Por Rodrigo
Fresán
No hay que extrañarse demasiado de que la figura de Adolf Hitler
sea invocada una y otra vez por la ciencia-ficción. Es indudable
que el Führer el personaje más patéticamente
shakespeareano del siglo XX atrae a los escritores por sus casi
infinitas posibilidades. Hitler devora toda luz. Hitler como agujero negro
y personaje fantasma de una suerte de subgénero donde, siempre,
la Alemania nazi gana la Segunda Guerra Mundial y domina al mundo. Así,
desde El cuerno de caza de Sarbán de 1952 pasando por la magistral
y definitiva El hombre en el castillo publicada por Philip K. Dick en
1962 hasta la Fatherland de Robert Harris de 1992, la victoria de la cruz
esvástica siempre funciona como trampolín desde donde zambullirse
a la hora de narrar una realidad alternativa. Lo que no impide que la
figura de este individuo que en su reciente y monumental biografía
Ian Kershaw describe con justeza como un demagogo de cervecería
de escasa formación, un patriotero racista, un narcisista megalómano
que sin embargo creció hasta convertirse en el responsable de una
destrucción física y moral asociada al nombre de un solo
individuo como nunca la hubo en la historia de la humanidad tenga,
también, implicancias más siniestras en el imaginario desorbitado
de los escritores futuristas. Hay todo un territorio de la literatura
de anticipación y fantástica que hace comulgar a los
nombres de Lovecraft, Heinlein, Howard y el cientólogo Hubbard
sospechosamente teñido de colores que van de lo xenófobo
a lo totalitario. Con El sueño de hierro el escritor norteamericano
Norman Spinrad tuvo una gran idea a la hora de unir el perfil de Hitler
al de esa tendencia un tanto oscura de algunos de sus colegas. Allí,
Hitler emigra de Alemania a Estados Unidos, y se convierte en un exitoso
escritor de novelas pulp a través de las cuales da rienda suelta
a sus delirios mesiánicos y arios. La novela de Spinrad no es más
que la reproducción de la obra maestra del escritor Hitler El sueño
de la esvástica entre una breve biografía del autor y un
delirante ensayo académico, y esto es lo que se reproduce en las
páginas que siguen. En otro orden de cosas, la permanencia y/o
eterno retorno de la figura de Hitler en el inconsciente de los inconscientes
no deja de ser uno de esos misterios abismales dignos de una novela de
ciencia-ficción. Género que a Hitler le gustaba mucho y
a quien el género le debe mucho de todas las razones incorrectas:
la locura de Hitler amplió mucho, demasiado, los límites
de lo verosímil y, desde ya, cómo negar que fue él
quien le presentó su sastre a Darth Vader.
El
sueño de hierro
Por
una parte, en El señor de la esvástica hay pruebas abundantes de
las aberraciones mentales
del autor, al margen del simbolismo fálico.
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Por Norman
Spinrad
ACERCA DEL
AUTOR. Adolf Hitler nació en Austria el 20 de abril de 1899. En
su juventud emigró a Alemania y sirvió en el ejército
alemán durante la Gran Guerra. Luego intervino durante un breve
período en actividades políticas extremistas en Munich antes
de emigrar finalmente a Nueva York en 1919. Mientras aprendía inglés,
consiguió ganarse precariamente la vida como artista de bulevar
y traductor ocasional en Greenwich Village, el barrio bohemio de Nueva
York. Después de varios años, comenzó a trabajar
como ilustrador de revistas e historietas. En 1930 publicó su primera
ilustración en la revista de ciencia ficción titulada Amazing.
Hacia 1932 ilustraba regularmente las revistas del género, y hacia
1935 ya sabía bastante inglés como para iniciarse como autor
de ciencia ficción. Consagró el resto de su vida a la composición
literaria en este género, y también fue ilustrador y editor
de una revista de aficionados. Aunque los lectores lo conocen más
bien por sus novelas y sus cuentos, Hitler fue un ilustrador popular durante
la Edad de Oro de la década de 1930, editó varias antologías,
escribió interesantes críticas y durante casi diez años
publicó una revista popular, llamada Storm.
En 1955 se le otorgó un premio Hugo póstumo en la Convención
Mundial de Ciencia Ficción de 1955 por El señor de la esvástica,
que terminó poco antes de morir en 1953. Durante muchos años
había sido una figura conocida en las convenciones del género,
y era muy popular en su condición de narrador ingenioso y entusiasta.
Desde la publicación del libro, los atuendos coloridos que creó
en El señor de la esvástica fueron temas favoritos en las
convenciones anuales del género. Hitler falleció en 1953,
pero los relatos y las novelas que dejó escritos son hoy un verdadero
legado para todos los entusiastas de la ciencia ficción.
COMENTARIO
DE LA SEGUNDA EDICION. La popularidad conquistada por El señor
de la esvástica, la última novela de ciencia ficción
de Adolf Hitler, en los cinco años que siguieron a su muerte, es
indiscutible. La novela obtuvo el premio Hugo, otorgado por el círculo
íntimo de los entusiastas de la ciencia ficción a la mejor
novela del género publicada en 1954. Aunque ésta quizá
sea una credencial literaria un tanto dudosa, sin duda habría complacido
a Hitler, que en los Estados Unidos vivió entre estos fanáticos
de la ciencia ficción, y se consideró uno de ellos,
al extremo de que editó y publicó su propia revista especializada,
aún mientras trabajaba como escritor profesional.
Más importancia tiene la popularidad del libro y el hecho de que
la esvástica y los colores inventados en la obra fueran adoptados
por un espectro de grupos y organizaciones sociales tan amplio como la
Legión Cristiana Anticomunista, distintas pandillas de motociclistas
al margen de la ley, y los Caballeros Norteamericanos de Bushido.
Evidentemente esta obra de ciencia ficción ha tocado cierta cuerda
de la mente contemporánea no comunista, y por eso mismo ha interesado
mucho más allá de los límites estrechos del género
de la fantasía científica.
En un plano meramente literario este fenómeno parece inexplicable.
El señor de la esvástica fue escrito en el lapso de seis
semanas, por contrato con un editor de obras en rústica, casi de
un tirón, poco antes de la muerte de Hitler, en 1953. Si hemos
de creer en los chismes publicados por las revistas de ciencia ficción
de la época, la conducta de Hitler había sido bastante desordenada
en los últimos años, y había padecido accesos de
temblores y estallidos de cólera irrefrenables, que a menudo se
convertían en ataques casi hebefrénicos. Aunque la causa
real de la muerte de Hitler fue una hemorragia cerebral, estos síntomas
al menos hacen pensar en la posibilidad de una sífilis terciaria.
Digámoslo pues fríamente: el tótem literario de los
actuales devotos de la esvástica, ese código peculiar que
es el libro mismo, fue escrito en seis semanas por un escritor de obras
populares que nunca demostró talento literario, y que bien pudo
haber escrito el libro mientras sufría los primeros síntomas
de una paresia.
Si bien puede advertirse en la prosa cierta competencia meritoria, teniendo
en cuenta que Hitler aprendió inglés siendo ya adulto, no
hay comparación posible entre el inglés literario de Hitler
y el de un Joseph Conrad por ejemplo, un polaco que también aprendió
inglés relativamente tarde. En las páginas de El señor
de la esvástica hay rastros evidentes de giros y modismos propios
de las lenguas germánicas.
Ha de reconocerse que la novela tiene cierta fuerza tosca, en muchos pasajes;
pero esa cualidad podría atribuirse más a la psicopatología
que a una habilidad literaria consciente y vigilada. Lo más destacado
de Hitler como escritor es su conceptualización visual de escenas
en esencia irreales o improbables; como las batallas extravagantes, o
el despliegue militar de grand guignol que adorna muchas páginas
del libro. Pero este poder de visualización puede explicarse fácilmente
por las actividades previas de Hitler como ilustrador de revistas, más
que por un dominio consciente y específico de la prosa.
La imaginería de la novela plantea un problema distinto, propicio
a la polémica. Como lo advertirá en seguida quien tenga
un conocimiento al menos superficial de la psicología humana, El
señor de la esvástica abunda en simbolismos y alusiones
de flagrante carácter fálico. La descripción del
arma mágica de Feric Jaggar, el llamado Gran Garrote de Held, dice
así: El eje era un cilindro reluciente de... metal de un
metro veinte de longitud y grueso como el antebrazo de un hombre... El
desmesurado cabezal era un puño de acero de tamaño natural,
y para el caso el puño de un héroe. Si ésta
no es la descripción de una fantasía, ¿qué
es? Además, todo lo que se refiere al Gran Garrote señala
una identificación fálica entre Feric Jaggar, el héroe
de Hitler, y el arma misma. El garrote no sólo parece un falo enorme;
es además la fuente y el símbolo del poder de Jaggar. Solamente
Jaggar, el héroe de la novela, puede esgrimir el Gran Garrote;
es el falo de tamaño, potencia y jerarquía máximos,
el centro del dominio en más de un sentido. Cuando obliga a Stag
Stopa a besar la cabeza del arma como gesto de lealtad, el simbolismo
fálico del Gran Garrote alcanza una culminación grotesca.
Pero el simbolismo fálico no se detiene en el Gran Garrote de Held.
El saludo con el brazo extendido motivo obsesivo a lo largo de toda
la novela es sin duda un ademán fálico. Jaggar presencia
uno de los orgiásticos desfiles militares desde la cumbre de una
enorme torre cilíndrica, descripta en términos evidentemente
fálicos. La columna de fuego en el centro de la ciudad incendiada
de Bora se convierte en un inmenso tótem fálico, y las tropas
victoriosas de Jaggar desfilan alrededor. Y en la última escena
de la novela, un cohete literalmente colmado con la simiente de Jaggar
se eleva en una columna de fuego a fecundar las estrellas,
como el clímax venéreo de un extraño espectáculo
militar que para Jaggar es sin duda una grosera representación
del acto sexual.
No cabe ninguna duda: gran parte de la popularidad de El señor
de la esvástica procede del manifiesto simbolismo fálico
que domina casi todo el libro. En cierto sentido, la novela es una suerte
de pornografía sublimada, una orgía fálica del comienzo
al fin, con ciertos símbolos sexuales específicos: despliegues
militares de carácter fetichista y accesos orgiásticos de
violencia irreal. Como esta sexualidad fálica de la violencia y
el despliegue militar es una transferencia común en la sociedad
de Occidente, el libro gana considerable poder injertándose en
esa misma patología sexual, una de las más difundidas en
nuestra civilización.
No podemos saber, en cambio, si Hitler tenía o no conciencia de
lo que estaba haciendo.
Quienes sostienen que Hitler utilizó esa sistemática imaginería
fálica como un recurso expresivo, concluyen diciendo, por supuesto,
que la aplicación consecuente de este recurso implica un acto soberano
de creación. Además, Hitler muestra una coherencia lógica
entre la utilización de símbolos visuales y acontecimientos
y la manipulación de la psique de las masas. Uno puede creer que
las asambleas multitudinarias con antorchas que él describe en
el libro podrían inflamar las pasiones de turbas reales aproximadamente
como se cuenta en la novela. La adopción de los colores de la esvástica
por grupos de nuestra propia sociedad es prueba suplementaria de que Hitler
sabía cómo inventar imágenes visuales capaces de
afectar profundamente a un espectador. Es pues hasta cierto punto razonable
suponer que Hitler empleó también deliberadamente esa imaginería
fálica, para atraer a los lectores menos cultivados.
Una breve mirada a la fantasía científica difundida comercialmente
parecería confirmar este aserto. El héroe armado de una
espada mágica es un elemento común, casi diríamos
universal, en las llamadas novelas de magia y espada. Todas estas novelas
se escriben de acuerdo con una sencilla fórmula: una figura supermasculina,
con la ayuda de un arma mágicamente poderosa, con la que mantiene
una identificación fálica evidente, supera grandes obstáculos
y conquista el triunfo inevitable. Hitler se mostró activo en el
microcosmos de la ciencia ficción durante décadas, y de
hecho muchas de esas fantasías reaparecieron en su propia revista.
Por lo tanto, es razonable suponer que estaba familiarizado con el género;
de hecho, dos o tres de sus primeras novelas tienden a imitar el género
de espada y brujería.
Por lo menos esquemáticamente El señor de la esvástica
es una típica novela barata de espada y brujería. El héroe
(Jaggar) recibe el arma fálica como símbolo de una supremacía
justa, y luego se abre paso triunfalmente, en una serie de cruentas batallas,
hasta la victoria final. Al margen de la alegoría política
y de las patologías más especializadas de las que me ocuparé
luego, lo que distingue a El señor de la esvástica de una
serie de novelas similares es la consistencia y la intensidad obsesiva
del simbolismo fálico. Lo que nos arrastra a la conclusión
de que Hitler llevó a cabo un estudio directo de los motivos de
atracción del género, y con toda intención acrecentó
la atracción patológica de su propia obra fortaleciendo
el simbolismo fálico, dándole un carácter más
manifiesto y ubicuo. El señor de la esvástica sería
entonces una explotación cínica de la patología sexual,
bastante común en este género, pero extendida ahora a todas
las cosas y de un poder desconocido en otros modelos más tímidos.
Sin embargo, hay dos argumentos que refutan esta teoría: la evidencia
interna suministrada por la propia novela y la naturaleza de la ciencia
ficción como género.
Por una parte, en El señor de la esvástica hay pruebas abundantes
de las aberraciones mentales del autor, al margen del simbolismo fálico.
El fetichismo que trasunta la novela mal podría responder a la
intención consciente de atraer al lector común. A lo largo
de todo el libro se presta una atención obsesiva a los uniformes,
y especialmente a los ajustados uniformes de cuero negro de los SS. La
conjunción frecuente de expresiones repetitivas como el brillante
cuero negro, el cromo reluciente, las altas botas
con aplicaciones de acero, y piezas similares del vestido y el adorno,
con gestos fálicos como el saludo partidario, el golpear de talones,
la precisión de la marcha y otras cosas parecidas es signo claro
de un fetichismo mórbido inconsciente, que sólo puede atraer
a una personalidad muy desequilibrada. En el libro, Hitler parece suponer
en cambio que las masas de hombres revestidos de uniformes fetichistas
y que marchan en filas precisas, con movimientos y arreos fálicos,
tendrían una atracción muy poderosa sobre los seres humanos
comunes. Para alcanzar el poder en Heldon, Feric Jaggar necesita poco
más que una serie grotesca de exhibiciones fálicas cada
vez más grandiosas. Se trata, sin duda, de un fetichismo fálico
del autor, pues de otro modo habría que aceptar como verosímil
la idea de que una nación se arrojará a los pies de un líder
por obra de manifestaciones multitudinarias de fetichismo público,
de orgías, de estridente simbolismo fálico, y de asambleas
de oratoria estética adornadas con antorchas. Es evidente que una
psicosis nacional de ese carácter no cabe en los límites
del mundo real; el supuesto de que no sólo podría ocurrir,
sino que sería además una expresión de la voluntad
de la raza, demuestra que era él, Hitler, quien padecía
esa psicosis.
Más allá del fetichismo, la novela revela contradicciones
internas aun en el nivel más grosero de la ciencia ficción
comercial, indicaciones claras de que el contacto del autor con la realidad
era cada vez más tenue, a medida que iba comprometiéndose
con sus propias obsesiones, mientras escribía algo que había
comenzando sin duda como otro mero producto comercial.
La novela se inicia en un mundo donde la tecnología más
elevada está representada por el motor de vapor y unas toscas máquinas
voladoras y en un tiempo novelístico de ridícula brevedad
deja atrás etapas como la televisión, las ametralladoras,
los tanques modernos, los aviones de chorro, los seres humanos artificiales,
y finalmente una nave del espacio. Hitler no intenta justificar nada de
todo esto; del comienzo al fin se trata de deseos que se realizan. Por
supuesto, las fantasías inconsistentes que tienden a satisfacer
deseos son comunes en la ciencia ficción de escasa calidad, pero
nunca hasta tal grado. Hitler parece suponer que la existencia misma de
un héroe como Feric Jaggar hará posibles estos saltos cuánticos
de la ciencia y la tecnología. Un síntoma evidente del narcicismo
grosero, dada la estrecha identificación del autor con este tipo
de héroe.
Quizá las obsesiones de Hitler en relación con las secreciones
y las materias fecales son todavía más patológicas.
Los olores repulsivos, las pestilencias, las cloacas
hediondas, los pozos fétidos y otras expresiones
semejantes abundan en el libro. Hitler manifiesta constantemente un temor
mórbido a las secreciones y los procesos corporales. No se cansa
de describir a los odiados Guerreros del Zind babeando, defecando,
orinando. Los monstruos están cubiertos de un légamo
que recuerda las mucosidades nasales. En las fuerzas del mal hay siempre
secreciones nocivas, roña, olores repugnantes, excreciones; en
cambio las fuerzas del bien son inmaculadas, relucientes
y precisas; en los equipos y en la gente lo que se ve es siempre
una superficie brillante, pulida hasta la esterilidad. El carácter
anal de esta dicotomía es demasiado obvio.
La violencia descripta en el libro roza lo psicótico. Hitler describe
las matanzas más atroces como si fuesen atractivas, no sólo
para él sino también para los lectores. No cabe duda de
que la descripción de la violencia en El señor de la esvástica
da una cierta atracción mórbida al libro. El caso es raro
en la historia de la literatura: la más feroz, perversa y horrible
violencia descripta como si espectáculos tan crueles pudieran ser
edificantes, moralizadores, e incluso nobles. El propio Sade no llegó
tan lejos, pues sus horrores en el peor de los casos pretendían
ser sexualmente atractivos, y en cambio Hitler equipara la destrucción
total, la matanza implacable, los excesos de repulsiva violencia y el
genocidio con la rectitud piadosa, el honor y la virtud; y lo que es más,
escribe como si en realidad esperase que el lector medio compartiera ese
punto de vista, reconociendo una verdad evidente. Todo esto es prueba
cabal de que el poder de El señor de la esvástica tiene
su raíz no en la habilidad del escritor, sino en las fantasías
patológicas que él mismo trasladó inconscientemente
al texto.
Y como si esto no bastara, consideremos el hecho asombroso de que en todo
el libro no aparece un solo personaje femenino. Puede afirmarse con justicia
que la asexualidad es un rasgo distintivo de la típica novela de
ciencia ficción; las mujeres aparecen sólo como figuras
castas y estereotipadas, un simbólico interés romántico
del héroe, un premio que es necesario merecer. Pero El señor
de la esvástica no sólo carece de interés romántico
tradicional; llega al extremo de negar la necesidad misma de la mitad
femenina de la raza humana. Por último el proceso de reproducción
queda reducido al desarrollo de los clones de los SS, todos hombres, en
una extraña forma de partenogénesis masculina.
Es tentador sumar al fetichismo fálico esta negación de
la mujer, y concluir en un diagnóstico de homosexualidad reprimida.
Es cierto que si bien Hitler nunca se casó, tenía cierta
reputación de Don Juan en las convenciones de autores de ciencia
ficción. Por otra parte, la homosexualidad reprimida es a menudo
un elemento de donjuanismo. De todos modos, un diagnóstico post-mortem
sería un tanto presuntuoso. Baste decir que la actitud de Hitler
hacia las mujeres y la sexualidad nunca fue equilibrada.
Lejos pues de ser una novela basada en una fórmula cínica
ideada astutamente para excitar los apremios fálicos de las masas,
como otras tantas novelas del género, El señor de la esvástica
se nos aparece como el producto obsesivo de una personalidad desordenada
pero fuerte. Es bien sabido que el arte de los psicóticos puede
ser atractivo aun para una mente perfectamente normal. El arte psicótico
nos transmite una imagen terrible de una realidad que por fortuna excede
los límites de nuestra experiencia, este contacto íntimo
con lo inenarrable nos conmueve y perturba profundamente.
Quienes no estén familiarizados con la ciencia ficción comercial
se sorprenderán al saber que los productos patológicos no
son raros. La literatura de ciencia ficción abunda en relatos de
superhombres todopoderosos, criaturas extrañas presentadas como
sustitutos fecales, tótems fálicos, símbolos de castración
vaginal (como el monstruo de muchas bocas armadas de dientes afilados
como navajas, en el libro que aquí nos ocupa), relaciones homosexuales
y aun pederastas en un plano subliminal, y otros elementos semejantes.
Si bien los mejores autores del género apenas recurren a estos
elementos, organizándolos en un nivel consciente, en la mayoría
casi todo este material brota del subconsciente.
En el cuerpo considerable de la ciencia ficción patológica,
El señor de la esvástica se distingue sólo por el
poder de las imágenes inconscientes, y hasta cierto punto por el
contenido. Es necesario considerar los antecedentes bastante originales
de Hitler para explicarse mejor la atracción específica
de la obra.
Adolf Hitler nació en Austria y emigró a Alemania, en cuyo
ejército sirvió durante la Gran Guerra. Poco después,
y antes de viajar a Nueva York en 1919, conoció a un pequeño
partido extremista, los nacionalsocialistas. Muy poco se sabe de este
oscuro grupo, que desapareció alrededor de 1923, siete años
antes de que el golpe comunista convirtiese todo el asunto en un tema
académico. Sin embargo, parece evidente que los nacionalsocialistas,
o nazis, como a veces se los llamaba, previeron con mucha anticipación
las maquinaciones de la Unión Soviética, y que fueron anticomunistas
confesos.
El tema de los nacionalsocialistas y Alemania fue siempre una cuestión
dolorosa para Hitler; abordaba el asunto con mucha renuencia y amargura,
y sólo cuando había bebido un poco. Es evidente que se desvinculó
de los nacionalsocialistas, y con absoluta razón, pues las actividades
de la sociedad no eran casi otra cosa que discusiones y charlas de café.
Pero la devoción temprana, orgullosa y permanente de Hitler a la
causa del anticomunismo era bien conocida en los Estados Unidos, y esa
actitud lo empujó a menudo a debates y disputas acaloradas en el
pequeño mundo de los aficionados a la ciencia ficción en
que él actuaba. La ocupación de Gran Bretaña, en
1948, demostró al fin claramente incluso a los más
ingenuos defensores del comunismo el carácter imperialista
de la Unión Soviética.
Así, mientras la imaginería, la violencia, el fetichismo
y el simbolismo de El señor de la esvástica nacen directamente
de las obsesiones inconscientes de Hitler, es razonable suponer que algunos
elementos de alegoría política incluidos en la novela fueron
creaciones conscientes de él mismo, y productos de una mente profundamente
preocupada por la política mundial y el infortunio de la Europa
ancestral.
Las similitudes entre el Imperio de Zind y la actual Gran Unión
Soviética son evidentes. Zind es el producto final lógico
y extremo de la ideología comunista: un hormiguero de esclavos
descerebrados presididos por una oligarquía implacable. Así
como los dominantes de Zind aspiran a gobernar un mundo de esclavos subhumanos,
del mismo modo los actuales líderes comunistas pretenden aniquilar
el individualismo, y que todos nos sometamos al Partido Comunista de la
Gran Unión Soviética. Así como el poder de Zind es
su gran extensión y el enorme caudal biológico que los dominantes
se creen autorizados a malgastar sin escrúpulos, también
el poder de la Gran Unión Soviética se apoya en el dilatado
territorio y en la enorme población que los comunistas utilizan
cruelmente, despreciando las aspiraciones o la dignidad del individuo.
Heldon parecería representar una Alemania renacida que nunca existió,
una realización de los deseos de Hitler, o quizás el mundo
no comunista in toto.
Fuera de estos límites la alegoría política se desdibuja
irremediablemente. Los dominantes parecen representar el movimiento comunista
mundial; en la novela Partido Universalista parece un sustituto
directo del Partido Comunista, que también apela cínicamente
a la pereza de las clases inferiores.
Sin embargo, se diría que hay algo más, algo vinculado a
las obsesiones genéticas absolutamente inexplicables de la novela.
Entre los mutantes degenerados que infestan el mundo de El señor
de la esvástica y la realidad contemporánea no parece haber
ninguna relación. Por supuesto, el mundo de El señor de
la esvástica es el producto de una antigua guerra atómica;
quizá la descripción de esos descendientes genéticamente
deformes es sencillamente una palabra de advertencia. Pero los propios
dominantes parecen ser un elemento genuinamente paranoico. Es difícil
evitar la conclusión de que representan el grupo real o imaginario
que Hitler odiaba y temía.
Hay ciertos indicios de que el partido nazi fue hasta cierto punto antisemita.
De ahí la tentación de concluir que los dominantes simbolizan
de algún modo a los judíos. Pero como evidentemente Zind
representa a la Gran Unión Soviética, en la que el antisemitismo
ha alcanzado niveles tan atroces que durante la última década
han perecido allí cinco millones de judíos, y como los dominantes,
lejos de ser las víctimas de Zind son sus amos absolutos, esta
idea no tiene consistencia.
Pero a pesar de la confusión de los detalles, la fundamental alegoría
política de El señor de la esvástica es muy clara:
Heldon, que representa a Alemania o al mundo no comunista, aniquila por
completo a Zind, que representa a la Gran Unión Soviética.
No es necesario decir que esta particular fantasía política
toca una cuerda muy sensible en el corazón de todos los norteamericanos,
ahora que sólo Estados Unidos y Japón se alzan entre la
Gran Unión Soviética y el dominio total del globo. Además,
la victoria misma satisface también nuestros deseos más
profundos. Heldon destruye a Zind sin recurrir a las armas nucleares.
El individualismo heroico de Heldon derrota a las hordas irreflexivas
de Zind; es decir los hombres libres del mundo no comunista derrotan a
las masas esclavas de Eurasia comunizada. Sólo los repulsivos dominantes,
símbolos del comunismo, descienden al empleo de las armas nucleares,
pero eso de nada les sirve. Aunque tal desenlace parece imposible en la
actual y sombría situación nuclear, no puede negarse que
representa nuestra esperanza más cara; alcanzar la paz mundial
mediante la libertad.
La atracción general de esta novela de fantasía científica,
de estilo bastante tosco, se revela pues como una combinación única
de fantasías políticas que son una realización
de deseos, de fetichismos patológicos y obsesiones fálicas,
y la fascinación de un mundo extraño, mórbido y totalmente
ajeno al nuestro, que se despliega inconscientemente unido a la extraña
ilusión de que los impulsos más violentos y perversos, lejos
de ser motivo de vergüenza, son nobles y elevados principios, a los
que
adhiere virtuosamente la mayoría de los hombres.
Estos distintos elementos de atracción visceral tienden además
a reforzarse mutuamente. Las fantasías fálicas dan al lector
poco refinado una impresión de fuerza y potencia ilimitadas, que
hace más plausible la destrucción de Zind, y la satisfacción
que se deriva de esta fantasía política. La identificación
de Zind con la Gran Unión Soviética permite que el lector
común se regodee en la violencia sin sentir ninguna culpa. Asimismo,
la intensidad casi psicótica de la violencia actúa en el
lector como una verdadera catarsis, una purga momentánea de sus
sentimientos de temor y odio frente a la amenaza del mundo comunista.
Hemos de considerar por último la certidumbre total que impregna
la novela. Feric Jaggar es un líder que carece completamente de
dudas. Sabe qué hacer, y cómo hacerlo, y procede en consecuencia,
sin equivocarse, sin una pizca de aprensión o remordimiento, Zind
y los dominantes son enemigos de la humanidad verdadera, y por lo tanto
no merecen piedad, y todo lo que se haga contra ellos es moralmente irreprochable.
En estos tiempos tan sombríos, ¿quién en el fondo
de su corazón no clama secretamente por la aparición de
un líder semejante?
Ocurre que no sólo Jaggar carece de dudas; además, el propio
Hitler escribe con una seguridad y una convicción absolutas, como
si no hubiera otra verdad posible. Para Hitler las virtudes militares,
con sus vigorosas expresiones de obsesión fálica, fetichismo
y homosexualismo son verdades inconmovibles e intemporales, que no han
de ser cuestionadas por el autor o el lector.
En estos tiempos en que vivimos desgarrados, entre la complejidad y los
conflictos de nuestra civilización y la necesidad de enfrentar
a un enemigo implacable, que no parece atado por un exceso de escrúpulos
morales, semejante actitud, aunque provenga de una personalidad retorcida
como la de Adolf Hitler, puede llegar a parecernos perversamente refrescante.
La Gran Unión Soviética cabalga sobre Eurasia como un bárbaro
borracho. Domina ya la mayor parte de Africa, y las repúblicas
sudamericanas comienzan a derrumbarse. Sólo ese gran lago niponorteamericano
que es el Pacífico se alza como bastión definitivo de la
libertad en un mundo que parece destinado a perecer bajo la marea roja.
Nuestro gran aliado japonés conserva las venerables tradiciones
del Bushido y ellas lo ayudan a conservar la entereza y a transmitir fe
y confianza al pueblo; pero parecería en cambio que nosotros los
norteamericanos hemos caído en una apatía y una desesperación
irremediables.
Sin duda muchos de los lectores de Hitler habrán llegado a imaginar
qué hubiera significado para los Estados Unidos la aparición
de un líder como Feric Jaggar. Nuestros grandes recursos industriales
hubieran puesto en pie de guerra unas fuerzas armadas invencibles, una
corriente de decisión patriótica galvanizaría a la
población y nuestros escrúpulos morales quedarían
como suspendidos durante la lucha a muerte con la Gran Unión Soviética.
Por supuesto, un hombre así podría conquistar el poder sólo
en las fantasías extravagantes de una novela patológica
de ciencia ficción. Pues Feric Jaggar es esencialmente un monstruo:
un psicópata narcisista de obsesiones paranoicas. Esa confianza
inconmovible y la seguridad que lo anima nacen de una falta total de conocimiento
introspectivo. En cierto sentido un ser humano de este carácter
sería todo superficie y carecería de personalidad íntima.
Podría manipular la superficie de la realidad social proyectando
sobre ellas sus propias patologías, pero nunca podría compartir
la íntima comunión de las relaciones interpersonales.
Una criatura así podría ofrecer a una nación el liderazgo
férreo y la confianza necesaria para afrontar una crisis moral,
pero ¿a qué precio? Gobernados por hombres como Feric Jaggar,
podríamos ganar el mundo, pero perderíamos para siempre
nuestras almas.
No, aunque el espectro del dominio comunista mundial pueda inducir a los
simples a desear la aparición de un líder semejante al héroe
de El señor de la esvástica, en un sentido absoluto podemos
felicitarnos de que un monstruo como Feric Jaggar permanezca eternamente
confinado en las páginas de un libro, y sea sólo el sueño
febril de un escritor neurótico de ciencia ficción que se
llamó Adolf Hitler.
Homer
Whipple, Nueva York, N.Y., 1959
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