La sociedad
israelí es una sociedad en lucha. Estas palabras, pronunciadas
ayer por el primer ministro saliente Ehud Barak luego del brutal
atentado que dejó cuatro muertos y 66 heridos en la ciudad
israelí de Netanya, explican la lógica que está
llevando a la conformación del gobierno de unidad nacional
más amplio de la historia del Estado, abarcando desde los
pequeños partidos de la derecha religiosa hasta el laborismo,
pasando por el centroderecha del Likud del nacionalista Ariel Sharon,
primer ministro electo.
Normalmente, un gobierno tan amplio y tan diverso sería la
fórmula para el inmovilismo, como en los interminables gobiernos
de unidad nacional israelíes de los años 80. Pero
en este caso el de una sociedad en lucha
se trata de algo diferente, y a la vez imperativo. Porque lo que
se está constituyendo en Israel puede ser llamado como el
gobierno de la defensa, una coalición organizada sobre
la base del mínimo común denominador de la necesidad
de poner freno al terror. Adicionalmente, este gobierno y
esta actitud vienen legitimados por el hecho de que el gobierno
saliente puso sobre la mesa de negociaciones las ofertas más
generosas y finales que los palestinos jamás podrán
recibir de cualquier Ejecutivo israelí: un 95 por ciento
de Cisjordania, un 100 por ciento de la Franja de Gaza y una capital
en Jerusalén Oriental. Yasser Arafat no quiso o no pudo aceptar
estas propuestas, y el simultáneo redoblamiento de la Intifada
palestina llevó a la elección de Sharon un político
a quien sólo meses antes se veía como un halcón
ultranacionalista por más de un 60 por ciento de los
votos en las elecciones del 6 de febrero último.
Porque Sharon, el halcón, se ha convertido en sinónimo
de seguridad para una sociedad con los nervios destrozados por un
levantamiento que ya no sólo ocurre contra las colonias judías
implantadas en territorios palestinos sino que también golpea
el propio centro de Israel, como sucedió en el atentado de
ayer. En este sentido, y si bien la elección de Sharon tuvo
todas las características de un referéndum contra
los acuerdos de paz de Oslo, también representó, de
modo paradójico, un voto por una suerte de paz diferente
a la que el proceso de Oslo fracasó en obtener. Los palestinos
tienen todas las de perder en esta segunda Intifada que lanzaron
salvo, quizás, en términos propagandísticos,
y los otros grandes perdedores son los pacifistas y la izquierda
israelí, que siguieron apostando a Oslo cuando el proceso
ya se había derrumbado.
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