Por Luciano Monteagudo
Lo primero que llama la atención
de Traffic es su ambición. Las dos horas y media que insume la
nueva película de Steven Soderbergh se corresponden con su pretensión
totalizadora, con el afán de dar cuenta de todos y cada uno de
los pasos en la cadena de producción, distribución y comercialización
de la droga. Esta ambición, a su vez, lleva al film a trazar una
suerte de mapa didáctico, que va desde los barrios bajos de Tijuana
hasta los encumbrados despachos de Washington, pasando por una mansión
de California, una casa de familia en Ohio y los cruces de frontera entre
México y Estados Unidos. ¿Dónde se origina la droga,
cómo se negocia, quienes la combaten y quiénes la consumen?
Para todo Traffic parecería tener una respuesta definitiva, terminante,
como si se tratara de un manual de texto de la DEA. Es principalmente
este discurso ejemplificador, cerrado sobre sí mismo, lo que le
da a Traffic su contenido ideológico y su punto de vista moral,
tanto que no parece difícil coincidir con Jean-François
Rauger, de Le Monde, cuando definió la película como la
primera de la era George Bush Jr.
Para ilustrar cada uno de los pasos de esa cadena, el guión de
Stephen Gaghan (basado en una miniserie de TV británica) apela
a varias historias simultáneas, no siempre vinculadas de manera
directa entre sí, pero que van conformando un denso entramado narrativo,
con un eje o columna vertebral en el juez Wakefield (Michael Douglas).
Asignado por la Casa Blanca para llevar adelante la política nacional
sobre control de drogas, Wakefield tiene en realidad menos entidad como
personaje que como recurso narrativo. Parece difícil que alguien
llegue a su cargo con tan pocos conocimientos específicos, pero
su función en el film consiste precisamente en ir interiorizándose
sobre los problemas del área, para transmitir a su vez esta información
al espectador, en algunos casos -como sucede en la escena de un cocktail
party en Washington a través de auténticos congresistas
estadounidenses, que se prestaron gustosamente a conversar del tema con
una estrella de Hollywood.
Alrededor de esa información que empieza a manejar el espectador
junto con Wakefield se agitan, entonces, diversas historias. La mejor,
la más consistente, se ocupa de un ambiguo policía mexicano
(Benicio del Toro) y su sinuosa vinculación con un general (Tomas
Milian), que dice combatir a un cartel de la droga para, en realidad,
beneficiar a otro. Pero también se pueden seguir las aventuras
de dos agentes estadounidenses en la primera línea de fuego (Don
Cheadle, Luis Guzmán), la saga de un respetable matrimonio californiano
dedicado al tráfico y al lavado de dinero (Catherine Zeta-Jones,
Steven Bauer), y hasta el martirio de la hija del propio Wakefield (Erika
Christensen), quien mientras su prominente padre escala a las más
altas esferas gubernamentales, se dedica a recorrer las cloacas de la
ciudad en busca de crack.
Más allá de ciertos efectos por el efecto mismo, como el
uso indiscriminado de la cámara en mano (operada por él
mismo), no queda sino reconocerle a Soderbergh su pulso como narrador,
la seguridad sin fisurascon que va saltando de una historia a la otra,
manteniendo siempre el ritmo general del film. En este sentido, el mérito
de Soderbergh parece doble, si se tiene en cuenta que, mirados más
de cerca, cada uno de esos episodios es de un esquematismo (thriller fronterizo,
buddy movie, melodrama familiar) que no tiene nada que envidiarle a cualquier
vulgar telefilm. Si el final de Traffic puede resultar particularmente
irritante, por la forma casi evangelizadora, a la manera de un sermón,
con que concluye la película, no lo es menos su desarrollo. El
constante contraste fotográfico entre un México infernal
y unos Estados Unidos de un azul cielo (apenas oscurecido por los traficantes
negros que prostituyen a la hija del juez) habla bien a las claras de
dónde proviene la amenaza, cuáles son los miedos atávicos
de la América blanca que explota, muy conscientemente, Traffic.
PUNTOS
Una
receta que cae muy pesada
Por L. M.
La idea que la productora estadounidense Miramax tiene de aquello que
entiende por un film dart parece cada vez más terrorífica.
La prueba más contundente es este Chocolate, un costoso producto
envuelto en papel de seda, pero más que empalagoso, decididamente
indigesto. No deja de ser una pena que el director sueco Lasse Hallström
que con Las reglas de la vida, sobre la novela de John Irving, había
hecho pensar en un repunte en su obra se haya dejado tentar por
un proyecto tan híbrido que no tiene otra identidad que no sea
esa subestimación del público que profesa su productora.
La historia se supone transcurre hacia 1950 en Lansquenet, un apacible
pueblito de Francia, en el que todos incluida la protagonista, Juliette
Binoche hablan en inglés, quizás porque el rodaje
se llevó a cabo en estudios de Londres. Allí llegan, empujadas
por un viento misterioso y envueltas en sendas capas rojas, la enigmática
Vianne (Binoche) y su hija (Victoire Thivisol, la pequeña Ponette
del notable film de Jacques Doillon). Conocedora de los secretos más
recónditos del chocolate, que heredó de los rituales de
los indios mayas, Vianne aprovecha sus dones culinarios para llevar a
cabo la que parece su misión: liberar los espíritus y los
sentidos de aquellas almas infelices que sufren en el mundo.
Claro, Lansquenet es un lugar ideal para esa tarea, tal como está,
regido por un ridículo noble local (Alfred Molina), obsesionado
con la tradición, la familia, la religión y la propiedad.
En ese contexto, el sólo hecho de que Vianne inaugure su chocolatería
en coincidencia con la cuaresma provoca una pequeña revolución
entre la comunidad francesa angloparlante y muy particularmente entre
sus hasta entonces sometidas mujeres (entre ellas Dame Judi Dench y la
sueca Lena Olin, esposa de Hallström). La revuelta del placer alcanzará
mayores proporciones cuando aparezca por el triste pueblo una troupe de
gitanos liderada por... Johnny Depp, un galán con aires de Django
Reinhardt, según da a entender la guitarra que carga distraídamente
al hombro.
Es que en la olla de Chocolate cabe de todo, empezando por un realismo
mágico de tercera mano, inspirado en los coqueteos afrodisíacos
de Como agua para chocolate (la novela de Laura Esquivel que ya tuvo su
edulcorada versión en Hollywood) o en las heroínas con poderes
mágicos, como las que imagina para consumo internacional Isabel
Allende. Bastante de eso y más hay en este Chocolate, que parece
cocinado para cautivar a las almas sensibles de la Academia de Hollywood,
que ya premiaron a esta pretendida fábula sobre la tolerancia con
cinco excesivas candidaturas al Oscar.
PUNTOS
VIAJE
POR EL CUERPO, OTRO HAPPENING DE JORGE POLACO
La madre y el hijo, a los gritos
Por Martín
Pérez
Sin duda alguna, Jorge Polaco
es un cruzado. Pero un cruzado de sí mismo. Porque una película
de Polaco es antes Polaco que cine, ya que no lucha por nada sino por
sí mismo. De hecho, es difícil enmarcar Viaje por el cuerpo
como un hecho cinematográfico. Lo es, está claro, en tanto
y en cuanto está filmada en celuloide y se exhibe en los cines.
Pero una película de Polaco es un happening antes que una película.
Es más: si su director pudiese enviar a alguien a desnudar a su
audiencia en medio de su exhibición, seguramente lo haría.
Porque lo suyo es perturbar, llamar la atención, gritar tal y como
gritan los personajes de su cine. Polaco grita por ser Polaco. Pero ahí
se termina su drama. Porque ya lo es, y sin embargo no deja de gritar.
Viaje por el cuerpo su primer opus desde La dama regresa (1996),
su film con Isabel Sarli comienza con un hombre que se despierta,
se mira en el espejo y se dice: Buen día, mi amor.
Y, acto seguido, se besa a sí mismo en su reflejo. En un primer
acto sumamente teatral, el film desarrolla la crispada relación
entre este protagonista un edípico fotógrafo especializado
en desnudos y su madre. A mí no me vas a hacer creer
que la fotografía es un arte, le dice la madre al hijo. Todas
los grandes pintores han hecho desnudos, pero ninguno se parece a lo que
vos hacés, es el remate de un parlamento con obvias referencias
autobiográficas.
Cine del grito, el exceso y el desnudo (pocos cineastas pueden jactarse
de presentar tantos desnudos frontales, masculinos y femeninos, dentro
del cine argentino), la acción de Viaje por el cuerpo excede su
marco teatral cuando el hijo es expulsado de casa y termina dando con
sus bártulos su arte en una pensión regenteada
por una ciega con cuerpo de vedette operada. De comer en vajilla de plata
con las manos crispadas, el protagonista pasa a desayunar en un improvisado
banquito en medio de su cuarto alquilado; y de escuchar a su madre renegar
de su arte con los ojos bien abiertos, pasa a fotografiar a su anfitriona,
que le permite todo, y tiene un pasado hecho de fotos antiguas compradas
en remates.
Practicante de un feísmo que es un fin en sí mismo, el cine
de Polaco ofrece poco más que los excesos de escena en escena.
Pero su progresión es de un absurdo tal que primero propicia risas
como respuesta al bizarro slapstick que enmarca la relación inicial
entre el fotógrafo y la ciega, o a frases como: ¿Durero?
Me suena... ¿es un rockero?. Pero más adelante las
risas llegarán ante los absurdos ininteligibles de su trama, o
sus escenas de dramatismo más inverosímil. Porque ésa
parece ser la esencia de lo que Polaco grita que es arte: encerrarse en
sí mismo y alejarse de toda comunicación que no sea la del
desnudo, el grotesco y, claro, los gritos.
PUNTOS
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