en 
        el libro podrían inflamar las pasiones de turbas reales aproximadamente 
        como se cuenta en la novela. La adopción de los colores de la esvástica 
        por grupos de nuestra propia sociedad es prueba suplementaria de que Hitler 
        sabía cómo inventar imágenes visuales capaces de 
        afectar profundamente a un espectador. Es pues hasta cierto punto razonable 
        suponer que Hitler empleó también deliberadamente esa imaginería 
        fálica, para atraer a los lectores menos cultivados.
 Una breve mirada a la fantasía científica difundida comercialmente 
        parecería confirmar este aserto. El héroe armado de una 
        espada mágica es un elemento común, casi diríamos 
        universal, en las llamadas novelas de magia y espada. Todas estas novelas 
        se escriben de acuerdo con una sencilla fórmula: una figura supermasculina, 
        con la ayuda de un arma mágicamente poderosa, con la que mantiene 
        una identificación fálica evidente, supera grandes obstáculos 
        y conquista el triunfo inevitable. Hitler se mostró activo en el 
        microcosmos de la ciencia ficción durante décadas, y de 
        hecho muchas de esas fantasías reaparecieron en su propia revista. 
        Por lo tanto, es razonable suponer que estaba familiarizado con el género; 
        de hecho, dos o tres de sus primeras novelas tienden a imitar el género 
        de espada y brujería.
 Por lo menos esquemáticamente El señor de la esvástica 
        es una típica novela barata de espada y brujería. El héroe 
        (Jaggar) recibe el arma fálica como símbolo de una supremacía 
        justa, y luego se abre paso triunfalmente, en una serie de cruentas batallas, 
        hasta la victoria final. Al margen de la alegoría política 
        y de las patologías más especializadas de las que me ocuparé 
        luego, lo que distingue a El señor de la esvástica de una 
        serie de novelas similares es la consistencia y la intensidad obsesiva 
        del simbolismo fálico. Lo que nos arrastra a la conclusión 
        de que Hitler llevó a cabo un estudio directo de los motivos de 
        atracción del género, y con toda intención acrecentó 
        la atracción patológica de su propia obra fortaleciendo 
        el simbolismo fálico, dándole un carácter más 
        manifiesto y ubicuo. El señor de la esvástica sería 
        entonces una explotación cínica de la patología sexual, 
        bastante común en este género, pero extendida ahora a todas 
        las cosas y de un poder desconocido en otros modelos más tímidos.
 Sin embargo, hay dos argumentos que refutan esta teoría: la evidencia 
        interna suministrada por la propia novela y la naturaleza de la ciencia 
        ficción como género.
 Por una parte, en El señor de la esvástica hay pruebas abundantes 
        de las aberraciones mentales del autor, al margen del simbolismo fálico. 
        El fetichismo que trasunta la novela mal podría responder a la 
        intención consciente de atraer al lector común. A lo largo 
        de todo el libro se presta una atención obsesiva a los uniformes, 
        y especialmente a los ajustados uniformes de cuero negro de los SS. La 
        conjunción frecuente de expresiones repetitivas como el brillante 
        cuero negro, el cromo reluciente, las altas botas 
        con aplicaciones de acero, y piezas similares del vestido y el adorno, 
        con gestos fálicos como el saludo partidario, el golpear de talones, 
        la precisión de la marcha y otras cosas parecidas es signo claro 
        de un fetichismo mórbido inconsciente, que sólo puede atraer 
        a una personalidad muy desequilibrada. En el libro, Hitler parece suponer 
        en cambio que las masas de hombres revestidos de uniformes fetichistas 
        y que marchan en filas precisas, con movimientos y arreos fálicos, 
        tendrían una atracción muy poderosa sobre los seres humanos 
        comunes. Para alcanzar el poder en Heldon, Feric Jaggar necesita poco 
        más que una serie grotesca de exhibiciones fálicas cada 
        vez más grandiosas. Se trata, sin duda, de un fetichismo fálico 
        del autor, pues de otro modo habría que aceptar como verosímil 
        la idea de que una nación se arrojará a los pies de un líder 
        por obra de manifestaciones multitudinarias de fetichismo público, 
        de orgías, de estridente simbolismo fálico, y de asambleas 
        de oratoria estética adornadas con antorchas. Es evidente que una 
        psicosis nacional de ese carácter no cabe en los límites 
        del mundo real; el supuesto de que no sólo podría ocurrir, 
        sino que sería además una expresión de la voluntad 
        de la raza, demuestra que era él, Hitler, quien padecía 
        esa psicosis.
 Más allá del fetichismo, la novela revela contradicciones 
        internas aun en el nivel más grosero de la ciencia ficción 
        comercial, indicaciones claras de que el contacto del autor con la realidad 
        era cada vez más tenue, a medida que iba comprometiéndose 
        con sus propias obsesiones, mientras escribía algo que había 
        comenzando sin duda como otro mero producto comercial.
 La novela se inicia en un mundo donde la tecnología más 
        elevada está representada por el motor de vapor y unas toscas máquinas 
        voladoras y en un tiempo novelístico de ridícula brevedad 
        deja atrás etapas como la televisión, las ametralladoras, 
        los tanques modernos, los aviones de chorro, los seres humanos artificiales, 
        y finalmente una nave del espacio. Hitler no intenta justificar nada de 
        todo esto; del comienzo al fin se trata de deseos que se realizan. Por 
        supuesto, las fantasías inconsistentes que tienden a satisfacer 
        deseos son comunes en la ciencia ficción de escasa calidad, pero 
        nunca hasta tal grado. Hitler parece suponer que la existencia misma de 
        un héroe como Feric Jaggar hará posibles estos saltos cuánticos 
        de la ciencia y la tecnología. Un síntoma evidente del narcicismo 
        grosero, dada la estrecha identificación del autor con este tipo 
        de héroe.
 Quizá las obsesiones de Hitler en relación con las secreciones 
        y las materias fecales son todavía más patológicas. 
        Los olores repulsivos, las pestilencias, las cloacas 
        hediondas, los pozos fétidos y otras expresiones 
        semejantes abundan en el libro. Hitler manifiesta constantemente un temor 
        mórbido a las secreciones y los procesos corporales. No se cansa 
        de describir a los odiados Guerreros del Zind babeando, defecando, 
        orinando. Los monstruos están cubiertos de un légamo 
        que recuerda las mucosidades nasales. En las fuerzas del mal hay siempre 
        secreciones nocivas, roña, olores repugnantes, excreciones; en 
        cambio las fuerzas del bien son inmaculadas, relucientes 
        y precisas; en los equipos y en la gente lo que se ve es siempre 
        una superficie brillante, pulida hasta la esterilidad. El carácter 
        anal de esta dicotomía es demasiado obvio.
 La violencia descripta en el libro roza lo psicótico. Hitler describe 
        las matanzas más atroces como si fuesen atractivas, no sólo 
        para él sino también para los lectores. No cabe duda de 
        que la descripción de la violencia en El señor de la esvástica 
        da una cierta atracción mórbida al libro. El caso es raro 
        en la historia de la literatura: la más feroz, perversa y horrible 
        violencia descripta como si espectáculos tan crueles pudieran ser 
        edificantes, moralizadores, e incluso nobles. El propio Sade no llegó 
        tan lejos, pues sus horrores en el peor de los casos pretendían 
        ser sexualmente atractivos, y en cambio Hitler equipara la destrucción 
        total, la matanza implacable, los excesos de repulsiva violencia y el 
        genocidio con la rectitud piadosa, el honor y la virtud; y lo que es más, 
        escribe como si en realidad esperase que el lector medio compartiera ese 
        punto de vista, reconociendo una verdad evidente. Todo esto es prueba 
        cabal de que el poder de El señor de la esvástica tiene 
        su raíz no en la habilidad del escritor, sino en las fantasías 
        patológicas que él mismo trasladó inconscientemente 
        al texto.
 Y como si esto no bastara, consideremos el hecho asombroso de que en todo 
        el libro no aparece un solo personaje femenino. Puede afirmarse con justicia 
        que la asexualidad es un rasgo distintivo de la típica novela de 
        ciencia ficción; las mujeres aparecen sólo como figuras 
        castas y estereotipadas, un simbólico interés romántico 
        del héroe, un premio que es necesario merecer. Pero El señor 
        de la esvástica no sólo carece de interés romántico 
        tradicional; llega al extremo de negar la necesidad misma de la mitad 
        femenina de la raza humana. Por último el proceso de reproducción 
        queda reducido al desarrollo de los clones de los SS, todos hombres, en 
        una extraña forma de partenogénesis masculina.
 Es tentador sumar al fetichismo fálico esta negación de 
        la mujer, y concluir en un diagnóstico de homosexualidad reprimida. 
        Es cierto que si bien Hitler nunca se casó, tenía cierta 
        reputación de Don Juan en las convenciones de autores de ciencia 
        ficción. Por otra parte, la homosexualidad reprimida es a menudo 
        un elemento de donjuanismo. De todos modos, un diagnóstico post-mortem 
        sería un tanto presuntuoso. Baste decir que la actitud de Hitler 
        hacia las mujeres y la sexualidad nunca fue equilibrada.
 Lejos pues de ser una novela basada en una fórmula cínica 
        ideada astutamente para excitar los apremios fálicos de las masas, 
        como otras tantas novelas del género, El señor de la esvástica 
        se nos aparece como el producto obsesivo de una personalidad desordenada 
        pero fuerte. Es bien sabido que el arte de los psicóticos puede 
        ser atractivo aun para una mente perfectamente normal. El arte psicótico 
        nos transmite una imagen terrible de una realidad que por fortuna excede 
        los límites de nuestra experiencia, este contacto íntimo 
        con lo inenarrable nos conmueve y perturba profundamente.
 Quienes no estén familiarizados con la ciencia ficción comercial 
        se sorprenderán al saber que los productos patológicos no 
        son raros. La literatura de ciencia ficción abunda en relatos de 
        superhombres todopoderosos, criaturas extrañas presentadas como 
        sustitutos fecales, tótems fálicos, símbolos de castración 
        vaginal (como el monstruo de muchas bocas armadas de dientes afilados 
        como navajas, en el libro que aquí nos ocupa), relaciones homosexuales 
        y aun pederastas en un plano subliminal, y otros elementos semejantes. 
        Si bien los mejores autores del género apenas recurren a estos 
        elementos, organizándolos en un nivel consciente, en la mayoría 
        casi todo este material brota del subconsciente.
 En el cuerpo considerable de la ciencia ficción patológica, 
        El señor de la esvástica se distingue sólo por el 
        poder de las imágenes inconscientes, y hasta cierto punto por el 
        contenido. Es necesario considerar los antecedentes bastante originales 
        de Hitler para explicarse mejor la atracción específica 
        de la obra.
 Adolf Hitler nació en Austria y emigró a Alemania, en cuyo 
        ejército sirvió durante la Gran Guerra. Poco después, 
        y antes de viajar a Nueva York en 1919, conoció a un pequeño 
        partido extremista, los nacionalsocialistas. Muy poco se sabe de este 
        oscuro grupo, que desapareció alrededor de 1923, siete años 
        antes de que el golpe comunista convirtiese todo el asunto en un tema 
        académico. Sin embargo, parece evidente que los nacionalsocialistas, 
        o nazis, como a veces se los llamaba, previeron con mucha anticipación 
        las maquinaciones de la Unión Soviética, y que fueron anticomunistas 
        confesos.
 El tema de los nacionalsocialistas y Alemania fue siempre una cuestión 
        dolorosa para Hitler; abordaba el asunto con mucha renuencia y amargura, 
        y sólo cuando había bebido un poco. Es evidente que se desvinculó 
        de los nacionalsocialistas, y con absoluta razón, pues las actividades 
        de la sociedad no eran casi otra cosa que discusiones y charlas de café. 
        Pero la devoción temprana, orgullosa y permanente de Hitler a la 
        causa del anticomunismo era bien conocida en los Estados Unidos, y esa 
        actitud lo empujó a menudo a debates y disputas acaloradas en el 
        pequeño mundo de los aficionados a la ciencia ficción en 
        que él actuaba. La ocupación de Gran Bretaña, en 
        1948, demostró al fin claramente incluso a los más 
        ingenuos defensores del comunismo el carácter imperialista 
        de la Unión Soviética.
 Así, mientras la imaginería, la violencia, el fetichismo 
        y el simbolismo de El señor de la esvástica nacen directamente 
        de las obsesiones inconscientes de Hitler, es razonable suponer que algunos 
        elementos de alegoría política incluidos en la novela fueron 
        creaciones conscientes de él mismo, y productos de una mente profundamente 
        preocupada por la política mundial y el infortunio de la Europa 
        ancestral.
 Las similitudes entre el Imperio de Zind y la actual Gran Unión 
        Soviética son evidentes. Zind es el producto final lógico 
        y extremo de la ideología comunista: un hormiguero de esclavos 
        descerebrados presididos por una oligarquía implacable. Así 
        como los dominantes de Zind aspiran a gobernar un mundo de esclavos subhumanos, 
        del mismo modo los actuales líderes comunistas pretenden aniquilar 
        el individualismo, y que todos nos sometamos al Partido Comunista de la 
        Gran Unión Soviética. Así como el poder de Zind es 
        su gran extensión y el enorme caudal biológico que los dominantes 
        se creen autorizados a malgastar sin escrúpulos, también 
        el poder de la Gran Unión Soviética se apoya en el dilatado 
        territorio y en la enorme población que los comunistas utilizan 
        cruelmente, despreciando las aspiraciones o la dignidad del individuo.
 Heldon parecería representar una Alemania renacida que nunca existió, 
        una realización de los deseos de Hitler, o quizás el mundo 
        no comunista in toto.
 Fuera de estos límites la alegoría política se desdibuja 
        irremediablemente. Los dominantes parecen representar el movimiento comunista 
        mundial; en la novela Partido Universalista parece un sustituto 
        directo del Partido Comunista, que también apela cínicamente 
        a la pereza de las clases inferiores.
 Sin embargo, se diría que hay algo más, algo vinculado a 
        las obsesiones genéticas absolutamente inexplicables de la novela. 
        Entre los mutantes degenerados que infestan el mundo de El señor 
        de la esvástica y la realidad contemporánea no parece haber 
        ninguna relación. Por supuesto, el mundo de El señor de 
        la esvástica es el producto de una antigua guerra atómica; 
        quizá la descripción de esos descendientes genéticamente 
        deformes es sencillamente una palabra de advertencia. Pero los propios 
        dominantes parecen ser un elemento genuinamente paranoico. Es difícil 
        evitar la conclusión de que representan el grupo real o imaginario 
        que Hitler odiaba y temía.
 Hay ciertos indicios de que el partido nazi fue hasta cierto punto antisemita. 
        De ahí la tentación de concluir que los dominantes simbolizan 
        de algún modo a los judíos. Pero como evidentemente Zind 
        representa a la Gran Unión Soviética, en la que el antisemitismo 
        ha alcanzado niveles tan atroces que durante la última década 
        han perecido allí cinco millones de judíos, y como los dominantes, 
        lejos de ser las víctimas de Zind son sus amos absolutos, esta 
        idea no tiene consistencia.
 Pero a pesar de la confusión de los detalles, la fundamental alegoría 
        política de El señor de la esvástica es muy clara: 
        Heldon, que representa a Alemania o al mundo no comunista, aniquila por 
        completo a Zind, que representa a la Gran Unión Soviética.
 No es necesario decir que esta particular fantasía política 
        toca una cuerda muy sensible en el corazón de todos los norteamericanos, 
        ahora que sólo Estados Unidos y Japón se alzan entre la 
        Gran Unión Soviética y el dominio total del globo. Además, 
        la victoria misma satisface también nuestros deseos más 
        profundos. Heldon destruye a Zind sin recurrir a las armas nucleares. 
        El individualismo heroico de Heldon derrota a las hordas irreflexivas 
        de Zind; es decir los hombres libres del mundo no comunista derrotan a 
        las masas esclavas de Eurasia comunizada. Sólo los repulsivos dominantes, 
        símbolos del comunismo, descienden al empleo de las armas nucleares, 
        pero eso de nada les sirve. Aunque tal desenlace parece imposible en la 
        actual y sombría situación nuclear, no puede negarse que 
        representa nuestra esperanza más cara; alcanzar la paz mundial 
        mediante la libertad.
 La atracción general de esta novela de fantasía científica, 
        de estilo bastante tosco, se revela pues como una combinación única 
        de fantasías políticas que son una realización 
        de deseos, de fetichismos patológicos y obsesiones fálicas, 
        y la fascinación de un mundo extraño, mórbido y totalmente 
        ajeno al nuestro, que se despliega inconscientemente unido a la extraña 
        ilusión de que los impulsos más violentos y perversos, lejos 
        de ser motivo de vergüenza, son nobles y elevados principios, a los 
        que
 adhiere virtuosamente la mayoría de los hombres.
 Estos distintos elementos de atracción visceral tienden además 
        a reforzarse mutuamente. Las fantasías fálicas dan al lector 
        poco refinado una impresión de fuerza y potencia ilimitadas, que 
        hace más plausible la destrucción de Zind, y la satisfacción 
        que se deriva de esta fantasía política. La identificación 
        de Zind con la Gran Unión Soviética permite que el lector 
        común se regodee en la violencia sin sentir ninguna culpa. Asimismo, 
        la intensidad casi psicótica de la violencia actúa en el 
        lector como una verdadera catarsis, una purga momentánea de sus 
        sentimientos de temor y odio frente a la amenaza del mundo comunista.
 Hemos de considerar por último la certidumbre total que impregna 
        la novela. Feric Jaggar es un líder que carece completamente de 
        dudas. Sabe qué hacer, y cómo hacerlo, y procede en consecuencia, 
        sin equivocarse, sin una pizca de aprensión o remordimiento, Zind 
        y los dominantes son enemigos de la humanidad verdadera, y por lo tanto 
        no merecen piedad, y todo lo que se haga contra ellos es moralmente irreprochable.
 En estos tiempos tan sombríos, ¿quién en el fondo 
        de su corazón no clama secretamente por la aparición de 
        un líder semejante?
 Ocurre que no sólo Jaggar carece de dudas; además, el propio 
        Hitler escribe con una seguridad y una convicción absolutas, como 
        si no hubiera otra verdad posible. Para Hitler las virtudes militares, 
        con sus vigorosas expresiones de obsesión fálica, fetichismo 
        y homosexualismo son verdades inconmovibles e intemporales, que no han 
        de ser cuestionadas por el autor o el lector.
 En estos tiempos en que vivimos desgarrados, entre la complejidad y los 
        conflictos de nuestra civilización y la necesidad de enfrentar 
        a un enemigo implacable, que no parece atado por un exceso de escrúpulos 
        morales, semejante actitud, aunque provenga de una personalidad retorcida 
        como la de Adolf Hitler, puede llegar a parecernos perversamente refrescante.
 La Gran Unión Soviética cabalga sobre Eurasia como un bárbaro 
        borracho. Domina ya la mayor parte de Africa, y las repúblicas 
        sudamericanas comienzan a derrumbarse. Sólo ese gran lago niponorteamericano 
        que es el Pacífico se alza como bastión definitivo de la 
        libertad en un mundo que parece destinado a perecer bajo la marea roja. 
        Nuestro gran aliado japonés conserva las venerables tradiciones 
        del Bushido y ellas lo ayudan a conservar la entereza y a transmitir fe 
        y confianza al pueblo; pero parecería en cambio que nosotros los 
        norteamericanos hemos caído en una apatía y una desesperación 
        irremediables.
 Sin duda muchos de los lectores de Hitler habrán llegado a imaginar 
        qué hubiera significado para los Estados Unidos la aparición 
        de un líder como Feric Jaggar. Nuestros grandes recursos industriales 
        hubieran puesto en pie de guerra unas fuerzas armadas invencibles, una 
        corriente de decisión patriótica galvanizaría a la 
        población y nuestros escrúpulos morales quedarían 
        como suspendidos durante la lucha a muerte con la Gran Unión Soviética.
 Por supuesto, un hombre así podría conquistar el poder sólo 
        en las fantasías extravagantes de una novela patológica 
        de ciencia ficción. Pues Feric Jaggar es esencialmente un monstruo: 
        un psicópata narcisista de obsesiones paranoicas. Esa confianza 
        inconmovible y la seguridad que lo anima nacen de una falta total de conocimiento 
        introspectivo. En cierto sentido un ser humano de este carácter 
        sería todo superficie y carecería de personalidad íntima. 
        Podría manipular la superficie de la realidad social proyectando 
        sobre ellas sus propias patologías, pero nunca podría compartir 
        la íntima comunión de las relaciones interpersonales.
 Una criatura así podría ofrecer a una nación el liderazgo 
        férreo y la confianza necesaria para afrontar una crisis moral, 
        pero ¿a qué precio? Gobernados por hombres como Feric Jaggar, 
        podríamos ganar el mundo, pero perderíamos para siempre 
        nuestras almas.
 No, aunque el espectro del dominio comunista mundial pueda inducir a los 
        simples a desear la aparición de un líder semejante al héroe 
        de El señor de la esvástica, en un sentido absoluto podemos 
        felicitarnos de que un monstruo como Feric Jaggar permanezca eternamente 
        confinado en las páginas de un libro, y sea sólo el sueño 
        febril de un escritor neurótico de ciencia ficción que se 
        llamó Adolf Hitler.
 Homer 
        Whipple, Nueva York, N.Y., 1959 |