El
pudor de los
hombres grandes
Por Miguel Bonasso
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A José Luis DAndrea Mohr
Los empleados de pompas fúnebres
se miraban asombrados sin entender lo que estaba ocurriendo en el cementerio:
de pronto una gigantesca carcajada colectiva sobrevoló el féretro
negro cubierto de rosas rojas, se expandió por el aire mortecino
de la capilla donde se despiden difuntos a razón de un cristiano
cada tres minutos y salió rebotando al tétrico Peristilo
de la Chacarita, donde más personajes de negro esperaban burocráticamente
nuevos responsos. Y la risa unánime de trescientos amigos salió
así, como una trompetilla contra el absurdo de la muerte, como
una extraordinaria provocación de la vida contra la certidumbre
de extinción que proclama la necrópolis mayor de Buenos
Aires.
En medio de las risotadas incontenibles de todos los que estábamos
allí, observé la caja negra, el blanco del hábito
franciscano de Fray Antonio Puigjané e imaginé que la escena
había sido prevista y aún diseñada por el hombre
extraordinario que estábamos despidiendo. Que Don José Luis
DAndrea Mohr, capitán del Ejército que no fue, también
se reía con toses roncas de fumador de la Carta que él mismo
había escrito en enero y ahora estaba leyendo una amiga suya. La
tarjeta postal de apertura de milenio que José Luis le había
enviado (por Outlook Express) a un Dios de cuya existencia no estaba muy
seguro, para rogarle que no se distrajera en su eternidad sin cumpleaños;
que no se abandonara a prolongadas siestas seculares, porque sus dilectas
criaturas aprovechaban esas distracciones para perseguir, atormentar y
exterminar a sus semejantes. La Carta a Dios fue escrita en vísperas
de una temible operación, con la conciencia absoluta del cáncer
que lo invadía y el cálculo de lo que podía llegar
a ocurrirle. Pero no hay en ella ni una brizna de autocompasión,
ni la más leve sombra de resentimiento, sino humor a raudales,
que es el pudor de los hombres grandes.
También recordé el verso de William Blake: La alegría
y el dolor firmemente entretejidos, manto para el alma divina, porque
los poco rutinarios concurrentes que osábamos reír en un
responso teníamos (simultáneamente) los ojos llenos de lágrimas
y esa certidumbre que se aloja en la garganta, cuando te das cuenta de
que no vas a ver más al amigo, de que nunca más te va a
llamar para darte generosamente un dato sobre el terrorismo de Estado
ni te va a enviar por e-mail la copia de ninguna otra Carta dirigida a
Dios o al Diablo.
Al salir de la angustiosa capilla, me pregunté cómo hubiera
sido el Ejército con un humanista como José Luis de comandante
en jefe. Cómo hubiera sido la Argentina con ese Ejército.
Y alguien me trajo bruscamente a la realidad, al revelarme que José
Luis, operado y fallecido en el Hospital Militar, había agonizado
(sin saberlo, afortunadamente) a escasos metros de donde está internado
el genocida que más denunció: el ex general Carlos Guillermo
Suárez Mason. A quien un Dios probablemente distraído en
su siesta secular, todavía no ha querido llevarse.
Otra forma de creer en Dios consiste en imaginar que José Luis
no está encerrado en la falsificación de la caja negra sino
que vive en otro recodo del tiempo. Que sigue ocurriendo y seguirá
ocurriendo esa noche del último diciembre en que lo vi generosamente
vivo, cuando tuvo la gentileza de venir al Palais de Glace a presentar
mi libro Diario de un clandestino y nos hizo reír a carcajadas
con un gag verbal tras otro. Yo lo presenté como un militar perseguido
por el Ejército y él me corrigió al tiro: En
realidad yo perseguí al Ejército.
Entonces contó, de manera magistral, la historia de su separación:
Y ahora, como me ha pasado casi siempre, como yo pedí que
me destituyeran y firmara el Presidente el decreto, entonces no firmaron
nada y me han puesto el grado otra vez. Pero hay otra cosa que debo advertirles
a todos y es que, hace trece años, cuando me iban a destituir,
el juez militar que me juzgaba era un personaje de esos que en estas películas
hemos visto algunos... Se dedicaba (escuchen bien porque esto no es una
broma mía), se dedicaba a traducir folclore argentino al inglés,
para mediante una estación de radio en Comodoro Rivadavia,
con bastante potencia invadir culturalmente Malvinas.
Cuando me contó lo de las partituras yo le dije: Vea, me
parece muy interesante y estratégico. Y le sugiero que emitan el
Pericón. Ah, sí ¿y por qué?,
preguntó él, interesado. Bueno, le digo, el Pericón
es un baile que se ejecuta con los brazos para arriba. Esto permitiría
si lo coordinamos bien poner el Pericón, bajar en las
Islas y agarrar a los británicos con los brazos en alto.
Esto provocó fíjense que incongruencia que este
coronel, en un papelito que conservo, me ordenara concurrir a la Junta
Superior de Reconocimiento Médico del Ejército y me hiciera
un examen psiquiátrico. En la Junta ésa (a la que llegué
una hora tarde a propósito), cuando les pedí que me dijeran
los nombres y la especialidad de cada uno de los cinco médicos,
empezamos con un clínico, un traumatólogo, una psiquiatra...
pero el cuarto era ¡un ginecólogo!. Entonces yo, que ya estaba
jugado del todo, pregunté de qué me iban a revisar. (...)
La psiquiatra, la misma de mis tiempos de paracaidista que parecía
de goma porque no había envejecido, me hizo el mismo test de cuando
era subteniente. Yo dibujé un pino y ella me tomó el tiempo
con un cronómetro y me ordenó: Bueno, ahora escriba
algo debajo de lo que dibujó. Entonces yo puse, entre comillas:
El árbol es mi baño. Firmado: Mi perro.
Y a partir de ese momento, me mandaron a otro psiquiatra. ¿Cómo
terminó esto? . Bueno: Dictamen de la Junta Superior de reconocimiento
Médico: la Junta Superior., burrún, burrún...
dispone (porque las juntas militares disponen). Entonces, después
de ocho carillas, dispuso que yo era un psicópata paranoico,
inepto para todo servicio, disminuido en un 70 por ciento para actividades
civiles (como ésta, por ejemplo) y en un 100 por ciento para actividades
militares... ¡con tendencia a desmejorar con los años!.
Se conoce que Bonasso no sabía de todo esto y me dijo: ¿vos
presentarías el libro?. (Carcajadas y aplausos, prolongados.)
Pero también, como se suele decir, habló en serio.
Evocó aquel 17 de noviembre de 1972, cuando las malas órdenes
de los generales enfrentaron al joven oficial que era DAndrea Mohr
con la muchedumbre peronista que marchaba a Ezeiza a recibir a su líder
exiliado. Y el joven oficial, que no venía del peronismo, se dijo
que la Patria no era un pedazo de tierra, una bandera, ni un general
a los gritos, que la gente era la Patria y en vez de reprimir les
aconsejó a los conductores de la columna cómo podían
avanzar.
Esa noche inolvidable cerró su intervención con estas hermosas
palabras que bien pueden ser su testamento: Hay dos lugares extremos
de la condición humana: aquellos que aspiran al bronce y que en
general son personas cuyas estatuas las pagan los demás y los que
aspiran a la eternidad, que son quienes viven con la idea de que vivir
es terminar la existencia con el alma libre de deudas con el prójimo.
REP
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