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el Kiosco de Página/12

Elecciones
Por J. M. Pasquini Durán

El mensaje del Presidente a la Asamblea Legislativa, el segundo de su mandato, inauguró la campaña electoral que, sin duda, definirá los comportamientos partidarios hasta octubre próximo. Como es de rigor en estas circunstancias, los políticos del oficialismo pintan el paisaje de rosa y los de la oposición de negro humo. Ambas versiones, por lo general, tienen poco y nada que ver con la experiencia cotidiana de los ciudadanos de a pie, que suele ser más simple y, a la vez, más compleja que todos los discursos.
¿De qué servirá la prometida conexión con Internet en todas las escuelas, si hay centenares de ellas sin electricidad, si los docentes siguen mal pagos, si continúa la decadencia de la educación pública, en un país que excluye o expulsa a los jóvenes por falta de empleos? ¿Cómo puede el jefe del Estado alabar sin medida a las Fuerzas Armadas sin recordar a los ciudadanos que todavía lloran por sus desaparecidos al pie de tumbas abiertas porque a miembros de esas mismas fuerzas les faltó coraje para enfrentar a la verdad y a la justicia?
La versión en color rosa de la realidad que describió Fernando de la Rúa, hacia atrás y hacia adelante, respondió a la típica lógica del tribuno en campaña. Hizo de cuenta que no existieron las dificultades, los tropiezos y los fracasos de su primer año de gobierno y tampoco registró la devaluación de su propia palabra como consecuencia del malestar general en la población y de la decepción en gran parte de sus electores. Por lo tanto, su mensaje no puede someterse a ningún análisis que antes no acepte esa lógica electoralista. La única propuesta, en estos casos, consiste en aceptarlo o rechazarlo en bloque sin reparar en pormenores.
Así funciona la publicidad. Todo mensaje de ese tipo –y los discursos de campaña lo son– busca ganar la confianza de la audiencia en el producto que promociona. El marketing político, sin embargo, suele tener una dificultad adicional: la mercadería en oferta casi nunca es novedad. Los eventuales consumidores, por consiguiente, ya tienen experiencia sobre la oferta y no son recipientes vacíos que puedan llenarse a voluntad. Si la relación fuera así de simple, el vaticinio para los comicios de octubre estaría escrito: los candidatos del actual gobierno van derecho a una derrota parecida a la que sufrió Alfonsín en 1987 o Menem en 1997.
En política, según los precedentes históricos, las relaciones lineales y directas son inadecuadas para predecir resultados electorales. Menem fue reelecto en 1995 por más de la mitad de los votos, pero pocos meses después de esa victoria el electorado había cambiado de opinión. Cuando Carlos Alvarez renunció a la vicepresidencia, levantó una ola de optimismo y de confianza renacida, que se disolvió en pura espumita cuando llegó a la bucólica ribera de la conducta posterior: si iba a quedarse, ¿para qué se fue?
No hay respuestas directas y lineales. Aunque sería deseable que los compromisos fueran perdurables, todo parece que pasa sin rozar más que la superficie de las cosas. Así, es probable que en breve tiempo sólo quedarán tramos sueltos de las palabras pronunciadas en la solemne sesión de la víspera. A lo sumo, serán materia prima para que los opositores construyan sus previsibles reproches en futuros discursos, tan efímeros como el de ayer. Las palabras han perdido tanto peso que han sido sustituidas por las sospechas generalizadas.
Puesto que la plataforma original de la Alianza es letra muerta para el Gobierno y que la retahíla de enunciados que se escuchó ayer es letra muerta para la credibilidad de la ciudadanía, habrá que seguir de cerca los hechos concretos, desde ahora hasta los instantes previos a las elecciones de octubre, a sabiendas de que las urnas funcionarán como una encuesta popular sobre la gestión de la Alianza, más allá de la renovación de los cargos en disputa. Otra vez, en lugar de la oportunidad para elegira los mejores, un número considerable de ciudadanos llegará al cuarto oscuro a desahogar sus sentimientos primarios.
El Gobierno tiene siete meses para atender las urgencias, cuyas entidades y envergaduras son de tal dimensión que desbordan cualquier retórica. O sea, el plazo es para crear nuevos empleos, aplicar equidad a la distribución de las riquezas, reactivar el mercado interno, levantar la dignidad del trabajo, recuperar el orgullo nacional, castigar a los corruptos y perseguir de verdad a los impunes, trazar un horizonte visible para los que han perdido esperanzas y atender a los desamparados. La tarea es enorme, pero nadie podrá decir que le faltó tiempo para empezar, porque para entonces habrá gastado la mitad del mandato. Suficiente, ¿no?

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