Por Horacio Verbitsky Más de treinta policías de Buenos Aires que testimoniaron ante la justicia sobre graves delitos cometidos por sus jefes han sido objeto de intentos de homicidio, amenazas y agresiones, que se extienden a sus familias. A uno intentaron atropellarlo con un patrullero. La esposa de otro fue objeto de una tentativa de violación. Otro decidió abandonar el país y refugiarse en Estados Unidos. Todos solicitan garantías para su vida al gobernador Carlos Rückauf. Los sargentos Luis Alberto Flores y Rubén Darío Montenegro y un tercero que omitió dar su nombre para proteger a su familia; los cabos Carlos Salamón y Miguel Amaya y el cabo primero Julián Rivarola ratificaron la denuncia y expusieron su situación. Salvo Rivarola, que habló por teléfono desde Dallas, Texas, los demás visitaron este diario, vestidos con su uniforme. Un día después sumaron su adhesión el sargento Eduardo Contreras y el cabo Juan José Langelotti. Gobernador ¿por qué nos condenaron a muerte?, preguntan. Todos habían declarado ante la justicia bajo reserva de su identidad, pero por filtraciones desde el tribunal y desde la jefatura de Policía fueron identificados y expuestos a represalias. En cambio los denunciados fueron puestos en libertad alegando razones técnicas por un juez de feria que ignoró la abrumadora prueba recogida en la causa. La mejor maldita policía del mundo campea así por sus fueros y promete venganza a los policías honestos que creyeron en el mensaje político de la depuración. ¿Autodepuración? El 28 de enero de 2000 durante un acto de entrega de 265 patrulleros
en la rotonda de Alpargatas, flanqueado por su entonces ministro de seguridad
Aldo Rico, Rückauf exhortó a la policía a autodepurarse.
Alentados por lo que interpretaron como un respaldo político tres
docenas de suboficiales respondieron a la exhortación del gobernador.
En febrero prestaron testimonio ante el fiscal Hernán Collantes
sobre la red de corrupción que habían detectado en el Comando
de Patrullas de Vicente López y la comisaría de Florida.
El color del uniforme Collantes identificó a veintiún miembros de la banda: los
comisarios Blanco y Bludzun, los subcomisarios Lapettina, Gustavo Reale
y Hugo Carlos Alegre; el oficial inspector Javier Banegas, los oficiales
principales Javier Mosqueda y Luis Alberto Donadío, el oficial
ayudante Pablo Sosa, el sargento mayor Pastor Velázquez, los sargentos
primero País y Mabel Guerrero, el sargento ayudante Miguel Angel
Cravero, el sargento Eusebio Ojeda, los cabos primeros Ezequiel Conde
y Marcelo Aguirre, los cabos Daniel Ojeda, Manuel Soto, Orlando Rodríguez
y José Acevedo y Ana Campos. Conductas vengativas Pero un mes después, el 13 de enero de este año, el juez de feria Diego Barroetaveña los dejó en libertad por razones formales, con lo cual comenzó la pesadilla para los denunciantes. Barroetaveña resolvió que los legajos fiscales carecían de valor probatorio, declaró la nulidad de las declaraciones indagatorias y ordenó la libertad de los detenidos por falta de mérito. Argumentó que los legajos fiscales no han sido incorporados al cuerpo principal y que no surge constancia alguna de que la defensa haya tenido acceso, afirmación que contradice el contenido de la resolución de la doctora De Langhe, quien señaló expresamente que la defensa examinó los elementos cuestionados. Barroetaveña objetó que el estado policial de acusadores y acusados fuera motivo suficiente para que se protegiera la identidad de los testigos. Parecería que el fiscal diera por sentado que los integrantes de la fuerza de seguridad provincial, adoptarían conductas vengativas, contra quienes declararon cargosamente contra los acusados, escribió. Eso es exactamente lo que comenzó a ocurrir luego de su decisión liberatoria. El juez no ordenó hacer públicas las identidades, pero después de su fallo los testigos fueron informados por los acusados de que tenemos las listas y sabemos quiénes son. En el Comando apareció pegado un cartel que informa: No se recibirán más denuncias anónimas. El 22 de enero el fiscal Collantes apeló la decisión del juez de feria y dijo que Barroetaveña no sólo descartó los testimonios de identidad reservada sino que ignoró la abundante prueba documental coincidente con ellos y los testimonios de los empresarios que pagaban la protección ignorantes de su carácter ilegal. El precio de hablar Al cabo Salamón lo arrestaron por no usar el chaleco
antibalas una tarde con 40 grados de sensación térmica.
Luego le negaron la autorización para salir de vacaciones. En
el primer enfrentamiento te mato por la espalda, le prometió
un compañero de patrullero. Mientras cumplía su turno en
la esquina de la famosa casa del entonces juez Carlos Liporaci, en Vicente
López, su propio oficial de control intentó atropellarlo.
Cuando denunció el hecho en el Comando, le respondieron lo
arreglás acá o te trasladamos. Los nombres del segundo
guardia y de otros dos vecinos fueron incorporados como testigos a una
causa previa por amenazas, pero se negaron a declarar luego de varias
intimidaciones. Dos semanas atrás le inventaron un sumario para
sacarle el arma, que no prosperó por una acción de amparo.
Si me sacan el arma, simulan un robo y me matan. Si no entrego el
arma, me meten en un calabozo y también me matan. La opción
parece ser silencio o exilio. Mi casa es una fortaleza con vidrios blindados
y armas hasta en el baño. Si la situación no cambia me voy
del país. En el departamento nos tratan de subversivos y traidores,
cuando lo único que queremos es una policía limpia,
dice Salamón. El cabo primero Rivarola emigró a Dallas,
Texas, donde ahora vende purificadores de agua. Cuando empezaron
las amenazas pedí licencia especial por dos años, que me
correspondía, y me la negaron por falta de personal. No tenía
miedo por mí, pero sí por mi familia. Siento mucha bronca
contra mis jefes, que no me apoyaron. Primero nos dijeron quédense
tranquilos, no les va a pasar nada, y después difundieron los nombres
desde arriba, desde La Plata. A los cinco años quería ser
policía y tuve que luchar contra toda mi familia para que lo aceptara.
Hoy veo un patrullero por la calle y se me caen las lágrimas. Es
la profesión de mi vida, pero no se puede vivir de policía
en la Argentina, relata. (Informe: Diego Martínez) |
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