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Los atletas químicos
Por Eduardo Galeano

Hace un par de años cayeron muertos, en plena carrera, dos de los caballos que competían en el Palio. Uno era Pluma Blanca, el campeón de esta fiesta que se celebra, desde la Edad Media, en la gran plaza de la ciudad de Siena. Los caballos murieron por sobredosis de anfetaminas.
En otros lugares de Italia, mientras tanto, marcharon presos los veinte dueños de feroces pitbulls que eran las estrellas de las peleas clandestinas de perros. Los canes boxeadores estaban dopados. Los esteroides anabolizantes les habían multiplicado la musculatura y la energía.
Al mismo tiempo, el fiscal Rafaele Guarinello sentó en el banquillo de los acusados a los clubes de fútbol de primera, segunda y tercera división: los clubes habían suministrado a un centenar de jugadores, con supuestos fines medicinales, fármacos que en realidad servían para aumentarles artificialmente la resistencia y la potencia y para enmascarar la fatiga de los torneos extenuantes. Los controles antidoping, se comprobó, estaban mal hechos o desaparecían por milagro. Un año antes, a mediados del ‘98, el director técnico del club Roma, Zdenek Zeman, había denunciado que las drogas eran de uso frecuente en el fútbol italiano.
Mientras se publicaban estas noticias, en el país vecino se disputaba el Tour de France y los ciclistas avanzaban esquivando jeringas. Michel Drucker, periodista deportivo, comentó: “Estamos en plena hipocresía. Cualquiera sabe que es imposible soportar, con un tubito de vitamina C, una carrera tras otra: el Clásico belga, el París-Roubaix, el Milán-San Remo, el Tour de France y el Giro d’Italia. Y lo mismo vale para todos los deportes. Sobre las espaldas de los atletas profesionales pesa el dineral de los sponsors”.
Joao Havelange, monarca jubilado de la FIFA, advirtió: “Todos los ciclistas se dopan. Pero en el fútbol, eso es raro. Dejen en paz al fútbol”. No opinaron lo mismo dos astros de la selección francesa campeona del mundo. Emmanuel Petit declaró: “Se juega un partido cada tres días. Ningún atleta puede soportar tanto esfuerzo. Yo no quiero que las drogas sean cosa cotidiana en el fútbol; pero hacia eso vamos”. Y Frank Leboeuf coincidió: “Ahora los jugadores se queman temprano. Me preocupan los jóvenes. A este paso, no van a durar más que cinco o seis años”. Algunos años antes, el célebre guardameta alemán Toni Schumacher había sido acusado de traición a la patria cuando reveló que los jugadores de la selección de su país eran farmacias ambulantes y que no se sabía si representaban a Alemania o a la industria química germana. Y al otro lado del océano, Luis Artime, uno de los mejores jugadores de todos los tiempos, había comprobado: “La droga es un negocio en todos los deportes, y en el fútbol también. El fútbol argentino no me da asco: me da pena”.
Pienso, por mal pensado, en la rodilla de Ronaldo, la rodilla de cristal del mejor jugador del mundo. ¿Recuperará Ronaldo su rodilla perdida? ¿Volverá Ronaldo a ser Ronaldo? Imágenes: el ídolo cae, se agarra la rodilla derecha; las cámaras enfocan su cara estrujada de dolor. Imágenes: seis años antes, llega a Europa un muchachito con dientes de conejo y magia en las piernas, salido de un suburbio pobre de Río de Janeiro. Llega flaco como un alambre. Imágenes: un par de años después, ya convertido en negocio millonario, Ronaldo parece Tarzán. El doble de músculos para los mismos tendones; el doble de carrocería para el mismo motor. Y me pregunto: esta asombrosa metamorfosis ¿se explica sólo por la carne que comió y la leche que bebió?
Las drogas se burlan de los controles. Muy pocos atletas cayeron atrapados en las pruebas antidoping, el año pasado, durante las Olimpíadas de Sydney. Jacques Rogge, uno de los dirigentes del Comité Olímpico Internacional, lo explicó así: “Cayeron por estúpidos, porque se doparon por cuenta propia, o porque vienen de países pobres. Los países ricos tienen un sistema sofisticado de dopaje, que cuesta mucho dinero, con drogas caras, supervisión especializada y chequeos secretos. Los pobres no pueden pagarlo. Es tan simple como eso”. El Comité Olímpico Internacional consagró a Carl Lewis como el atleta del siglo. En Sydney, durante la ceremonia, el rey de la velocidad y el salto largo expresó su opinión, un poquito diferente: “Los dirigentes mienten”, dijo Lewis. “Los controles antidoping no funcionan. Ellos pueden controlar, pero no quieren. El deporte está sucio.”
Sea como fuere, por habilidad científica o por vista gorda, o por obra y gracia de las dos, el hecho es que resulta perfectamente posible enmascarar la eritropoeitina sintética, las hormonas artificiales de crecimiento, los esteroides anabolizantes y otras drogas. Aplicadas masivamente a los deportistas, pueden producir medallas de oro, trofeos internacionales, infartos, apoplejías, alteraciones del metabolismo, trastornos glandulares, impotencia, deformaciones musculares y óseas, cáncer o vejez prematura.
Según las investigaciones publicadas por las revistas Scientific American y New Scientist, todo esto no es más que un juego de niños comparado con lo que vendrá. En diez años, se anuncia, tendremos atletas genéticamente modificados. Al precio de la hipoteca del cuerpo, porque nada viene gratis en este mundo, el doping de genes artificiales hará maravillas de velocidad y fuerza con una sola inyección y será imposible descubrirlo en la sangre o en la orina.

En estos días, mi amigo Jorge Marchini, recién llegado de Finlandia, me trae de regalo el reglamento del fútbol infantil y juvenil en ese país.
Así me entero de que en Finlandia el árbitro no sólo saca la tarjeta amarilla, que advierte, y la tarjeta roja, que castiga, sino también la tarjeta verde, que premia al jugador que ayuda a un adversario caído, al que pide disculpas cuando golpea y al que reconoce una falta cometida.
En el fútbol profesional, tal como se practica hoy por hoy en casi todo el mundo, esto de la tarjeta verde parecería ridículo o resultaría inútil. Por ley del mercado, la mayor rentabilidad exige mayor productividad y, para lograrla, vale todo: la deslealtad, las trampas y las drogas, que forman parte del juego sucio de un sucio sistema de juego.
En el fútbol, como en todo lo demás, el deporte profesional está más dopado que los deportistas. El gran intoxicado es el deporte convertido en gran empresa de la industria del espectáculo, que acelera más y más el ritmo de trabajo de los atletas y los obliga a olvidar cualquier escrúpulo con tal de alcanzar rendimientos de superhombres. La obligación de ganar es enemiga del placer de jugar, del sentido del honor y de la salud humana; y es la obligación de ganar la que está imponiendo el consumo de las drogas del éxito.
Hace medio siglo, Uruguay venció a Brasil en el estadio de Maracaná y se consagró, contra todo pronóstico, contra toda evidencia, campeón mundial de fútbol. El principal protagonista de esa hazaña imposible se llamaba Obdulio Varela. El se dopaba con vino. Le decían Vinacho. Eran otros tiempos.

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