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el Kiosco de Página/12

El pudor de los
hombres grandes
Por Miguel Bonasso

A José Luis D’Andrea Mohr

Los empleados de pompas fúnebres se miraban asombrados sin entender lo que estaba ocurriendo en el cementerio: de pronto una gigantesca carcajada colectiva sobrevoló el féretro negro cubierto de rosas rojas, se expandió por el aire mortecino de la capilla donde se despiden difuntos a razón de un cristiano cada tres minutos y salió rebotando al tétrico Peristilo de la Chacarita, donde más personajes de negro esperaban burocráticamente nuevos responsos. Y la risa unánime de trescientos amigos salió así, como una trompetilla contra el absurdo de la muerte, como una extraordinaria provocación de la vida contra la certidumbre de extinción que proclama la necrópolis mayor de Buenos Aires.
En medio de las risotadas incontenibles de todos los que estábamos allí, observé la caja negra, el blanco del hábito franciscano de Fray Antonio Puigjané e imaginé que la escena había sido prevista y aún diseñada por el hombre extraordinario que estábamos despidiendo. Que Don José Luis D’Andrea Mohr, capitán del Ejército que no fue, también se reía con toses roncas de fumador de la Carta que él mismo había escrito en enero y ahora estaba leyendo una amiga suya. La tarjeta postal de apertura de milenio que José Luis le había enviado (por Outlook Express) a un Dios de cuya existencia no estaba muy seguro, para rogarle que no se distrajera en su eternidad sin cumpleaños; que no se abandonara a prolongadas siestas seculares, porque sus dilectas criaturas aprovechaban esas distracciones para perseguir, atormentar y exterminar a sus semejantes. La Carta a Dios fue escrita en vísperas de una temible operación, con la conciencia absoluta del cáncer que lo invadía y el cálculo de lo que podía llegar a ocurrirle. Pero no hay en ella ni una brizna de autocompasión, ni la más leve sombra de resentimiento, sino humor a raudales, que es el pudor de los hombres grandes.
También recordé el verso de William Blake: “La alegría y el dolor firmemente entretejidos, manto para el alma divina”, porque los poco rutinarios concurrentes que osábamos reír en un responso teníamos (simultáneamente) los ojos llenos de lágrimas y esa certidumbre que se aloja en la garganta, cuando te das cuenta de que no vas a ver más al amigo, de que nunca más te va a llamar para darte generosamente un dato sobre el terrorismo de Estado ni te va a enviar por e-mail la copia de ninguna otra Carta dirigida a Dios o al Diablo.
Al salir de la angustiosa capilla, me pregunté cómo hubiera sido el Ejército con un humanista como José Luis de comandante en jefe. Cómo hubiera sido la Argentina con ese Ejército. Y alguien me trajo bruscamente a la realidad, al revelarme que José Luis, operado y fallecido en el Hospital Militar, había agonizado (sin saberlo, afortunadamente) a escasos metros de donde está internado el genocida que más denunció: el ex general Carlos Guillermo Suárez Mason. A quien un Dios probablemente distraído en su siesta secular, todavía no ha querido llevarse.
Otra forma de creer en Dios consiste en imaginar que José Luis no está encerrado en la falsificación de la caja negra sino que vive en otro recodo del tiempo. Que sigue ocurriendo y seguirá ocurriendo esa noche del último diciembre en que lo vi generosamente vivo, cuando tuvo la gentileza de venir al Palais de Glace a presentar mi libro Diario de un clandestino y nos hizo reír a carcajadas con un gag verbal tras otro. Yo lo presenté como un militar perseguido por el Ejército y él me corrigió al tiro: “En realidad yo perseguí al Ejército”.
Entonces contó, de manera magistral, la historia de su separación: “Y ahora, como me ha pasado casi siempre, como yo pedí que me destituyeran y firmara el Presidente el decreto, entonces no firmaron nada y me han puesto el grado otra vez. Pero hay otra cosa que debo advertirles a todos y es que, hace trece años, cuando me iban a destituir, el juez militar que me juzgaba era un personaje de esos que en estas películas hemos visto algunos... Se dedicaba (escuchen bien porque esto no es una broma mía), se dedicaba a traducir folclore argentino al inglés, para –mediante una estación de radio en Comodoro Rivadavia, con bastante potencia– ‘invadir culturalmente Malvinas’. Cuando me contó lo de las partituras yo le dije: ‘Vea, me parece muy interesante y estratégico. Y le sugiero que emitan el Pericón’. ‘Ah, sí ¿y por qué?’, preguntó él, interesado. ‘Bueno, le digo, el Pericón es un baile que se ejecuta con los brazos para arriba. Esto permitiría –si lo coordinamos bien– poner el Pericón, bajar en las Islas y agarrar a los británicos con los brazos en alto’. Esto provocó –fíjense que incongruencia– que este coronel, en un papelito que conservo, me ordenara concurrir a la Junta Superior de Reconocimiento Médico del Ejército y me hiciera un examen psiquiátrico. En la Junta ésa (a la que llegué una hora tarde a propósito), cuando les pedí que me dijeran los nombres y la especialidad de cada uno de los cinco médicos, empezamos con un clínico, un traumatólogo, una psiquiatra... pero el cuarto era ¡un ginecólogo!. Entonces yo, que ya estaba jugado del todo, pregunté de qué me iban a revisar. (...) La psiquiatra, la misma de mis tiempos de paracaidista que parecía de goma porque no había envejecido, me hizo el mismo test de cuando era subteniente. Yo dibujé un pino y ella me tomó el tiempo con un cronómetro y me ordenó: ‘Bueno, ahora escriba algo debajo de lo que dibujó.’ Entonces yo puse, entre comillas: ‘El árbol es mi baño’. Firmado: ‘Mi perro’. Y a partir de ese momento, me mandaron a otro psiquiatra. ¿Cómo terminó esto? . Bueno: Dictamen de la Junta Superior de reconocimiento Médico: ‘la Junta Superior., burrún, burrún... dispone (porque las juntas militares disponen). Entonces, después de ocho carillas, dispuso que yo era ‘un psicópata paranoico, inepto para todo servicio, disminuido en un 70 por ciento para actividades civiles (como ésta, por ejemplo) y en un 100 por ciento para actividades militares... ¡con tendencia a desmejorar con los años!’. Se conoce que Bonasso no sabía de todo esto y me dijo: ‘¿vos presentarías el libro?”. (Carcajadas y aplausos, prolongados.)
Pero también, como se suele decir, habló “en serio”. Evocó aquel 17 de noviembre de 1972, cuando las malas órdenes de los generales enfrentaron al joven oficial que era D’Andrea Mohr con la muchedumbre peronista que marchaba a Ezeiza a recibir a su líder exiliado. Y el joven oficial, que no venía del peronismo, se dijo que “la Patria no era un pedazo de tierra, una bandera, ni un general a los gritos, que la gente era la Patria” y en vez de reprimir les aconsejó a los conductores de la columna cómo podían avanzar.
Esa noche inolvidable cerró su intervención con estas hermosas palabras que bien pueden ser su testamento: “Hay dos lugares extremos de la condición humana: aquellos que aspiran al bronce y que en general son personas cuyas estatuas las pagan los demás y los que aspiran a la eternidad, que son quienes viven con la idea de que vivir es terminar la existencia con el alma libre de deudas con el prójimo”.

 

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