Por
Martín Granovsky
Al
revés de James Cheek, uno de sus antecesores, el embajador norteamericano
James Walsh habla poco, muy poco. Al contrario de Terence Todman, que
no era locuaz pero aparecía aquí, allá y en todas
partes, Walsh es discreto. Por eso representa un fortísimo apoyo
a Ricardo López Murphy que ayer el embajador calificara de decisión
brillante su designación en el Ministerio de Economía.
Yo lo conozco desde hace muchos años, recordó
Walsh sobre López Murphy al inaugurar, junto con el secretario
de Defensa de la Competencia Carlos Winograd, un seminario sobre control
de monopolios en los Estados Unidos y en la Argentina. Agregó el
diplomático sobre el nuevo ministro: Es una persona sumamente
capaz, un economista mundialmente conocido y comparte la filosofía
de todas las democracias basadas en los mercados abiertos de crear las
condiciones para que el sector privado pueda crecer y ofrecer a la ciudadanía
un futuro mejor.
Walsh se mueve con soltura en la Argentina. Ya estuvo aquí a comienzos
del gobierno de Carlos Menem como consejero político y luego número
dos de la embajada, de modo que ningún personaje de la política
o las finanzas puede sorprenderlo. El embajador, capaz de hablar castellano
como un cordobés desde que participó de un programa de intercambio
estudiantil en los años 60, tiene actualizado su quién
es quién como para describir, en privado, a un nuevo ministro sin
equivocarse en su perfil personal.
Pero Walsh es cualquier cosa menos impulsivo y, puesto en función
pública, cualquier cosa menos un chismoso espontáneo. En
un funcionario disciplinado como él, un elogio supone una conversación
previa con el Departamento de Estado y una instrucción precisa.
Si la diplomacia se moviera aún por telegramas, la instrucción
desde Washington podría sintetizarse así: Nos interesa
López Murphy. Stop. Máximo apoyo. Stop.
Cuando en Washington cambia el gobierno, el Departamento de Estado no
cambia drásticamente de políticas hacia un país como
la Argentina, que para la Casa Blanca no es peligroso como Rusia, irritante
como Cuba, hiperpoblado como China ni peligroso como Pakistán.
Sin embargo, incluso la más rutinaria continuidad diplomática
importa cuando lo que acaba de cambiar es una era y del demócrata
Bill Clinton los Estados Unidos pasaron al sheriff George W. Bush.
Walsh, a quien los políticos locales llaman Jim, lleva aquí
menos de un año. Poco antes de llegar no dudó en definir
su misión con la crudeza de los sajones cuando hablan de dinero:
Voy a trabajar particularmente duro para representar los intereses
de las empresas norteamericanas, anunció. El 3 de julio,
cuando presentó cartas credenciales ante De la Rúa, dijo:
Vuelvo a un país mejor. Era un elogio a Carlos Menem.
Al día siguiente, abriendo el festejo por los 224 años de
la independencia norteamericana, recitó el Martín Fierro.
Los hermanos sean unidos, citó en su discurso. Después,
aunque visitó a todos los gobernadores y cenó con todos
los políticos y los empresarios importantes, fue mucho más
que parco en sus declaraciones públicas. Los archivos no registran
ninguna definición personal suya tan contundente como la de ayer,
más allá de que la embajada se felicitó de la obtención
del blindaje financiero que asegura el cumplimiento de los compromisos
argentinos con el exterior.
Walsh suele decir que no hay otro país que quiera tanto como
la Argentina. Pero siempre aclara: Salvo mi patria.
Esa definición, más su promesa de defender los intereses
de las empresas norteamericanas, forman una combinación. Los Estados
Unidos, incluso los Estados Unidos en su costado más oficial, el
de la burocracia de Washington, concentran en el exterior una representación
que mezcla el modelo de la economía de mercado sin trabas (excepto
las trabas a la entrada de productos extranjeros a territorio norteamericano)
con el de la alineación estratégica del resto de los países
con los intereses de Washington.
Cuando un embajador elogia a un gobierno o un funcionario, no solo da
cuenta de un pasado. Sobre todo, señala un objetivo y, de hecho,condiciona
el apoyo a la continuidad de lo que se reivindica. En el caso de López
Murphy un economista fuertemente pro-mercado, un ministro de Defensa
de buen diálogo con el Departamento de Defensa todo coincide
en la misma persona, como ocurre también, por ejemplo, con Adalberto
Rodríguez Giavarini.
Si López Murphy crece en el Gobierno, para los Estados Unidos la
relación con el nuevo ministro de Economía podría
adquirir un peso similar al que disfrutó en el pasado un interlocutor
casi diario de Walsh: Domingo Cavallo.
Si no, pasará el que sigue, sea Domingo Cavallo o algún
otro, y el embajador será más o menos entusiasta pero siempre
se mantendrá fiel a una frase que repite a sus amigos argentinos:
Nunca lo olviden, a mí me paga el sueldo el pueblo de los
Estados Unidos.
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