Por Claudio Uriarte.
El desbande de
los demócratas
La fragilidad del triunfo de George W. Bush en las elecciones norteamericanas
inducía a pensar que el presidente limaría las aristas
más controvertidas de su programa de campaña en pos
de un objetivo de gobernabilidad. Las razones eran claras: el gobernador
de Texas resultó elegido por 271 votos del Colegio Electoral
sólo uno más de los necesarios para garantizarle
la Casa Blanca, con una minoría de 300.000 sufragios
en el voto popular (0,3 por ciento del total) respecto a su oponente,
representando básicamente al campo contra la ciudad, con
los resultados de Florida (el estado que desempató) bajo
fuerte controversia, con un Congreso que quedó dividido en
50-50 en el Senado y la mayoría de sólo un puñado
de votos en la Cámara de Representantes, y todo gracias a
un controvertido fallo de la Corte Suprema de Justicia norteamericana,
que después de 35 días de litigio en surtidos tribunales
menores le otorgó la presidencia por la escueta mayoría
de cinco votos contra cuatro. Con un triunfo así, parecía
la hora de sanar heridas, de la cooperación bipartidaria:
el presidente no sólo incorporaría a demócratas
en su gabinete, sino que iniciaría su mandato buscando un
mínimo común denominador.
Sin embargo, a un mes de la toma de posesión del mando del
nuevo presidente, ese horizonte de moderación no se verifica.
Algunos de los programas más radicales de la plataforma de
Bush están avanzando: una reducción de impuestos que
beneficiará a los segmentos más ricos de la sociedad
parece cerca de lo inevitable, y los sectores más duros de
la administración en política exterior (encabezados
por el secretario de Defensa Donald Rumsfeld) parecen por ahora
haber ganado la partida en imponer a Rusia, China y sus propios
aliados el agresivo y desestabilizante programa de defensa antimisiles
NMD, que amenaza con resucitar la Guerra Fría. John Ashcroft,
un fundamentalista cristiano y racista, fue confirmado por el Senado
como secretario de Justicia, y no sólo con votos republicanos.
Gale Norton, amiga de las corporaciones y enemiga del medio ambiente,
logró la misma proeza como secretaria del Interior. Sin duda,
hay sectores más moderados y razonables en el equipo de Bush
Jr. (como el secretario de Estado Colin Powell), pero hasta ahora
no han prevalecido: menos de 30 días después de su
estreno, la administración debutó en política
externa con un bombardeo de Irak que le ganó el repudio de
casi todo el mundo, sólo para repetir la hazaña una
semana después.
Una explicación en danza de la paradoja roza la demonología:
como los republicanos son malos, reaccionarios y derechistas, todo
lo que hagan será malo, reaccionario y derechista, sin que
importen las condiciones. El mal, de este modo, tendría poderes
mágicos y definitivos, corolario por el cual esta explicación
merece ser descartada sin más: porque es irracionalista,
y coincide desde la vereda opuesta con el fundamentalismo al que
denuncia. Otra explicación (como la que sugiere Julian Borger
en el artículo opuesto) es que los demócratas han
empezado a ser seducidos y engañados como señoritas
por la ofensiva de seducción de George W. Bush, al punto
de aprobar o condonar al menos parcialmente algunas de sus iniciativas
más repudiables (como los nombramientos de Ashcroft y Norton).
Aquí ya tenemos los pies bastante más en la tierra,
pero queda sin explicar cómo los demócratas, que ganaron
de modo tan amplio en términos de legitimidad, y que después
de todo son tan ambiciosos y feroces como cualquier político
norteamericano, pueden ser desarmados por la mera cortesía
de una visita, de unos guiños simpáticos o de una
invitación al cine.
La respuesta a todos estos enigmas está en la verdadera novedad
de este primer mes republicano: que los demócratas, pese
a que Al Gore se alzó con más votos populares que
los que el popularísimo Bill Clinton tuvo en doselecciones
en sus ocho años, han demostrado hallarse, después
de su derrota electoral en las cortes, en una profunda crisis de
liderazgo, de identidad y de programa. La razón es que los
dos grandes partidos norteamericanos son menos formaciones ideológicamente
disciplinadas al estilo europeo (o incluso argentino) que amplios
archipiélagos de tendencias vagamente confluyentes. Clinton,
con sus astutos zigzags entre izquierdas y derechas, había
conseguido mantener unida bajo la gran carpa del poder y la eficacia
a lo que es básicamente una gran coalición entre tradicionalistas
proestatistas y Nuevos Demócratas neoderechistas;
la derrota de Gore, y la incansable saga de escándalos de
Clinton, los ha dejado sin eje.
Y aquí llega Bush, cuyos moderados se parecen bastante a
los Nuevos Demócratas como el secretario
de Transportes demócrata Norman Mineta, heredado de la administración
Clinton, y cuya coopción de minorías puede ser
hipócrita pero también es un gesto político
simbólico fuerte en unos Estados Unidos tan fracturados racialmente.
La alianza que está tejiendo no es para nada indestructible
pero sí temible: porque es una alianza, y no sólo
una máscara; y porque su gobierno no es una mera casamata
de la ultraderecha cristiana fácil de fracturar, por
su misma rigidez, sino una coalición elástica
entre distintas gradaciones de la derecha.
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Por Julian Borger *.
Una ofensiva de
seducción
George W. Bush ha cumplido su primer mes como presidente de Estados
Unidos, y puede enorgullecerse de haber logrado lo aparentemente
imposible: ocultar la ilegitimidad de su mandato bajo un manto de
bipartidismo mientras impulsa al mismo tiempo una de las agendas
políticas más radicalmente conservadoras desde la
era Reagan. Bipartidismo ha sido una de las consignas
más enfatizadas de esta administración, junto con
cortesía y humildad. Cuando finalmente
se le entregaron las llaves de la Casa Blanca, por una decisión
sin precedentes de la Corte Suprema en la elección más
reñida de los últimos tiempos, prometió gobernar
con humildad. Con la memoria reciente de una durísima
y vitriólica disputa en torno de los recuentos manuales,
prometió emprender la tarea de unificar a la nación.
Para los analistas, el mensaje que encerraba la retórica
era claro: Bush modificaría sus propuestas conservadoras
ante la evidencia de que hubo más personas que votaron en
contra de ellas que a favor. Pero a un mes de su administración
es ineludible preguntar, ¿ha sido tan bipartidista como se
dijo? ¿O traiciona un entusiasmo inerradicable hacia los
elementos clave de su derechista agenda republicana?
Nadie discute sus esfuerzos por eliminar las barreras sociales que
usualmente separan a los partidos en Washington. Inició tentativos
acercamientos hacia sus más duros críticos de la izquierda,
como cuando invitó al senador Ted Kennedy y su familia a
una première en la Casa Blanca de la película 13 Días,
sobre la crisis de los misiles cubanos. También asistió
a una cumbre informal de líderes legislativos demócratas,
donde ablandó a estos muy fogueados políticos dándole
un apodo a cada uno. Logró neutralizar a sus más feroces
detractores, los líderes políticos afroamericanos,
al reunirse con su cónclave legislativo, y sacándose
fotos en iglesias y escuelas de sus comunidades. Llegó incluso
a encontrar tiempo, a poco de su presidencia, para conversar con
el reverendo Jesse Jackson, quien lo había acusado públicamente
de robar la elección. Esta ofensiva de seducción fue
notablemente exitosa en entorpecer a su oposición demócrata
en el crítico primer mes de su gobierno, aunque también
debe agradecer a su predecesor Bill Clinton, cuyos escandalosos
últimos días en la presidencia han desmoralizado a
su partido.
Muchos liberales, sin embargo, advierten que, ocultándose
tras las sonrisas, los apretones de manos y los apodos, Bush está
armando una de las agendas más conservadoras de los últimos
20 años. Estos críticos señalan la designación
del ex senador por Missouri John Ashcroft al frente del Departamento
de Justicia. Efectivamente, Ashcroft es quizá el político
más ideológico e intransigente en ocupar el cargo
en la última generación. Ha apoyado iniciativas para
prohibir abortos aun en casos de violación o incesto, y se
opone por completo a los programas de acción afirmativa para
las minorías. Incluso se conocen declaraciones suyas alabando
la revista neo-confederada Southern Partisan, que rutinariamente
publica apologías sobre los estados esclavistas de la Guerra
Civil.
Bush nombró gente similar en otros puestos clave. Donald
Rumsfeld, secretario de Defensa durante la presidencia de Gerald
Ford y un oponente de casi todos los acuerdos de limitación
de armas en los últimos 30 años, recuperó su
viejo empleo. Y Gale Norton, bestia negra de los ambientalistas
y una aliada de los rancheros en sus intentos de extender su terreno
a los parques nacionales, obtuvo el Ministerio del Interior.
Por otra parte, es indudable que Bush se esforzó por reunir
al gabinete más diverso jamás de cualquier administración
republicana, que incluye a dos negros, cuatro mujeres, dos asiáticos
(uno de ellos demócrata), un cubano-americano y un árabe-americano.
Colin Powell, como secretario de Estado, se convirtió en
el hombre negro más poderoso en la historia norteamericana,
y trabaja junto con la mujer negra más poderosa en la historia,
la Asesora de Seguridad Nacional, Condoleezza Rice. Pero estasdesignaciones
siguen el patrón básico de su administración:
las apariencias ocultan la realidad que se esconde detrás.
Su gabinete puede reflejar la diversidad étnica del país,
pero casi todos son conservadores en los temas que realmente importan
a los derechistas norteamericanos.
Políticamente, Bush está eligiendo sus campos de batalla
acorde con una estrategia cautelosa pero agresivamente partidista.
La piedra angular de esa estrategia fue develada a principios de
este mes, con un recorte impositivo de 1.3 billones de dólares
que favorecerá desproporcionadamente a los sectores más
ricos. Bush también propone abolir el impuesto a las herencias,
que sólo afecta al 2 por ciento superior de los contribuyentes,
que heredan bienes por más de 675.000 dólares. Si
son aprobadas por el Congreso, estas medidas revertirán las
medidas redistributivas de dejó la administración
Clinton y ensanchará aún más el ya enorme abismo
entre los que tienen y los que no. Su política fiscal revela
una determinación de no ceder un paso ante los demócratas,
al igual que su maximalista proyecto de defensa antimisiles (NMD),
que impulsa a pesar de graves dudas sobre su eficacia y costo en
el Congreso y entre los aliados norteamericanos. Y mucho tiempo
después de que se disipe el encanto y los chistes queden
olvidados, su redistribución a los más ricos es lo
que probablemente será el legado más duradero del
gobierno de George W. Bush.
* De The Guardian de Gran Bretaña, especial para Página/12,
desde Washington.
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