Hace unas semanas, lo más notable en la política israelí
era que el superhalcón Ariel Sharon iba a ser el próximo
primer ministro. Pero ayer, cuando su coalición finalmente fue
aprobada en el Parlamento, esto era sólo una curiosidad más
en uno de los gobiernos más diversos en la historia israelí.
Si bien esa diversidad le valió el voto favorable de 73 de los
120 diputados, el nuevo premier sabe que el único factor unificador
es la Intifada palestina. Así, su discurso inaugural estuvo dedicado
a su programa para lograr paz y seguridad. No hubo demasiadas
sorpresas ni muchos detalles. No habrá negociaciones hasta que
cese la violencia, los acuerdos ya firmados se cumplirán siempre
que los palestinos lo hagan, y las concesiones que el laborismo ofreció
ya no están vigentes. Los únicos gestos conciliatorios fueron
una promesa de no construir nuevas colonias en los territorios palestinos
y el omitir las palabras soberanía y capital
indivisible al referirse a Jerusalén. La política
concreta de seguridad del nuevo gobierno sigue siendo un misterio. Y si
se estudia la composición del nuevo gobierno, no es extraño
que así sea.
En principio, el dilema no parece existir. Los desesperados esfuerzos
del predecesor de Sharon, el laborista Ehud Barak, por concluir un acuerdo
de paz incitaron a los palestinos a exigir concesiones inaceptables para
cualquier gobierno israelí, como el derecho de retorno para los
4 millones de refugiados. Como enfatizó ayer un editorial del derechista
Jerusalem Post, con todos sus errores, Barak al menos logró
desenmascarar a los palestinos y sus verdaderas aspiraciones. Por
lo tanto, la vía negociada no es realmente una opción para
el gobierno de Sharon (como sí lo fue para Benjamin Netanyahu,
el anterior premier derechista) y pocos discuten su prioridad de lograr
la seguridad ante todo. Sin embargo, detrás de este consenso inicial
no hay ningún acuerdo sobre cómo lograr exactamente ese
objetivo.
Ayer parecía que esto ya estaba minando la estabilidad del gobierno.
En cierto sentido, el problema es estructural y resulta del equilibrio
que Sharon tuvo que hacer para formar un gabinete tan amplio. Para neutralizar
su imagen de sanguinario verdugo de los palestinos, Sharon convenció
al Premio Nobel de la Paz Shimon Peres de que sea su canciller. Pero el
Partido Laborista de este último exigía que se le entregara
además el Ministerio de Defensa. A fin de impedir que las palomas
ocuparan dos carteras clave, Sharon buscó contrapesar a Peres eligiendo
a un superhalcón dentro del laborismo, Benjamin Ben
Eliezer. Por otra parte, para satisfacer al ala dura de su propio Likud,
el premier nombró como ministro de Seguridad Interior a Uzi Landau,
quien sólo podría describirse como ultrahalcón.
Esta polifonía producía ayer sus resultados lógicos.
Mientras que Peres aseguraba a un diario que es imposible usar sólo
la fuerza, no se puede combatir fuego contra fuego, Landau subrayaba
a otro que no es suficiente construir muros defensivos, debemos
llevar la lucha al campo de los enemigos. Sharon no dio indicios
sobre cómo resolvería estas disputas, limitándose
a aludir vagamente en su discurso a reorganizar los dispositivos
de seguridad en Cisjordania y Gaza, dependiendo de las acciones palestinas.
Es cierto que a corto plazo los primeros problemas de Sharon podrían
ser menos dramáticos y más parecidos a los sórdidos
problemas que usualmente jaquean a las coaliciones israelíes. Como
siempre, el partido ultraortodoxo Shas, que ya contribuyó a derribar
los dos gobiernos anteriores, es el principal sospechoso. Después
del atentado suicida del domingo en una ciudad israelí, había
informado que se uniría al gobierno sin condiciones previas, pero
ayer su líder y próximo ministro del Interior, Eli Yishai,
reiteró sus dos condiciones iniciales antes de votar a favor de
Sharon: abolir la elección directa del primer ministro (que favorece
a los partidos más pequeños) y prolongar por dos años
la exención de los jóvenes ultraortodoxos de prestar servicio
militar. Obedientemente, Sharon y sus otros aliados aprobaron ayer estas
leyes. Todo esto llevó a que los palestinos estimaran que este
nuevo gobierno sería inoperante. Según el negociador
Saeb Erekat, estará paralizado por sus divisiones: la izquierda
hablará de paz y la derecha reforzará la represión.
El asesor de Arafat, Nabil Abu Rudeina, enfatizó que esto demostraba
que Washington ya debe terminar sus vacaciones y volver a priorizar
el Medio Oriente. Pero, no obstante su supuesta influencia petrolera,
la intervención de la administración de George W. Bush podría
ser muy distinta a lo que los palestinos esperan. Ayer, por ejemplo, el
secretario de Estado, Colin Powell, reveló que el presidente había
ordenado continuar con la transferencia de su embajada en Israel a Jerusalén,
lo que reconoce implícitamente la ocupación israelí
y su condición de capital eterna e indivisible del
Estado.
DESPUES
DE LA MASIVA DERROTA DEL LABORISMO EN LAS URNAS
La izquierda está en desbande
Por Ferrán
Sales *
Desde
Jerusalén
El Partido Laborista, uno de
los pilares sobre los que se ha edificado desde 1948 el Estado de Israel,
está enfermo. La histórica derrota en las elecciones del
6 de febrero, en las que el candidato a primer ministro del partido nacionalista
Likud Ariel Sharon barrió a Ehud Barak, ha hecho aflorar con virulencia
una crisis que se venía gestando desde hace tiempo. El diagnóstico
es complejo, pero los efectos son bastante claros: la izquierda israelí
ha quedado desamparada, mientras trata de reciclarse y rearmarse ideológicamente;
algunos sueñan, incluso, con el retorno a la filosofía del
kibutz.
Nuestra crisis es la consecuencia lógica de todo partido
que pierde el poder, aseguró a este diario Abraham Hatzamri,
miembro del Comité Central y director del departamento internacional
del Partido Laborista. Hatzamri trata de resumir en una frase la incertidumbre
en la que se halla la organización desde que fue derrotada en las
urnas con una pérdida de 700.000 votos. Más allá
del fracaso electoral concreto del laborismo, motivado por la manera
personal con la que Ehud Barak ha venido gestionando el partido en los
últimos 19 meses y por la actitud de Yasser Arafat
[líder palestino], negándose a firmar los acuerdos de Camp
David y haciendo estallar la Intifada, Hatzamri admite la existencia
de una crisis interna profunda de carácter ideológico,
que se ha puesto de manifiesto en los días en que se negoció
su colaboración con el Likud de Ariel Sharon en el gobierno de
unidad nacional estrenado ayer, y que también se mostró
al empezarse a buscar una pieza de recambio en la dirección del
partido, en sustitución del dimitido Barak.
Durante más de 70 años, los movimientos colectivos
de los kibutzim (cooperativas agrarias) y de los mosavs
(granjas colectivas) lograron construir las bases ideológicas y
económicas de Israel. Fue una experiencia única en el mundo.
Habían venido a la Tierra Prometida con un objetivo religioso,
pero también para edificar una nueva sociedad basada en conceptos
de justicia e igualdad. Pero la crisis económica, iniciada hace
dos décadas, lo desbarató todo y los ideales socialistas
se disolvieron. (...) El Partido Laborista y la vida política de
Israel se han empobrecido, afirma Yitzhak Navon, a sus 80 años
uno de los últimos protagonistas de aquel socialismo utópico,
acompañante de David Ben Gurion en el nacimiento del Estado de
Israel y que acabó convirtiéndose en 1978 en el primer presidente
sefardí del país. Navon se alinea con aquellos sectores
del laborismo que creen que hay que regresar a las raíces del socialismo
utópico para regenerar el partido.
El planteamiento de este hombre carismático coincide, por ejemplo,
con el de Uri Zilbrsheid, profesor de Filosofía Política,
quien hace pocos días propugnaba como única terapia volver
al ideal sionista de la justicia social, para redescubrir los
valores del movimiento laborista, que fue derrotado en las pasadas elecciones
porque ha dejado de ser socialista.
La crisis de identidad del Partido Laborista no es nueva. Ya estalló
con fuerza en 1977, cuando tras quedar fuera de la coalición gubernamental
presidida por el Likud, el laborismo perdió el liderazgo que había
mantenido durante 29 años. El partido no ha sabido ejercer el papel
de oposición ni ha encontrado el modo de reciclarse. Pero hay otras
razones organizativas estructurales que justifican la crisis del laborismo:
la pérdida de influencia dentro del Histadrut sindicato histórico
fundado en 1920 en el que llegaron a estar afiliados un millón
y medio de trabajadores, cuando sus empresas fueron liquidadas y
privatizadas a principio de la década de 1990 y su servicio médico,
que daba cobertura al 60 por ciento de la población israelí,
nacionalizado. Nunca nos hemos podido recuperar de esta operación
que fue encomendada a Haim Ramón, hastaayer ministro de Asuntos
Internos. Muchos en el partido aún no se lo han perdonado,
asegura Hatzamri.
La crisis económica del Partido Laborista también se ha
agudizado en los últimos meses como consecuencia de la rigidez
con que las leyes israelíes contemplan la financiación de
los partidos. El aparato laborista se ha visto obligado a abandonar la
sede de la avenida Hayarkon, en pleno centro de Tel Aviv, frente al mar,
y buscar refugio en un barrio periférico, Sonak Atikba, y reducir
sus empleados.
En este panorama han brotado con ímpetu las luchas de los diferentes
clanes. Pero incluso ésta es una zona de tierras movedizas en las
que las alianzas se reestructuran en función de los intereses particulares
y de la naturaleza de la discusión. La corriente política
más estable hasta ahora ha sido la formada en 1990, el llamado
grupo de los ocho, encabezado entre otros por el ministro de Justicia
Yossi Beilin, y que aspiraba a renovar el partido. Hace tiempo, sin embargo,
que esta plataforma ha estallado en mil pedazos, víctima de las
disensiones, en un intento desesperado por encontrar el norte.
* De El País de Madrid, especial para Página/12.
OPINION
Por Claudio Uriarte
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Qué va a hacer
Sharon
Un gobierno de unidad nacional entre fuerzas ampliamente antagónicas
tiende a ser, por naturaleza, conservador. La razón es simple:
si tal gobierno existe, es en razón de un estado de emergencia
donde se necesita del aval de todos los sectores, y en una situación
así la derecha es decir, el conservatismo tiene
la voz dominante, simplemente por su capacidad de vetar todo aquello
que represente un alejamiento del orden al que se busca defender.
La derecha, en un gobierno de este tipo, detenta las mismas ventajas
inerciales que Clausewitz atribuía a la defensa en una guerra:
el atacado dispone de su territorio; el derechista, del statu quo.
Sin embargo, por la misma lógica, un gobierno de unidad nacional
no tiene por qué ser necesariamente reaccionario. Conservador,
reaccionario: clásico ejemplo de dos categorías que
casi invariablemente se confunden y asimilan, pero que constituyen
avenidas de acción política completamente diferentes.
Ya que el conservador se limita a defender lo establecido y resistir
su modificación, mientras el reaccionario pretende volver
atrás. El conservador buscará frenar las tendencias
más militantes de la Revolución Francesa; el reaccionario,
restaurar el Ancien Regime. Churchill y Roosevelt, durante la Segunda
Guerra Mundial, fueron básicamente dos conservadores: Hitler
fue en cambio un reaccionario de derecha y Stalin un revolucionario
de izquierda, dos condiciones que técnicamente se parecen
en su común voluntad de cambiar el statu quo.
Visto desde estos parámetros, el gobierno de unidad nacional
que acaba de constituirse en Israel es conservador, pero no reaccionario.
Vale decir: aunque Sharon no va a ofrecer más concesiones
a los palestinos en la mesa de negociaciones, y probablemente endurecerá
la represión incluyendo incursiones punitivas en los
territorios autónomos tampoco va a intentar reconquistar
el 40 y pico de territorio de Cisjordania que ya está en
manos de los palestinos. La razón no es altruista sino práctica:
la fricción y convivencia entre dos pueblos que se odian
demostró ser inviable. Irónicamente, esto mismo fue
lo que llevó a los acuerdos de Oslo, cuyo desenlace un
Estado palestino independiente sigue siendo inevitable, y
cuyos contornos territoriales ya se perfilan a través de
las murallas de separación física que se están
levantando con Cisjordania y Gaza.
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