Dardo Castro *.
La unidad y el
sectarismo
La construcción de la memoria también requiere detenerse
en la significación que a la distancia adquieren los acontecimientos.
Una noche de marzo de 1974, en la ciudad de Córdoba, una
veintena de militantes armados del Partido Revolucionario de los
Trabajadores (PRT), de Montoneros y de Poder Obrero montaba guardia
en los techos del SMATA, el sindicato de los trabajadores de la
industria automotriz. Su secretario general, René Salamanca,
públicamente conocido como dirigente del Partido Comunista
Revolucionario, había ganado el gremio con una lista de unidad
en la que estaban representadas casi todas las tendencias políticas
con inserción en el gremio. El local era un hervidero. Afuera,
nos sitiaba medio centenar de hombres con escopetas Itaka que habían
arribado a la ciudad comandados por miembros de las Tres A y de
la conducción nacional del SMATA. Los obreros habían
votado ese día la renovación de la comisión
directiva cordobesa; el triunfo de Salamanca era un hecho. De esa
noche tengo el recuerdo nítido de Salamanca en la penumbra
del techo, angustiado por un enfrentamiento que suponíamos
inminente, no quizás en ese momento sino al otro día,
cuando se transportasen las urnas desde las plantas. Pero en la
mañana siguiente unos 40 ómnibus cargados de trabajadores
salieron de las fábricas trayendo las urnas. Los fascistas
del ministro López Rega sólo pudieron mirar esa caravana
triunfal desde lejos.
Salamanca había ganado el gremio por primera vez en 1970.
No pudo con él, ni entonces ni después, la denuncia
de que había opuesto inútilmente la consigna Ni
golpe ni elección, revolución al alud popular
del 73. Es que, en una situación profundamente transicional,
los trabajadores votaban mayoritariamente al peronismo pero elegían
conducciones gremiales que, ante todo, fueran consecuentes en la
lucha por sus reivindicaciones de vida y de trabajo. Desde la epopeya
clasista de los sindicatos cordobeses de Fiat, Sitrac y Sitram,
en 1970, el movimiento obrero combativo había recorrido un
largo camino. Los mecánicos cordobeses en 1974, los metalúrgicos
de Villa Constitución y, poco después, en 1975, las
Coordinadoras de Gremios en Lucha de Córdoba, Buenos Aires
y Santa Fe, redefinieron el clasismo incorporando el carácter
pluralista de la lucha reivindicativa y democrática. Después
de todo, el Cordobazo fue fruto también de la alianza entre
un socialista, Agustín Tosco, y un astuto vandorista, Elpidio
Torres, que por entonces jugaba al recambio del dictador Onganía
propuesto por otro general, Alejandro Agustín Lanusse.
Esa unidad en la acción se vio, incluso, a pocos meses de
la asunción de Héctor Cámpora en 1973, cuando
trabajadores de todo el país rompieron el techo salarial
impuesto por el plan Gelbard. La lucha de clases estallaba en el
propio seno del poder político y, de algún modo, los
trabajadores intuían que, pese a la brecha democrática
abierta de hecho por el triunfo peronista, el movimiento popular
carecía de fuerza suficiente para ganar la hegemonía
política, a la vez que los grandes grupos de poder se recomponían
rápidamente.
A partir del Cordobazo, la utopía socialista había
ido ganando las conciencias y, por abajo, la izquierda marxista
y el peronismo revolucionario confluíamos en los organismos
de lucha del movimiento obrero, cuyo punto más alto fueron
las Coordinadoras en 1975, que con mayoritaria presencia de Poder
Obrero, Montoneros, PRT y el Peronismo de Base, fueron verdaderos
órganos de transición entre la acción reivindicativa
y la acción política independiente de los trabajadores.
Ese proceso impactó fuertemente en el interior de Montoneros
y, acaso tardíamente, su conducción aprobó
en 1976 la propuesta de la unidad de todos los revolucionarios por
el socialismo. De allí nació la Organización
por la Liberación Argentina (OLA), de efímera vida,
que se proponía conformar un estado mayor conjunto de las
fuerzas de Montoneros, Poder Obrero y PRT. Sólo hubo dos
encuentros; en el último, a mediados del 76 en Rosario,
cuando Roberto Santucho y Domingo Mena ya habían caído,
fueevidente el abatimiento de los compañeros del PRT. Nos
sorprendió entonces el desdén de Montoneros y su actitud
claramente hegemonista. De quienes allí estuvieron, ignoro
si hay otros sobrevivientes; de los nuestros, el secretario general
de Poder Obrero, Carlos Fessia, murió en un enfrentamiento
en 1976.
Ni el amor ni el espanto, la derrota de todos acabó con ese
esbozo de unidad. Hacia fines de 1975, después del Rodrigazo,
grandes capas de trabajadores peronistas se retraían, desconcertadas
por la clausura del horizonte político, en tanto que los
sectores populares que habían sido el núcleo dinámico
comenzaban a aislarse, así como las organizaciones revolucionarias,
que nos empeñábamos en redoblar la apuesta aún
sabiendo que el camino de la revolución era ya un corredor
sin salida. El militarismo, que la movilización incesante
había perdonado, cobró mayor fuerza en todas las organizaciones
armadas. Ocurre que todo partido político es portador de
una propuesta de orden, más aún cuando se trata de
un grupo revolucionario de los 70, dos décadas antes
de Chiapas y la encantadora sabiduría del subcomandante Marcos.
Lo saben largamente los dirigentes gremiales que sufrieron la contradicción
entre la espontaneidad del movimiento, su desorden natural, y la
propuesta partidaria, siempre al filo del autoritarismo. Y una operación
armada es la máxima tentación de orden. Su perfección
exige menos creatividad que resolver una crisis política,
donde se está obligado a tener en cuenta no ya las fuerzas
propias sino las tendencias profundas del movimiento social. No
fue en 1973 cuando esa impotencia nos arrastró al holocausto,
sino hacia finales de 1975, cuando nuestro tremendismo revolucionarista
quedó al desnudo a un costo terrible. En nuestro descargo,
cabe alegar que poquísimos dirigentes superaban los 30 años
de edad.
Esta historia es, de cabo a rabo, irrepetible. Lo que aquí
se ha dicho sólo pretende contribuir a la comprensión
de una etapa que todavía se dispersa en los recuerdos individuales
de quienes la vivieron y sumar uno más a la diversidad de
relatos con que se está construyendo la memoria colectiva.
* Codirector de la revista Política, cultura y
sociedad en los 70.
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Por Rafael A. Bielsa.
La linterna de
tres movimientos
Cuando era un niño sentía devoción por una
planta de rosa mosqueta que mi madre cuidaba en el patio trasero
de la casa. Por entonces existía una serie de incidentes
cotidianos, a los que el progreso urbano dejó atrás.
Había sabañones, escarcha en los charcos sobre las
veredas, escofinas, flit y palmeta para afrontar las moscas. También
existía un molusco gasterópodo terrestre, la babosa,
que se comía las rosas. Otros niños hostigaban a las
babosas, por distintos motivos. Elegían el método
diurno de seguir el hilo de plata que dejaban sobre las lajas, y
pocas veces lograban dar con ellas. Por mi parte, me levantaba de
madrugada con una linterna de tres elementos (otro utensilio
que el tiempo se llevó), las buscaba in itinere, y las rociaba
con sal fina, que con su propiedad hidrófuga las secaba,
y salvaba a mis rosas entrañables de la desaparición.
Cosa rara, pero cuando llegaron los 70, ese desdén por perderme
detrás de los laberintos del hilo de plata y la obsesión
por identificar el lugar de la babosa formaron parte esencial de
mi modo de entender la práctica política. Aun hoy
es así. Siento poca consideración, o desinterés,
por los que se rinden ante la fascinación de seguir una ruta
que no se sabe dónde termina, sólo por el placer de
deslumbrase ante el brillo de azogue, y siento respeto por quienes
llaman a las cosas por su nombre hasta encontrarlas, por los que
no temen la palabra violencia, delito, exclusión, y hasta
son capaces de hablar en su nombre con compromiso afectivo.
Los 70 no son sólo un recuerdo. Para quienes conservamos
dentro de nosotros lo que nos hizo internarnos en ellos como lo
hicimos, también son un modo de ver el presente, y un atlas
para desentrañar el futuro que nos espera.
Este país se desbrizna como un pan duro. Las colas frente
a los consulados europeos lo muestran gráficamente. Hablaré
de los que se van, de los que se quedan, y de lo que quisiera que
hiciéramos juntos, esto es, del futuro.
Quienes dejan el país lo hacen llevados de la mano de la
desesperanza. Han perdido el sentido de comunidad de destino en
lo universal. Sienten que sus vidas y la de sus familias corren
peligro si se quedan, la única razón valedera para
dejar un país. A cambio de algo impreciso a lo que sólo
hace atractivo el color de la esperanza, renuncian a su identidad
y se disponen a construir una nueva. Yo no me iría.
En nuestra identidad está el concepto de una sola América,
de Alaska a la Patagonia. En lo más profundo
del ser argentino reposa con un hálito de vida, pero aún
vivo, el crisol de las razas. Nuestros abuelos soñaron la
América, y hay un trágico error en ir a buscar el
sueño a Europa, porque desde la época del capitalismo
comercial está en las venas de Europa despachar, no
hospedar. El sueño es aquí.
La idea de globalización no lleva consigo la de ciudadano
del mundo, sino la de que hacen falta dos que sean distintos
para bailar un tango. Implica el multilateralismo, el indigenismo,
la peculiaridad de lo local. Sólo pensada así puede
ser una herramienta apta para articular el continentalismo y el
universalismo. Roma existe, y somos la Galia; si un destino tenemos,
es que cambien Roma y la Galia.
Cuando Renán escribía lo que es una nación,
recordaba que los conquistados hablaban la lengua de los conquistadores;
en 1492 Nebrija decía que siempre la lengua fue compañera
del imperio. Los nietos de Clodoveo, de Alarico, de Gondebaudo hablaban
romano. Las concubinas de esos jefes eran latinas, así
como las nodrizas de sus hijos. Sin embargo, el hecho de que en
Estados Unidos haya 31,7 millones de población hispana (el
11.7 por ciento del total), y la próxima aparición
del primer diccionario de spanglish es una luz de esperanza acerca
de que Roma puedecambiar. ¿Cómo hacer para que cambie
la Galia? Esto supone hablar de los que se quedan.
Comprobar que los objetos cada vez son más pequeños,
más baratos, con mayor valor agregado y más inteligentes
es otra forma de decir que la revolución tecnológica
está en su esplendor, y no se avizora la curva de decadencia.
No se trata de rechazar el modo de producción de la riqueza.
Decir esto, no es lo mismo que decir que hay que leer la realidad
exclusivamente en términos de tasas de interés, de
humor de los mercados o de reverencia frente a los organismos
multilaterales de crédito. De lo que se trata es de modificar
las maneras de circulación de esa riqueza, porque hay otra
realidad.
En el segundo cordón del Gran Buenos Aires viven cuatro millones
de argentinos sin acceso a la salud, ni al agua ni a cloacas. Esto
es, viven en la baja Edad Media, con un aparato ortopédico
contraproducente: el televisor. Millones de excluidos sin tradición
de sometimiento padecen privaciones que la oferta televisiva agiganta.
A diferencia de un habitante de India, que prefiere morir de hambre
a comer la vaca sagrada, muchos de estos compatriotas alquilan un
revólver 22 y salen a proveerse de un par de zapatillas Nike.
Esos argentinos, bolivianos, paraguayos, peruanos, no son nuestros
enemigos, son nuestros. Son parte de América latina, parte
nuestra.
No se puede abordar el delito como la guerrilla de los cautelosos.
Tanto la retórica del delito como instrumento de cuestionamiento
al orden impuesto cuanto la prédica de meter bala constituyen
tergiversaciones terminantes, porque en la realidad son dos modos
diferentes de enceguecerse con el mismo hilo de plata que deja la
babosa. El policía que mata al adolescente ladrón
vive a cuatro cuadras de distancia de su víctima. El desafío
es integrar esa desdicha a una nación continentalmente americana.
También Renán sostuvo que lo que caracteriza a un
Estado viable es la fusión de las poblaciones que lo componen.
Va más allá, incluso: El olvido, y yo diría
el error histórico son factores esenciales en la creación
de una nación. Se refiere a sanar las heridas, a no
profundizarlas. Por ello es que cuando Ciafardini, en Masas
y teoría revolucionaria II, o El Pequeño
Ciafardini Ilustrado sostiene que para entender lo que es
odio de clase hay que leer a Marx, se equivoca: habrá que
leerlo, así como la historia de la revolución mexicana,
que no le vendría mal, pero para entender el odio de clase
alcanza con ser solidario con los que sufren.
Y esa gesta de integración es la responsabilidad principal
de la clase política. La política no puede ser un
posgrado moroso de gerencia (con intereses propios) de la tutela
de los intereses de unos pocos. La retribución de éxito
de la política rumbosa, al ser estatal, hace que la gente
vea al Estado como al enemigo, como a la babosa. Hacer la reforma
institucional, reducir el gasto de las legislaturas, relegitimar
a quienes habrán de ser elegidos por el pueblo, es anunciar
a la Nación que los dirigentes están dispuestos a
correr la misma suerte que la gente.
Finalmente, está el futuro. ¿Qué es una revolución?
Un movimiento político que asume el poder y cambia las estructuras
de las relaciones institucionales, económicas y sociales
vigentes hasta el momento. De El Pequeño Ciafardini
Ilustrado se sigue que la única nueva propuesta de
cambio estructural que se conoce es el marxismo. La revolución
americana que expulsó a los godos, ¿no fue entonces
una revolución? ¿Silenciamos como a un pariente impresentable
a San Martín porque no era marxista? ¿Todos los movimientos
anticoloniales que no eran marxistas no eran revoluciones? ¿Sometemos
a Gandhi a un tribunal popular, con el catecismo marxista al alcance
de la mano, porque se reunió con Mussolini y no con ladirigencia
inglesa, a la que terminaría expulsando para liberar a su
pueblo de la esclavitud colonial?
Me cuesta encontrar manifestaciones del marxismo que no se hayan
expresado como deformaciones, pero tildar a quien discrepa y denuncia
los gulags y el asesinato de la generación de octubre como
macartista, esto es, como vigilante, es jerga del más puro
terror estalinista. Eso sí, me alegra que Ciafardini carezca
del poder de encarcelarme, porque ya sé lo que me esperaría
en razón de mi desvarío ideológico.
Lo más maravilloso de las luchas populares por el cambio
en sus condiciones de sometimiento es el misterio por el cual, en
un momento dado, se reconocen a sí mismas, y salen con la
linterna de tres elementos a echar sal a la babosa.
En esos momentos prodigiosos de una parte considerable de la sociedad,
otra parte fuga hacia los paraísos artificiales o fiscales,
siguiendo un hilo que parece plata pero que al cabo no es más
que baba.
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