Por Alfredo Grieco y Bavio Los
talibanes hicieron realidad una reiterada pesadilla de Occidente y de
las naciones fronterizas de Afganistán. Tal como temían,
los conflictos del fundamentalismo islámico no se limitarán
al interior de la sociedad afgana, sino que prometen convertirse en una
crisis regional y aun internacional. Según informó ayer
Abdul Salam Zaeef, embajador de los talibanes en Pakistán, la destrucción
de las estatuas budistas de Bamiyán estaba completada en un 25
por ciento. Una embajada de la Unesco fracasó en su intento por
detener la demolición iniciada con artillería antiaérea,
mientras los budistas del sudeste asiático y del subcontinente
indio salieron a las calles para exigir a sus gobiernos acciones contra
los talibanes. El antagonismo religioso-político se duplicó
en la India, donde los hindúes, súbitos aliados de los budistas
y viejos enemigos de afganos y paquistaníes, reclamaron a los musulmanes
una condena a la destrucción. Muchos analistas y observadores coinciden
en señalar la ambivalencia de los líderes talibanes entre
la inflexible observancia del Corán que abomina de ídolos
infieles e imágenes humanas y una voluntad de negociar a
cambio de preservar bienes que interesan a los extranjeros. Este interés
foráneo es de una naturaleza doble, profana y religiosa. Para la
comunidad internacional a la que representa la UNESCO, la destrucción
de las estatuas significaría la pérdida irrecuperable del
patrimonio cultural y arqueológico. Los Budas están esculpidos
en las laderas de Bamiyán hace unos 1500 años. Son ejemplos
del encuentro y fertilización recíproca de las cultura oriental
y griega como consecuencia de las conquistas de Alejandro Magno; alguna
vez fueron la mayor atracción turística del país.
Cuando, por motivos utilitarios, Egipto construyó sobre el Nilo
la represa de Asuán en la década de 1970, la UNESCO movilizó
una costosa operación de rescate de las colosales estatuas de Abu
Simbel, que si no hubieran quedado sepultadas bajo las aguas. Hoy se enfrenta
a una decisión más objetable a sus propios ojos, y más
inobjetable a los de quienes la adoptaron. El ministerio alemán
de la Cultura ya ofreció dinero a cambio de la preservación
de los budas gigantes; lo mismo hicieron los griegos. En Asia, para los
budistas las estatuas no son arte sino santuarios religiosos. Antes de
que los talibanes dominaran el 90 por ciento de Afganistán, el
valle de Bamiyán era un centro de regional de peregrinación.
Ayer los budistas inundaron las calles, de Camboya y Nepal a la India,
y reclamaron acciones enérgicas de condena. El gobierno indio,
una coalición dominada por fundamentalistas hindúes, se
apuró a coincidir con los budistas y exigir a los musulmanes de
su país un repudio al decreto talibán de destrucción.
De paso, religiosos hindúes quemaron en las calles indias ejemplares
del Corán. Nadie deberá intentar oponerse a cualquier
reacción que pueda producirse en la India frente a lo que están
perpetrando esos talibanes, advirtió el líder de la
organización integrista Vishwa Hindu Parishad, brazo religioso
del partido gobernante. El Irán chiita instó a la Organización
de la Conferencia Islámica, la mayor del mundo musulmán,
a tomar serias medidas para detener a los talibanes, mientras Tailandia
y Malasia de mayoría musulmana se unieron a las protestas.
Japón anunció que la destrucción de las estatuas
podría obstaculizar la ayuda japonesa a Afganistán y Estados
Unidos se sumó a la condena.
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