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EL NACIONALISTA ARIEL SHARON FORMO LA ALIANZA MAS DIVERSA DE LA HISTORIA
Israel tiene un gobierno bien pesado

El centroderecha del Likud, la derecha de los pequeños partidos de minorías y el amplio espectro del Partido Laborista �incluyendo a Shimon Peres, Premio Nobel de la Paz� coinciden dentro de un gabinete de unidad nacional posibilitado por la Intifada palestina.

Benjamin Ben Eliezer, nuevo ministro de Defensa, estrecha la mano del premier Ariel Sharon.

Hace unas semanas, lo más notable en la política israelí era que el superhalcón Ariel Sharon iba a ser el próximo primer ministro. Pero ayer, cuando su coalición finalmente fue aprobada en el Parlamento, esto era sólo una curiosidad más en uno de los gobiernos más diversos en la historia israelí. Si bien esa diversidad le valió el voto favorable de 73 de los 120 diputados, el nuevo premier sabe que el único factor unificador es la Intifada palestina. Así, su discurso inaugural estuvo dedicado a su programa para lograr “paz y seguridad”. No hubo demasiadas sorpresas ni muchos detalles. No habrá negociaciones hasta que cese la violencia, los acuerdos ya firmados se cumplirán siempre que los palestinos lo hagan, y las concesiones que el laborismo ofreció ya no están vigentes. Los únicos gestos conciliatorios fueron una promesa de no construir nuevas colonias en los territorios palestinos y el omitir las palabras “soberanía” y “capital indivisible” al referirse a Jerusalén. La política concreta de seguridad del nuevo gobierno sigue siendo un misterio. Y si se estudia la composición del nuevo gobierno, no es extraño que así sea.
En principio, el dilema no parece existir. Los desesperados esfuerzos del predecesor de Sharon, el laborista Ehud Barak, por concluir un acuerdo de paz incitaron a los palestinos a exigir concesiones inaceptables para cualquier gobierno israelí, como el derecho de retorno para los 4 millones de refugiados. Como enfatizó ayer un editorial del derechista Jerusalem Post, “con todos sus errores, Barak al menos logró desenmascarar a los palestinos y sus verdaderas aspiraciones”. Por lo tanto, la vía negociada no es realmente una opción para el gobierno de Sharon (como sí lo fue para Benjamin Netanyahu, el anterior premier derechista) y pocos discuten su prioridad de lograr la seguridad ante todo. Sin embargo, detrás de este consenso inicial no hay ningún acuerdo sobre cómo lograr exactamente ese objetivo.
Ayer parecía que esto ya estaba minando la estabilidad del gobierno. En cierto sentido, el problema es estructural y resulta del equilibrio que Sharon tuvo que hacer para formar un gabinete tan amplio. Para neutralizar su imagen de sanguinario verdugo de los palestinos, Sharon convenció al Premio Nobel de la Paz Shimon Peres de que sea su canciller. Pero el Partido Laborista de este último exigía que se le entregara además el Ministerio de Defensa. A fin de impedir que las “palomas” ocuparan dos carteras clave, Sharon buscó contrapesar a Peres eligiendo a un “superhalcón” dentro del laborismo, Benjamin Ben Eliezer. Por otra parte, para satisfacer al ala dura de su propio Likud, el premier nombró como ministro de Seguridad Interior a Uzi Landau, quien sólo podría describirse como “ultrahalcón”. Esta polifonía producía ayer sus resultados lógicos. Mientras que Peres aseguraba a un diario que “es imposible usar sólo la fuerza, no se puede combatir fuego contra fuego”, Landau subrayaba a otro que “no es suficiente construir muros defensivos, debemos llevar la lucha al campo de los enemigos”. Sharon no dio indicios sobre cómo resolvería estas disputas, limitándose a aludir vagamente en su discurso a “reorganizar los dispositivos de seguridad en Cisjordania y Gaza, dependiendo de las acciones palestinas”.
Es cierto que a corto plazo los primeros problemas de Sharon podrían ser menos dramáticos y más parecidos a los sórdidos problemas que usualmente jaquean a las coaliciones israelíes. Como siempre, el partido ultraortodoxo Shas, que ya contribuyó a derribar los dos gobiernos anteriores, es el principal sospechoso. Después del atentado suicida del domingo en una ciudad israelí, había informado que se uniría al gobierno sin condiciones previas, pero ayer su líder y próximo ministro del Interior, Eli Yishai, reiteró sus dos condiciones iniciales antes de votar a favor de Sharon: abolir la elección directa del primer ministro (que favorece a los partidos más pequeños) y prolongar por dos años la exención de los jóvenes ultraortodoxos de prestar servicio militar. Obedientemente, Sharon y sus otros aliados aprobaron ayer estas leyes. Todo esto llevó a que los palestinos estimaran que este nuevo gobierno sería “inoperante”. Según el negociador Saeb Erekat, “estará paralizado por sus divisiones: la izquierda hablará de paz y la derecha reforzará la represión”. El asesor de Arafat, Nabil Abu Rudeina, enfatizó que esto demostraba que “Washington ya debe terminar sus vacaciones y volver a priorizar el Medio Oriente”. Pero, no obstante su supuesta influencia petrolera, la intervención de la administración de George W. Bush podría ser muy distinta a lo que los palestinos esperan. Ayer, por ejemplo, el secretario de Estado, Colin Powell, reveló que el presidente había ordenado continuar con la transferencia de su embajada en Israel a Jerusalén, lo que reconoce implícitamente la ocupación israelí y su condición de “capital eterna e indivisible” del Estado.

 


 

DESPUES DE LA MASIVA DERROTA DEL LABORISMO EN LAS URNAS
La izquierda está en desbande

Por Ferrán Sales *
Desde Jerusalén

El Partido Laborista, uno de los pilares sobre los que se ha edificado desde 1948 el Estado de Israel, está enfermo. La histórica derrota en las elecciones del 6 de febrero, en las que el candidato a primer ministro del partido nacionalista Likud Ariel Sharon barrió a Ehud Barak, ha hecho aflorar con virulencia una crisis que se venía gestando desde hace tiempo. El diagnóstico es complejo, pero los efectos son bastante claros: la izquierda israelí ha quedado desamparada, mientras trata de reciclarse y rearmarse ideológicamente; algunos sueñan, incluso, con el retorno a la filosofía del “kibutz”.
“Nuestra crisis es la consecuencia lógica de todo partido que pierde el poder”, aseguró a este diario Abraham Hatzamri, miembro del Comité Central y director del departamento internacional del Partido Laborista. Hatzamri trata de resumir en una frase la incertidumbre en la que se halla la organización desde que fue derrotada en las urnas con una pérdida de 700.000 votos. Más allá del fracaso electoral concreto del laborismo, motivado por la “manera personal con la que Ehud Barak ha venido gestionando el partido en los últimos 19 meses” y por la “actitud de Yasser Arafat [líder palestino], negándose a firmar los acuerdos de Camp David y haciendo estallar la Intifada”, Hatzamri admite la existencia de una “crisis interna profunda de carácter ideológico”, que se ha puesto de manifiesto en los días en que se negoció su colaboración con el Likud de Ariel Sharon en el gobierno de unidad nacional estrenado ayer, y que también se mostró al empezarse a buscar una pieza de recambio en la dirección del partido, en sustitución del dimitido Barak.
“Durante más de 70 años, los movimientos colectivos de los ‘kibutzim’ (cooperativas agrarias) y de los ‘mosavs’ (granjas colectivas) lograron construir las bases ideológicas y económicas de Israel. Fue una experiencia única en el mundo. Habían venido a la Tierra Prometida con un objetivo religioso, pero también para edificar una nueva sociedad basada en conceptos de justicia e igualdad. Pero la crisis económica, iniciada hace dos décadas, lo desbarató todo y los ideales socialistas se disolvieron. (...) El Partido Laborista y la vida política de Israel se han empobrecido”, afirma Yitzhak Navon, a sus 80 años uno de los últimos protagonistas de aquel socialismo utópico, acompañante de David Ben Gurion en el nacimiento del Estado de Israel y que acabó convirtiéndose en 1978 en el primer presidente sefardí del país. Navon se alinea con aquellos sectores del laborismo que creen que hay que regresar a las raíces del socialismo utópico para regenerar el partido.
El planteamiento de este hombre carismático coincide, por ejemplo, con el de Uri Zilbrsheid, profesor de Filosofía Política, quien hace pocos días propugnaba como única terapia “volver al ideal sionista de la justicia social”, para redescubrir “los valores del movimiento laborista, que fue derrotado en las pasadas elecciones porque ha dejado de ser socialista”.
La crisis de identidad del Partido Laborista no es nueva. Ya estalló con fuerza en 1977, cuando tras quedar fuera de la coalición gubernamental presidida por el Likud, el laborismo perdió el liderazgo que había mantenido durante 29 años. El partido no ha sabido ejercer el papel de oposición ni ha encontrado el modo de reciclarse. Pero hay otras razones organizativas estructurales que justifican la crisis del laborismo: la pérdida de influencia dentro del Histadrut –sindicato histórico fundado en 1920 en el que llegaron a estar afiliados un millón y medio de trabajadores–, cuando sus empresas fueron liquidadas y privatizadas a principio de la década de 1990 y su servicio médico, que daba cobertura al 60 por ciento de la población israelí, nacionalizado. “Nunca nos hemos podido recuperar de esta operación que fue encomendada a Haim Ramón, hastaayer ministro de Asuntos Internos. Muchos en el partido aún no se lo han perdonado”, asegura Hatzamri.
La crisis económica del Partido Laborista también se ha agudizado en los últimos meses como consecuencia de la rigidez con que las leyes israelíes contemplan la financiación de los partidos. El aparato laborista se ha visto obligado a abandonar la sede de la avenida Hayarkon, en pleno centro de Tel Aviv, frente al mar, y buscar refugio en un barrio periférico, Sonak Atikba, y reducir sus empleados.
En este panorama han brotado con ímpetu las luchas de los diferentes clanes. Pero incluso ésta es una zona de tierras movedizas en las que las alianzas se reestructuran en función de los intereses particulares y de la naturaleza de la discusión. La corriente política más estable hasta ahora ha sido la formada en 1990, el llamado grupo de los ocho, encabezado entre otros por el ministro de Justicia Yossi Beilin, y que aspiraba a renovar el partido. Hace tiempo, sin embargo, que esta plataforma ha estallado en mil pedazos, víctima de las disensiones, en un intento desesperado por encontrar el norte.

* De El País de Madrid, especial para Página/12.

 

OPINION
Por Claudio Uriarte

Qué va a hacer Sharon

Un gobierno de unidad nacional entre fuerzas ampliamente antagónicas tiende a ser, por naturaleza, conservador. La razón es simple: si tal gobierno existe, es en razón de un estado de emergencia donde se necesita del aval de todos los sectores, y en una situación así la derecha –es decir, el conservatismo– tiene la voz dominante, simplemente por su capacidad de vetar todo aquello que represente un alejamiento del orden al que se busca defender. La derecha, en un gobierno de este tipo, detenta las mismas ventajas inerciales que Clausewitz atribuía a la defensa en una guerra: el atacado dispone de su territorio; el derechista, del statu quo.
Sin embargo, por la misma lógica, un gobierno de unidad nacional no tiene por qué ser necesariamente reaccionario. Conservador, reaccionario: clásico ejemplo de dos categorías que casi invariablemente se confunden y asimilan, pero que constituyen avenidas de acción política completamente diferentes. Ya que el conservador se limita a defender lo establecido y resistir su modificación, mientras el reaccionario pretende volver atrás. El conservador buscará frenar las tendencias más militantes de la Revolución Francesa; el reaccionario, restaurar el Ancien Regime. Churchill y Roosevelt, durante la Segunda Guerra Mundial, fueron básicamente dos conservadores: Hitler fue en cambio un reaccionario de derecha y Stalin un revolucionario de izquierda, dos condiciones que técnicamente se parecen en su común voluntad de cambiar el statu quo.
Visto desde estos parámetros, el gobierno de unidad nacional que acaba de constituirse en Israel es conservador, pero no reaccionario. Vale decir: aunque Sharon no va a ofrecer más concesiones a los palestinos en la mesa de negociaciones, y probablemente endurecerá la represión –incluyendo incursiones punitivas en los territorios autónomos– tampoco va a intentar reconquistar el 40 y pico de territorio de Cisjordania que ya está en manos de los palestinos. La razón no es altruista sino práctica: la fricción y convivencia entre dos pueblos que se odian demostró ser inviable. Irónicamente, esto mismo fue lo que llevó a los acuerdos de Oslo, cuyo desenlace –un Estado palestino independiente– sigue siendo inevitable, y cuyos contornos territoriales ya se perfilan a través de las murallas de separación física que se están levantando con Cisjordania y Gaza.

 

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