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el Kiosco de Página/12

No somos libres
Por Osvaldo Bayer

La alegría y la confianza le van invadiendo el ánimo a los ciudadanos verdaderamente republicanos: se pide lisa y llanamente la anulación total desde su nacimiento de las dos leyes que, sin duda alguna, quedarán como la afrenta máxima a la libertad y a la dignidad de la Argentina desde aquel 9 de julio de 1816: Obediencia Debida y Punto Final.
A todos los argentinos, tanto el 13 de diciembre de 1986 como el 13 de junio de 1987 nos obligaron a ponernos de rodillas ante el crimen y la sevicia. Los peores asesinos de la historia de la humanidad pasaron ante nosotros, superiores y sonrientes, haciéndonos el corte de manga. Mientras nosotros cantábamos a coro: viva la picana, viva la muerte, viva el secuestro, viva la desaparición. Hosanna al cuervo Videla; hosanna al murciélago Menéndez, hosanna al gusano Bussi, salve Massera, almirante del descaro y la podredumbre. ¿Hasta cuándo los argentinos tendremos que pasar la vergüenza máxima de que nuestros asesinos sean juzgados por la Justicia de otros países mientras nuestro territorio se ha convertido en el lugar de refugio de toda la mafia de picana y espada que impuso el método criminal más cobarde del que se tenga memoria: la desaparición de personas? Obediencia Debida y Punto Final son dos leyes fuera de todo basamento ético, es el oportunismo de la falta de coraje civil de nuestros políticos. La República convertida en el comité del vamo y vamo. Les damos la seguridad a todos los criminales y ellos se quedan tranquilos en sus cuarteles. Trato hecho. Eso se llama democracia trampeada, humillar los sentimientos más sagrados de la República; la burla más feroz contra los deudos de las víctimas de tanta bestialidad y sevicia.
Es que no podía ser de otra manera, en política militar el gobierno de Alfonsín practicó el dos por uno: a veces dos pasos adelante y uno atrás; otras, dos pasos atrás y uno adelante. Todo en su lugar y armoniosamente. Recuerdo muy bien el ascenso del coronel Gorleri a general. El Poder Ejecutivo propuso en diciembre de 1984, ante el Senado, el ascenso a general del citado oficial. De inmediato envié sendas cartas al Poder Ejecutivo y al Senado de la Nación donde describía las dotes morales del distinguido oficial argentino. Había sido nada menos que un cómplice subordinado, obediente y debido, del feroz y brutal general Menéndez y en ese oficio había ganado la única batalla en la que triunfó un oficial argentino: en el patio del cuartel del tercer cuerpo de Ejército ordenó traer todos los libros que el ejército había robado de las bibliotecas cordobesas y de las librerías y los ordenó quemar. Un acto imitativo de la quema de libros cometidos por los nazis en Berlín, en 1933. Pero lo más vergonzante de este bruto fue que leyó una proclama en el momento en que se levantaban las llamas con los pensamientos de Freud, de Hegel, de Marx, de Sartre, de Camus, y de tantos escritores argentinos. Con voz viril, el teniente coronel Gorleri gritó en el patio militar que eso lo hacía por “Dios, Patria y Hogar”. Es interesante este documento para demostrar la superficialidad histérica de nuestros militares que hicieron posible el Proceso de la Muerte y Desaparición. La voz viril se escuchó en todo el patio ante los conscriptos: “El comando del Cuerpo de Ejército III informa que en la fecha procede a incinerar esta documentación perniciosa que afecta al intelecto y a nuestra manera de ser cristiana. A fin de que no quede ninguna parte de estos libros, folletos, revistas, etc., se toma esta resolución para que con este material se evite continuar engañando a nuestra juventud sobre el verdadero bien que representan nuestros símbolos nacionales, nuestra familia, nuestra iglesia, y en fin, nuestro más tradicional acervo espiritual sintetizado en Dios, Patria y Hogar”. Es decir, el fascismo puro, el falangismo franquista, el más cerrado de los oscurantismos. Tal vez, algún legislador de esos poquísimos y singulares que andan por ahí proponga el 26 de abril (la quema de libros se hizo ese día de 1976) como Día de la Cultura Nacional.
Pero, ante el pedido de Alfonsín de ascenso del quemador de libros a general, la bancada radical del Senado lo votó por unanimidad, en junio de 1984. Con espanto escribí en esa fecha en el periódico El Periodista este pensamiento indignado: “¿No es suficiente ese documento público firmado con todo desafío por el general asesino de libros y aparecido en todos los diarios de la época de Videla para que el presidente Alfonsín en su calidad de Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas le dé de baja de inmediato? No, no se establece una ley para indemnizar a los autores cuyos libros fueron prohibidos y quemados. No, se asciende a sus verdugos”.
Llenaríamos páginas con la política militar de Alfonsín que llegaba a los estratos más altos de la comandancia. Toda esa política demostraba que tarde o temprano se terminaría en Punto Final y Obediencia Debida. Ya Alfonsín, pocos días antes de la presentación del proyecto que dejaba limpio de cuerpo y alma a los asesinos, señalaba que “no hay una Argentina para los civiles y otra para los militares. Porque la democracia es fuerte podemos asumir con fortaleza el pasado”. Empleó la palabra asumir pero en realidad quiso decir “olvidar”. Y ya en el discurso de Cipolletti quiso desviar las culpas militares y se las echó a las Madres de Plaza de Mayo al decir que “los familiares de los desaparecidos tal vez hayan asumido las mismas ideas de los pobres muchachos que fueron llevados al holocausto en aras de un proyecto elitista y que asimismo negaba la dignidad del hombre”. Estaba todo dicho. Poco después, las bancadas del radicalismo de diputados y senadores votaban el proyecto que impedía todo nuevo juicio de los militares implicados en los horribles crímenes.
Lo demás ya es historia conocida. La falta de coraje civil de los gobernantes y sus partidarios llevó a la rendición incondicional: Obediencia Debida. Una aberración jurídica escrita por oportunistas y advenedizos. No hubo ni amor a la democracia ni vocación democrática. Fue todo agacharse y durar. Había por lo menos un millón de ciudadanos dispuestos a decir no a las medidas de la vergüenza. Se prefirió el pacto, dar la mano a los asesinos y tener a los asesinos entre nosotros. Para que no hubiera diferencias entre civiles y militares, como dijo Alfonsín.
Los argentinos no fuimos capaces de juzgar a nuestros asesinos, sí, esos que torturaban a las mujeres embarazadas con la picana eléctrica. Los sádicos están entre nosotros. Vaya a saber en qué acto solitario, los Suárez Mason, los Menéndez, los Sasiaiñ gozan todavía del dolor de sus víctimas.
Los diputados y senadores radicales que votaron esas leyes de la vergüenza deberían pedir perdón por lo que hicieron y prometer que van a luchar por la anulación total de ellas. Los alumnos de las escuelas secundarias deberían concurrir al Congreso a preguntarles a los que votaron esas leyes por qué sumieron así en vergüenza a la República. Los estudiantes de Ciencias Jurídicas deberían citarlos –entre ellos al actual presidente de la Nación y al ministro del Interior, los dos votantes de esas leyes– para interrogarlos en qué se basaron para votar papeles tan despojados de todo Derecho. Los periodistas deberían iniciar cada uno de los reportajes con la pregunta: ¿por qué hizo eso?, a tantos años ¿no siente vergüenza?
Porque si repasamos la biografía de cada uno de los legisladores que agacharon la cabeza deberíamos preguntarnos: ¿tenían derecho a menoscabar así la ética republicana? Porque el único mérito que tenían casi todos ellos fue pertenecer a un comité y ser señalados como candidatos por el dedo del jefe de barrio correspondiente.
Desde ese día el rostro de la República nos reprocha: no somos demócratas, no somos republicanos, no somos dignos. No somos libres.

REP

 

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