Por Eduardo Fabregat
El pijama es un disfraz engañoso:
en las primeras escenas de My name is Albert... with an A, el espectáculo
que Fernando Peña protagoniza en La Trastienda (jueves a las 22,
viernes y sábados a las 23), cualquiera puede ver un rasgo de vulnerabilidad
en ese personaje que duerme mientras el público ingresa. Pero Albert
no es vulnerable. Albert es un serial killer de Minneapolis con una edad
mental de 8 años, que colecciona partes de sus víctimas
en los interminables anaqueles de su decadente pieza. Albert es un resentido
y un matricida, y tiene a su padre encadenado bajo la cama desde hace
veinte años. Albert habla con Dios y le dice que ya tiene el certificado
de curación del doctor Bielinsky, pero también se disculpa
porque ya sé, ya sé, es judío, y se esfuerza
en explicarle su historia para obtener la misma papeleta, pero con rango
celestial. Albert es, en esencia, una criatura ideal para Peña,
una aparición fulminante y un generador de personajes que no puede
menos que sorprender y, por momentos, inquietar.
Todo ello, claro, forma parte del singular juego que Peña (a esta
altura, un actor lo suficientemente reconocido por su labor radial como
para agotar la taquilla todas las funciones) establece con su público.
Que, sin embargo, en My name is Albert... se encuentra con un esquema
diferente del de Esquizopeña: aquellos que comienzan a emitir risitas
apenas Peña sale de la cama y se sitúa bajo la luz cenital
que representa a Dios pronto comprenden que aquí no hay Milagros
López ni Dick Alfredo sino un solo psicópata. Y un psicópata
grave.
Así, el pulso de la obra coescrita con Ronnie Arias depende de
todo el jugo (y la imagen no es sólo metafórica) que el
actor pueda sacarle a su personaje, y por eso en algunos tramos ese Albert
se vuelve demasiado unidimensional y el ritmo en general decae hasta el
próximo exabrupto. Los exabruptos, de todos modos, abundan. Y el
nivel básico del inglés que utiliza Peña en toda
la obra hace que todo aquel que tenga un conocimiento mínimo del
idioma pueda recibir cada uno de los golpes de humor negro que llegan
desde la escena. Incorrecta, por momentos hiriente y con pasajes impresentables
más allá del lenguaje under (el dúo de fetos Bubbles
& Beans, y la escena en que Albert obliga a la cabeza de su
madre a practicar una fellatio con un pene amputado, son dos buenos ejemplos),
My name is Albert... with an A es a pesar de todo una pieza que provoca
y, si la sensibilidad del espectador lo permite, divierte. Porque, finalmente,
no todo se reduce al humor de gusto dudoso y a la impecable performance
de Peña: como ejemplo, vale ese momento en que Albert, enloquecido
por la discusión entre los muros de su pieza, emplaza
a Dios: Las únicas dos paredes que hablan en el mundo....
¿y me las mandaste a mí?.
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