Por Fernando DAddario
Más que de la admiración,
Chavela Vargas sabe sacar provecho de la complicidad. El miércoles,
en un Gran Rex repleto de ovaciones y efusividades, la cantante mexicana
concretó un milagro de transmutación colectiva: en varios
momentos del concierto, miles de espectadores parecían mimetizados
con Chavela, lucían felizmente acongojados y se subían a
esa caravana de dolores y rebeldías como si realmente les pertenecieran.
Esa identificación transitoria (nadie más que Ella puede
ser Chavela durante más de dos horas al año) y la nunca
confesada sensación de que, acaso, esos momentos no volverían
a repetirse, le garantizaron al concierto el carácter de inolvidable.
La presencia de Pedro Almodóvar como maestro de ceremonias le agregó
un plus de glamour al asunto. La situación no parecía tener
mucho asidero: el cineasta manchego cruzó el océano Atlántico
sólo para presentar con honores a su tía brava, que venía
a la Argentina de regreso de todo, pero, puntualmente, de una delicada
operación en la cabeza. Con excesiva humildad, Almodóvar
besó el sector del escenario que pisaría Chavela, manifestó
la alegría que lo embargaba en su fugaz visita a Buenos Aires (la
tierra de Niní Marshall, Cecilia Roth, Roberto Arlt, Goyeneche
y Macedonio Fernández, entre otros, según enumeró
en su desprolija acumulación de iconos porteños)
y la presentó, apuntando con precisión que Chavela habla
en sus canciones de todos nosotros como si estuviera en un confesionario.
Es cierto: algo de confesionario pagano había en el escenario del
Gran Rex. Ella, con su espíritu y estética de chamán,
exorcizó la levedad que pudiese sobrevivir debajo del escenario
y recitó fragmentos de su vida, con una gravedad que les confería,
al instante, carácter universal. Aun en las canciones que, se suponía,
parecían destinadas a una suerte de ghetto, Chavela supo (siempre
ha sabido) envolverlas con un cariño casi ingenuo, que las despojaba
de cualquier sectarismo. En el despecho, en el abandono, en la pérdida
y en la soledad sentimientos y sensaciones que navegan por todo
su repertorio, es posible descubrir en la mexicana una fuerza incontenible
que la prepara para otro abandono, otra pérdida y otras soledades,
en una rueda que gira y gira indefinidamente. Como dijo Almodóvar
al presentarla: Las canciones de Chavela te dan ánimo para
que, cuando salgas a la calle, sigas equivocándote una y otra vez.
Entre esas invitaciones al equívoco permanente, un puñado
de boleros y rancheras hermosos: Macorina, en una versión
rara, Piensa en mí (que arrancó más de
una lágrima en la platea), Vámonos, ese desgarrador
grito de rebeldía (Vámonos/ donde nadie nos juzgue/
donde no haya justicia/ ni leyes ni nada/ nomás nuestro amor),
Luz de luna, Canción de las simples cosas
(con dedicatoria a César Isella, presente en la sala) y tantos
otros, todos tamizados por el humor de Chavela, vital para descontracturar
en medio de tantas invocaciones a la desgracia.
Después de La llorona, ese susurro hipnótico
que desencadena en un grito terminal (Si ya te he dado la vida/
¿Qué quieres?/ Quieres más...), Chavela eligió
terminar el concierto con dos provocaciones al espíritu ya de por
sí sensible del público: con el aporte de Osvaldo Burucuá
en guitarra y Susana Ratcliff en bandoneón (que se sumaron al correctísimo
elenco estable, los guitarristas Oscar Ramos Enríquez y Luis Guarneros
Marcué), interpretó Mi Buenos Aires querido
con autoridad moral y una pizca necesaria de demagogia. Y cuando la emoción
ya sobrepasaba loslímites convencionales, llegó un golpe
bajo: Volver, volver, con Almodóvar cantando y arengando
al público para que cantara su propia nostalgia.
Fue la postal precisa, regida por un exceso de realidad y,
al mismo tiempo, por una atmósfera de ficción, casi inverosímil.
Chavela es funcional a la apología de amores desmesurados y tragedias
románticas que Almodóvar fue traduciendo en cada una de
sus películas. Con la salvedad de que el director manchego encontró
en esa figura desgarrada una pieza más de su delicioso engranaje
pop art, mientras que en Chavela, el montaje de ese teatro del absurdo
no ha sido más que un espejo de su vida.
El domingo, la segunda
Este domingo, con la edición de Página/12, se publicará
la segunda parte de Volver, volver, la colección de CDs
con las mejores canciones de Chavela Vargas. El valor de compra
opcional de este segundo disco es de 6 pesos. En él, se pueden
encontrar todas las facetas que hicieron de esta cantante mexicana
una intérprete única: desde boleros clásicos,
hasta corridos trágicos, y hasta una versión conmovedora
de Los ejes de mi carreta, de Atahualpa Yupanqui. Son
en total quince canciones: Que te vaya bonito, Juan
Charrasqueado, Amanecí en tus brazos, Cartas
marcadas, Angelitos negros, El Cristo de
Palacaguina, Se me olvidó otra vez, La
llorona, Simón Blanco, Nosotros
y Piensa en mí, entre otras.
|
|