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PANORAMA POLITICO
Por J.M. Pasquini Durán

CADENAS

Durante cierto tiempo, los alfonsinistas culparon a maniobras de los menemistas, con referencias directas a Domingo Cavallo y Guido Di Tella, por el terremoto financiero, hiperinflación incluida, que terminó por desalojarlos de la Casa Rosada antes de tiempo. Hoy en día, más de diez años después, saben que fueron “golpes de mercado” los que precipitaron la caída, a caballo del oportunismo menemista pero también del descontento popular que se había expresado en las urnas de 1987. El mercado es de los que tira la piedra y oculta la mano. Prefiere, por eso, que la responsabilidad por los daños corra por cuenta de la política, a la que neutralizaron antes por el miedo y el chantaje, por la corrupción y la impotencia.
Degradada y estéril, en vez de salir de su postración la política se acomodó a la molicie de chivo expiatorio. Así, el “modelo” del ajuste perpetuo, que ya no es estructural sino recesivo, queda a salvo en cada crisis que trastorna, por efecto de la cadena mundial de capital financiero, a las economías ahora llamadas “emergentes” porque quedaba feo seguir diciéndoles subdesarrolladas o empobrecidas. La culpa siempre es de la “interferencia” política.
Dado que al mercado no le sobran argumentos para justificar su único programa, cuando esta semana Turquía entró en el vórtice hiperinflacionario con tasas de interés que pasaron en tres días de 45/55 por ciento a 4500/5000 por ciento y fuga masiva de capitales, la explicación a lo largo de la cadena de estremecidos volvió a reiterarse en interminable eco: la causa de la quiebra era la sarta de disidencias entre el presidente Ahmet Necdet Sezer y el primer ministro Bulent Ecevit. La confrontación existe pero lo interesante de verdad es el contexto en el que sucede esta corrida financiera. Lo cuenta el matutino El País de España: Sezer “ordenó hace una semana una serie de inspecciones en la banca pública, que está previsto privatizar próximamente, tras la sospecha de que se habían concedido créditos de forma irregular por un importe de 20.000 millones de dólares”.
Hay más: “El gobierno turco ha lanzado una amplia campaña contra la corrupción en la administración pública, pero hasta ahora sólo han sido descubiertos casos entre funcionarios de menor nivel, en tanto que el ministro de Energía, Cumhur Ersumer –hacia quien apuntan graves acusaciones de abuso de poder en la adjudicación de contratos públicos, según una investigación abierta por la gendarmería turca–, sigue en su puesto para evitar que se abra una crisis en la coalición gubernamental que dirige Ecevit”.
¿No es aleccionador el parecido? Por supuesto, después de la devaluación de la moneda turca, de la que obtuvieron suculentas rentas los especuladores y se posicionaron mejor los mayores bancos privados, el enfrentamiento político que habría sido el origen de todo no se resolvió, pero ya no importa a ningún operador financiero, por lo menos hasta la próxima vez que necesiten algún culpable.
Los “mercados”, o sea los grupos financieros que lideran al capitalismo internacional, quieren políticos impotentes y sin dignidad, incapaces de construir una sociedad de bienestar en la que los premios y los castigos se repartan con sentido de justicia, en la que todos sean iguales ante la ley y que también todos tengan igualdad de oportunidades. De ese modo prevalecerá siempre la ley del más fuerte, norma suprema del dinero.
Quieren más todavía: esperan que los políticos, no importa cuáles sean sus banderas o ideales, formen un solo bloque unánime alrededor del programa de ajustes, que el presidente tenga poderes absolutos para no perder el tiempo con deliberaciones legislativas, que las políticas sociales sean subordinadas a los compromisos de la deuda pública, mientras aumenta sin cesar, y que la libertad sea vigilada. Quieren, en resumen, democracias castradas.
Las pretensiones pueden ser muchas, pero la cuestión es cuánto pueden cooptar las voluntades mayoritarias para esas ideas. Cualquiera que tenga alguna experiencia de vida sabe, por ejemplo, que la pobreza y la tentación delictiva van de la mano, sobre todo si, tal cual sucede ahora, el trabajo es escaso, mal pagado y una vía hacia la nada. El trabajo y el estudio dejaron de ser meritorios y la única virtud, evocada hasta en los pregones de los limosneros, consiste en no robar ni matar.
No por verdadera la teoría puede vencer los malestares de la experiencia cotidiana, cuajada de crónicas rojas, porque en la práctica los ciudadanos sienten que están desamparados, en la calle, en la casa, en el auto, en cualquier lado y por poco que sea el botín que tengan para ofrecer, temen por sus hijos y nietos en peligro y consideran que las fuerzas de seguridad si no son cómplices de los delincuentes, son ineficaces para combatirlos. “Así no se puede vivir”, “alguien tiene que poner orden”, “la ley protege más a los bandidos que a los decentes”... Con estas razones u otras parecidas, el sentido común comienza a pedir revancha aunque la confunda con justicia, para satisfacción de los demagogos, de falsos profetas y de justicieros hipócritas.
Para colmo, los que tienen que imponer orden, en nombre de la democracia, muestran ejemplos diarios de corrupción y de impunidad y los que tienen que crear empleos, por sus deberes con los votantes, sólo ofrecen promesas incumplidas y enredadas excusas para la forzada resignación. Socavan sus propias bases de sustentación creyendo que serán fuertes y estables si “hacen bien los deberes” que les imparten los más poderosos, pero lo único que logran es ser más dependientes de las decisiones y de las voluntades ajenas, muñecos desarticulados que se mueven cuando al titiritero se le da la gana. ¿Acaso el Gobierno y los bloques mayoritarios del Congreso se hubieran interesado en las denuncias sobre el lavado de dinero si no fuera por la preocupación de un subcomité del Senado de Estados Unidos?
Lo mismo pasa en todos los rubros. A los 85 años de edad, el banquero David Rockefeller, otrora la personificación misma del imperio expoliador, visitó La Habana y lo entrevistó a Fidel Castro, para llegar a la conclusión, que aquí reprodujo ayer La Nación, que en Cuba hay aspectos de la obra de gobierno que son positivas, aunque siga pensando que es una dictadura. Nadie, entre las principales figuras de la Alianza, se animó a una valoración semejante, no vaya a ser que alguien piense que tienen desviaciones de izquierda, a tal punto se ha estrechado su libertad de opinión, mientras el canciller Rodríguez Giavarini y otras voces oficiales siguen preguntándose los motivos de Fidel para el exabrupto verbal que los calificó de “lame botas de los yanquis”.
Es tan absurda la situación que los gremios combativos han centrado sus esfuerzos en obtener un subsidio para jefes de hogar desocupados y un complemento modesto por cada hijo en edad escolar, con el único propósito de que puedan asomar la cabeza apenas por encima de la línea de “necesidades básicas insatisfechas”, o dicho en el lenguaje corriente, para que no tengan que salir a robar, a escarbar la basura o a pedir limosna. El retroceso de los derechos sociales es tan abrumador que la humillación del desempleo alcanza a tantos trabajadores que sólo puede obtener reparación transitoria mediante un acto asistencial.
Mientras tanto, los que tuvieron la suerte de conservar el empleo tienen que agachar la cabeza y aceptar los salarios y las condiciones de trabajo que les impongan las empresas o el Estado, acalambrados por el temor a perder esa misérrima posición. Basta con repasar los datos de la consulta nacional docente realizada por CTERA, que recogió este diario en suedición de ayer, para comprender la dimensión de la precariedad en la que conviven docentes y alumnos en el siglo del conocimiento.
Sobre estas bases, sin ninguna decisión verdadera para corregir el rumbo económico, ¿qué clase de concertación social puede promover el Gobierno, si los empresarios nacionales son asfixiados por el costo del dinero y la falta de mercado, y los trabajadores por el desempleo efectivo o latente?
Es tan improbable que despierte entusiasmos esperanzados en la población como la fortaleza del “blindaje” después de la caída turca, que mañana puede ser búlgara o de cualquier otro rincón del planeta.
En el extremo conservador no hay soluciones a la vista, sino la repetición malsana de lo mismo, como tampoco las hay en el extremo ultracrítico de la oposición, en el que se escuchan profecías de alzamientos revolucionarios que no se animaría a vaticinar el Subcomandante Marcos. La importante movilización de vecinos de La Matanza que ocurrió esta semana es el resultado de mucho tiempo de trabajo militante, aunque algunos de sus dirigentes puedan creer, al igual que los políticos que ellos mismos condenan, que la conciencia popular se gana con influencia mediática. ¿Cuántas victorias populares de verdad en la última década pueden contabilizar esos boquiflojos?
Falta un mes justo para el 25 aniversario del golpe de Estado de 1976 que terminó con un gobierno despreciable pero lo sustituyó por el terrorismo genocida. No existe hoy en día la posibilidad de un motín de cuarteles, pero los golpistas existen, aunque no vistan uniformes y en lugar de tropas comandan fondos de especulación financiera. Entre las lecciones de la memoria activa que emergen del pasado figura la contradicción entre la libertad y el hambre, que no puede repetirse. Encontrar los caminos para superarla en una nueva armonía de justicia es el gran desafío para los que no se resignan a un destino de interminable decadencia.


 

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